Algunas noches de verano quedaba con mi primo pequeño y, juntos, íbamos a ver las estrellas. Era casi un ritual: llamaba a mi tía, le preguntaba si necesitaba llevar algo, ella negaba con amabilidad, yo llevaba algo igualmente, cenábamos, teníamos alguna anodina conversación sobre el futuro o el pasado, y entonces llegaba el momento. Había dejado de tener coche mucho tiempo atrás, así que cogíamos prestado el de mi tía para embarcarnos en la noche salmantina. En la oscuridad, hasta los banales alrededores de Monterrubio de la Armuña parecían misteriosos y hasta la deprimente calle que veo ahora por mi ventana expele encanto.
—¿Te acuerdas de aquella vez que nos paró la Guardia Civil? —dijo mi primo.
—Pues claro. No ha pasado tanto tiempo —respondí—. ¿Se lo llegaste a contar a tu madre?
—Qué va. Le habría dado algo, sobre todo si tenemos en cuenta que no llevabas el carnet de conducir.
—¿Otra vez con eso? Una o dos veces en toda mi vida se me habrá olvidado llevar el carnet cuando cojo el coche. ¡Y justo esa noche nos paran! Los astros no nos eran favorables —dije señalando al cielo.
—En verdad, sí que lo veo bastante lejano.
—Bueno, eras un pipiolo. Es normal que unos pocos años parezcan un mundo a tu edad. Casi los siguen pareciendo a la mía.
No me atreví a decir más. Adrían estaba diferente y yo lo notaba. Tengo un sexto sentido para estas cosas, una especie de intuición. No es que nunca me haya servido de mucho, pero supongo que es una ventaja en situaciones así.
—¿Qué te parece este sitio? —dije mientras paraba el coche junto a un campo de cultivo, lo suficientemente alejado de los adosados para que no nos molestara la luz.
—Bien. Creo que ya hemos venido por aquí alguna vez.
Siempre me fascinó el universo, su magnitud, su dimensión infinita. Su vacío. Miro al universo y no le veo sentido, llego a la conlusión de que no tiene por qué haberlo y eso me tranquiliza; tomar conciencia de mi insignificancia.
No es que mi primo, a sus diecinueve años recién cumplidos, estuviera preparado para asmiliar algo así, pero había algo bueno en transmitirle mi amor por el espacio.
—Saca el telescopio, va —dije a la vez que me hacía el tonto a su expresión de fastidio—. Venga, móntalo, que vea cuánto has aprendido.
Ese telescopio había sido mío. Un regalo familiar. Una de las pocas cosas que me quedaban de ellos. Es un concepto caduco el de la familia de sandre. Ni siquiera creo que la expresión tenga sentido. «De sangre». ¿Qué sangre? Yo tengo la mía y puedo asegurar que ellos tenían la suya. No me gusta caer en la autocomplacencia. Después de todo, acabé eligiendo a quién llamar «tía» o «primo».
Mi mudanza a un segundo piso en el centro de Salamanca, sin posibilidad de garaje ni coche, había frustrado mis esperanzas por conservar el telescopio, así que tuve que dejarlo ir, como tantas otras cosas, pero dárselo a Adrián no se sintió como una pérdida, sino como un tránsito natural.
Una ley física.
—Ya está, profesor —dijo con cierta sorna, justo después de montar la última lente.
—Impresionante. Muy impresionante —dije yo, con tono que recordaba a un villano de las películas de ciencia ficción que tanto nos gustan—. ¿Sabrías encontrar, no sé, Júpiter?
—¿Sin la aplicación?
Normalmente, solíamos usar una de esas apps que te mostraban la posición exacta de cada astro en el cielo, pero sabía que podía encontrarlo sin ella. Júpiter es el cuarto elemento más brillante del cielo (después del Sol, la Luna y Venus), así que no le costó demasiado ubicarlo.
—Algún día deberíamos hacer esto bien y no a ojo.
Por supuesto, se refería a tomar coordenadas y hacer cálculos para colocar el telescopio de manera precisa, algo previsible de un futuro estudiante en Física. Apuntaba maneras, desde luego. En realidad, me supera en todo lo que le enseño. Estar con él es una continua lección de perspectiva.
—¿Saturno ahora? —preguntó, y noté cierta ilusión en su voz.
—Venga, Saturno.
Habíamos elegido una buena noche. Al gigante gaseoso anillado le siguió Marte y, a éste, un vano intento por enfocar las Pléyades, un cúmulo relativamente cercano. Sus estrellas azules llevan millones de años en movimiento y me suena haber leído que cambian su posición de año en año, aunque no sea perceptible para nosotros. No sé si es verdad. Tampoco me importa.
—Necesitamos un telescopio mejor —dijo decepcionado.
—¿Y lo vas a comprar tú?
—Podrías comprarlo tú.
—Apenas me da para no morirme de hambre. Espérate a que trabaje de lo mío y entonces hablamos.
Hubo un silencio, preludio de lo inevitable. El verdadero motivo de aquella salida.
—¿Cómo supiste qué era lo tuyo?
—No sé si has ido a preguntar a la persona más adecuada —dije sin ser consciente todavía de la importancia de su pregunta—. Ya sabes que siempre quise ser maquinista, como mi abuelo. Supongo que Periodismo era una opción más segura —hice una pausa y bufé al cielo nocturno—. Iluso de mí.
—Pero el periodismo te gusta, ¿no?
—Sí, claro, me encanta. He llegado a la conclusión de que es mi vocación.
—¿Eso no se sabe de antes?
Mi sexto sentido floreció entonces. Sabía a dónde nos dirigía esa conversación.
—No lo sé, dímelo tú.
Vaciló un momento antes de contestar.
—No creo que Medicina sea lo mío.
—¿No lo crees o lo sabes?
—Lo sé.
—Pero tienes miedo, ¿verdad? Miedo al fracaso, a salirte del camino.
Había decepción en él. Culpa. Incluso ahora puedo sentirla.
—No soy tan fuerte como tú.
—Yo no fui fuerte al dejar Psicología. Era una necesidad. Una urgencia. No lo veas como la elección que pudo parecer desde fuera. Estas cosas no se eligen.
Su frustración se convirtió en decisión, una que nunca había percibido en él.
—Quiero estudiar Física. Irme fuera. No quiero seguir aquí. No puedo más con mi madre. No puedo más con Medicina. No puedo más.
—Eso suena urgente.
—Lo es.
—Entonces no hay más que hablar.
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