Estoy sentado detrás del conductor, con un pequeño maletín a mi lado. Los demás asientos están libres. El conductor es calvo, aunque le tapa la cabeza un sombrero negro. Conduce con una mano; con la otra se fuma un cigarrillo, y mantiene la ventana abierta para expulsar cada bocanada de humo.

El conductor, asignado para la entrega, conduce, calmado, como un hippie que conduce su furgoneta hacia Woodstock. La entrega será a unos mafiosos, en las afueras de Pontevedra, con motivo de salvarle el pellejo al hijo de un señorito adinerado.

–¿Y… cuanto dinero llevas en el maletín?

–Unos setenta mil.

–Mucho dinero, sí señor.

El conductor me pregunta que porque no me los quedo. Le explico que naturalmente uno no querría arriesgarse a ser perseguido por tomar semejante mala decisión, y que aunque quisiera tomar algo de ello, por poco que fuese, es probable que lo contasen una vez entregado.

“Cógelos y desaparece” es su respuesta. Desisto. Cierro los ojos, escuchando a los Creedence sonando en la radio.

Despierto: la oscuridad de la noche obstaculiza la visión en la carretera.

La entrega deberá hacerse en un pequeño puente de madera que todavía se mantiene en pie. Vendrán a recoger el maletín en un coche negro que irá acompañado de dos motos. Pararemos en mitad del puente donde se hará la entrega.

Un minuto para la entrega. Suenan los Eagles: “Hotel California”. Suspiro. El conductor sube el volumen al máximo.

–Oye, tío… odio a los Eagles… quítalo, anda.

–¿Qué? –grita–.

–Quita a los Eagles, macho.

–Este es mi coche.

–Ha sido un día duro y odio a los Eagles, vamos, no me jodas.

El coche para al principio del puente. El conductor mira hacia atrás.

–Bájate.

–No me jodas, hombre.

–Bájate, cabrón.

Unos focos nos deslumbran. Estarán como a dos metros.

–¿Y como vuelvo luego?

–Me importa una mierda.

Un hombre, trajeado, se aparece desde las luces de los focos, acercándose; me pide con un gesto que baje la ventanilla. Así hago.

–Enséñame el dinero.

Los Eagles siguen sonando a todo volumen.

–¿Qué? –le grito–.

–Enséñame el dinero –me grita de vuelta–.

Abro el maletín y le muestro el contenido.

El hombre asiente, satisfecho, saca una pistola y le pega un tiro al conductor. Yo soy el siguiente en ser apuntado. No mentiré, me lo temía.

Los Eagles dejan de sonar en mi cabeza, junto a todo lo demás.

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