Corría el verano del ochenta y tres dentro del cochecito rojo de tercera mano cuyo motor carraspeaba desde hacía horas como un viejo catarroso. Iba con Luis y Amaia, ambos pareja. Eran los años en que un viaje compartido no se llamaba blablacar si no «Te llevamos y das dinero para gasolina».
Al ser la de más edad se me permitió ir en el asiento del copiloto, con Luis al volante. Apenas transcurridos cuarenta kilómetros de viaje hubo que hacer cambio de masas. Mi asiento tenía un muelle flojo que, con mi opulenta envergadura, se me clavaba en la retaguardia cada vez que sorteábamos un bache. El mal viaje solo acababa de empezar. El asiento trasero actuó como máquina de centrifugado en mi estómago y a las dos horas me sentía más muerta que viva… y el heavy metal del casette no ayudaba.
Avanzando por carreteras comarcales y nacionales dejamos atrás las verdes tierras gallegas para confluir con viajeros de otros puntos de España en la siempre austera y recta meseta castellana. Era mediodía de agosto, con un sol de justicia, cuando caímos en el atasco de retorno de vacaciones más grande que recuerdo. Luis ofreció detener el resiliente cochecito sin aire acondicionado en un restaurant de carretera. La pausa alivió mis males, pero trajo más tráfico y calor.
Entonces la pareja decidió pasar a un sorprendente plan B que no esperaba: usar la emisora. Tiempo atrás se había puesto de moda ser radioaficionado y llevar un equipo de corto alcance en el coche. Luis llevaba uno con el que asaltó las ondas usando el sobrenombre de Cuco.
—Cuco a Abubilla ¿me recibes? Cuco a Abubilla, a ver si me copias. Cambio— repetía insistentemente.
Abubilla respondió con una cacofonía de ruidos inintelegibles. Insistió el joven con tenacidad y por fin alguien voló sobre el nido del Cuco para recomendar un atajo por pistas de labranza que nos hizo acabar cabreados y perdidos en pleno reino de Castilla. Sin agua y a falta de teléfono móvil (llegaría en un futuro cercano a nuestras vidas), solo podíamos mirar el desolado paisaje de rastrojos, sudando como gorrinos, perdidas ya las composturas y la paciencia.
Recordé entonces ( no me pregunten por qué) un poema del escritor Antonio Machado sobre el Cid Campeador
El ciego sol, la sed y la fatiga
por la terrible estepa castellana
al destierro con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.
Caía la tarde cuando conseguimos salir, plenamente escarmentados, de nuestro particular destierro. Y agotados, retomamos con premura el camino de regreso.
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