El coche olía a pino, y no porque estuviéramos en el bosque. Manuel, el conductor, había colgado un ambientador de esos que parecen pequeños arbolitos. Lo primero que me dijo al entrar fue que el aire acondicionado estaba prohibido.

—»Gasta mucha gasolina,»— explicó mientras me lanzaba una mirada seria a través del retrovisor.

Detrás de mí, una pareja joven subía riendo. Aparentemente, ya conocían las reglas del viaje y venían preparados: él llevaba una botella de agua que no dudó en ofrecerme, mientras ella se acomodaba para una siesta, apoyando su cabeza en su hombro. “Son unos veteranos”, pensé.

Salimos de Madrid, rumbo a Valencia. El sol golpeaba fuerte, y la ventana abierta apenas aliviaba el calor. Unos minutos después de arrancar, Manuel encendió la radio, sintonizando una emisora de música de los ochenta. De repente, la música se interrumpió y empezó un programa de tertulia sobre conspiraciones.

—»¿Sabían que Elvis está vivo?»— preguntó Manuel sin perder la vista de la carretera.

Nos miramos en silencio, sorprendidos. El chico detrás de mí, que hasta entonces había estado distraído con el móvil, se incorporó intrigado.

—»¿Elvis?»— preguntó, con una mezcla de incredulidad y curiosidad.

—»Sí, amigo. Y no solo eso, sino que trabaja de encubierto para el gobierno.»— Manuel golpeó el volante con los nudillos, como quien revela una verdad irrefutable.

La pareja detrás de mí contuvo la risa. Yo decidí seguirle el juego.

—»¿Y cómo se oculta?»— pregunté con seriedad.

—»Operaciones estéticas, un trabajo finísimo. Nadie lo reconocería hoy en día, pero sigue cantando… en secreto.»

La chica de atrás no pudo más y soltó una carcajada. Manuel, lejos de ofenderse, sonrió y añadió:

—»¡No me creen ahora, pero cuando lo vean en el próximo festival de Benidorm, se acordarán de mí!»

El resto del viaje lo pasamos entre teorías de lo más disparatadas. Elvis, aliens, y hasta un par de ideas sobre la verdadera identidad de la Mona Lisa. La pareja detrás de mí no dejó de reír, y yo tampoco.

Al llegar a Valencia, despedí a Manuel con una sonrisa, pensando que, con teorías como esas, cualquier viaje podía convertirse en una pequeña aventura.

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