Cabellos rojo fuego

Cabellos rojo fuego

Ashley Bru

02/08/2020

La vida de Moira Becher fue condenada desde su primer día en el mundo. Apenas había emitido su primer llanto cuando su padre, al verla, exclamó con horror. Impresionada por la desafortunada reacción de su esposo, la madre de Moira quiso comprobar qué había de malo en su bebé. No reparó en lo pálidas que estaban las dos parteras, dos mujeres del servicio de la casa que se habían ocupado de su parto, cuando le colocaron la niña en brazos. La señora Becher apenas sostuvo a la niña: la devolvió de un manotazo a los brazos de las dos sirvientes, se retorció en la cama y llenó las paredes de piedra con un grito desgarrador.

Y es que la niña, en ese instante inquieta en los brazos de una de las parteras, tenía los cabellos rojos.

···

La infancia de Moira fue marcada por el silencio y la soledad. Creció resguardada bajo la fría piedra de su casa, en el corazón de un páramo rodeado de altos pinos y niebla eterna. Pese a la belleza del paisaje que había al otro lado de su ventana, ella sentía que estaba en una prisión. No se le permitía salir demasiado y, siempre que tenía esa suerte, lo hacía en compañía de una de las criadas. 

Cuando empezó a darse cuenta de que sus padres tenían una vida paralela a la suya, Moira tenía diez años. Ellos abandonaban la propiedad en el carruaje y en ocasiones no volvía a verlos hasta que el sol se escondía de nuevo entre las montañas. Invitaban a personas a cenar y a ella la obligaban a permanecer en su cuarto sin hacer ruido. Fue entonces cuando pensó por primera vez que quizás había algo en ella… que no estaba del todo bien. 

Pese a que el trato con el servicio se limitaba al más estricto nivel de interacción , una noche, mientras observaba su reflejo en el espejo de madera de su cuarto, se atrevió a preguntar a la doncella que en ese momento cambiaba las sábanas de la cama.

—Padre y madre nunca me llevan a las fiestas ni a reuniones. ¿Eso es normal? ¿Es que me pasa algo malo?

—Claro que no, señorita –replicó la doncella, sin dejar de hacer su tarea. Y, por supuesto, sin mirarle a la cara. 

—En ese caso, ¿cuál es el problema? —la niña apartó los ojos de su expresión afligida para buscar la de la doncella.

—El mundo es peligroso ahí afuera, sobre todo para alguien como usted.

No pudo seguir preguntando porque la doncella se apresuró a encender las velas de la mesilla, se despidió con un movimiento de cabeza y cerró la puerta tras ella,.

Moira avanzó en edad, siempre conocedora de que ella era la causa de algo que no entendía y que por tanto no podía solucionar. Había sido una niña alegre a pesar de su situación, sin embargo, a la par que ella, crecía una incomodidad en su interior que amenazaba con aplastar su carácter infantil, hasta el punto en el que el recelo se convirtió en un rasgo más de su personalidad. Observaba su alrededor con más suspicacia, con desconfianza y con cierta paranoia. Miradas del servicio, susurros que atravesaban las paredes, puertas que se cerraban cuando ella estaba cerca…

No fueron pocas las veces en las que intentó hablarlo con sus padres. La cuestión era simple: ¿por qué nunca salía de la propiedad y por qué no podía acompañarlos allá donde iban? Ellos siempre evitaban el tema y a menudo eludían al privilegio que ella tenía para poder instruirse en casa, sin preocupaciones. Pero cuando decían eso, la falta de preocupación no era precisamente lo que emanaba de sus caras. 

Hubo un momento en la vida de Moira en la que desistió en su intento de preguntar algo más relacionado con ese tema, y cuando se dio cuenta de que era como rendirse, se sumió en la tristeza. Pasó una época deprimida: apenas comía, rehusaba de salir a pasear alrededor de la casa los pocos minutos que le concedían, pasaba más horas en cama durmiendo… hasta que encontró cierto refugio en historias de fantasía y cuentos para niños. Su libro favorito era el de Naelianne, una arquera errante que vivía miles de aventuras acompañada siempre de grandes amigos. Leía ese libro cada noche, lo cual muchas veces provocaba que soñase con ella, incluso imaginaba que ella era Naelianne y que recorría el mundo con un precioso arco tallado. Pensar en esa historia provocaba que la vida a su alrededor dejase de ser tan gris.

Faltaban dos cambios de luna para el décimo noveno aniversario de Moira cuando algo cambió en el hogar de los Becher. Su padre había llegado por la noche con una caja de madera bajo el brazo, y una sonrisa inusual en el rostro. Hizo llamar a su mujer y a su hija y los tres se reunieron en la sala de la chimenea. Al abrir la caja, quedaron a la vista seis pequeños frascos de cristal llenos con un ungüento espeso y negro como el carbón. Moira no sabía por qué aquellos frascos podían entusiasmar tanto a su padre ni por qué querría compartir esa emoción con ella. 

—Llama a las doncellas y que preparen un baño para Moira —tanto la chica como su madre observaron al cabeza de familia con perplejidad. El señor Becher cogió uno de los frascos y se lo dió a su mujer. —Que cubran todo el pelo con esto.

Eran altas las horas de la noche y las doncellas corrían de un lado para otro para acatar la orden de su señor. El agua de la bañera se evaporaba por el calor cuando Moira se metió. No protestó pese a la alta temperatura. Algo estaba pasando, algo que tenía a todos emocionados, y no iba a ser ella la que lo iba a estropear. Quería preguntar, por supuesto, pero estaba tan confusa que no sabía qué palabra pronunciar primero.

Cuando las doncellas comenzaron a pasar aquella sustancia por su cabello, lo pensó. Ese era el problema. ¿Por qué? ¿Por qué el color de su pelo había condicionado la vida de todos los que vivían allí? 

Cuando el baño terminó, la secaron con rapidez y le pusieron el camisón por encima. No pudo verse en el espejo, pero al bajar la cabeza comprobó que sus habituales bucles rojizos eran ahora negro azabache. Las doncellas la acompañaron en silencio hacia la sala. Moira pensó en que jamás había estado despierta hasta tan tarde, y casi podía afirmar con seguridad que sus padres tampoco. Sí, lo que estaba pasando tenía que ser algo grande.

En la sala de la chimenea, sus padres aguardaban en silencio. Al abrir las puertas, ambos se levantaron de los sofás y la contemplaron boquiabiertos.

—Es un milagro —dijo la madre con un hilo de voz.

—Ha funcionado —asintió el padre, con el pecho henchido de orgullo. —Querida, ha funcionado.

Moira tragó saliva antes de hablar, nerviosa.

—¿Está todo bien ahora? ¿Debo temer algún peligro?

—Ya no, cielo —sonrió su madre como nunca lo había hecho, y fue hasta ella para darle un cálido abrazo, uno ausente en casi dieciséis años.—Estás preciosa.

Esa noche, Moira durmió tranquila, como si un peso dentro de su corazón se hubiese evaporado. Despertó sin esa misma carga, con la sensación de haber estado viviendo una pesadilla demasiado larga. Lo primero que hizo al levantarse fue ir corriendo al espejo de su cuarto para comprobar que su cabello seguía siendo negro. Y allí estaban, unos bucles que caían por sus hombros, negros y brillantes. Sonrió abiertamente, todavía sin entender cómo algo como aquello era lo solución a los problemas de todos. Sus padres tenían el pelo negro, ambos, y quizás sentían vergüenza por tener una hija diferente a ellos. Pero eso ya no era un problema. Ahora que se veía, notaba cierta similitud con su madre. Al igual que ella, tenía la misma forma de la cara, como la de un corazón, y las mismas pecas alrededor de la nariz. Los ojos verdosos los había sacado de su padre, eso sin duda. 

Cuando bajó a almorzar con sus padres, ellos ya aguardaban impacientes frente a la mesa. Al verla, Moira pudo ver que ambos suspiraban de alivio. Y fue entonces cuando le abrieron un mundo completamente nuevo: iría a bailes, pasearía por el pueblo, podría ir al mercado, conocería a gente nueva, podría casarse con algún caballero o quizás con algún señor con tierras y tener una vida cómoda. Tenía el mundo a sus pies, eso le ofrecían.

Sin embargo, la alegría duró poco en la casa de los Becher. Esa misma tarde, Moira había decidido pasear por la parte trasera de su casa. Respiró aire puro como nunca lo había echo, caminó sin zapatos sobre la hierba, sonrió hacia las nubes grises… y entonces una gota cayó sobre su mejilla. La lluvia apenas avisó de su llegada cuando cayó con fuerza. Moira volvió corriendo al interior, más seca que mojada, pero fue suficiente: el tinte del pelo comenzó a bajar por cada mechón, adhiriéndose al vestido en unas grotescas manchas negras.

Su madre, nada más verla, intentó controlar su cara de espanto e hizo llamar a las doncellas para que volvieran a preparar otro baño. Mandó usar dos frascos en lugar de uno. En el camino a su baño personal, Moira se vio en el reflejo de un espejo: su pelo volvía a ser rojo. 

La cantidad no fue la solución: al día siguiente y después de una noche calurosa, Moira había despertado con la almohada y las sábanas negras, así como su propia piel. El pelo era una mezcla de su color natural y aquel tinte extraño.

Nuevamente en el baño mientras una de las doncellas extendía el ungüento desde las raíces hasta las puntas, se odió. Odiaba ver a sus padres sufriendo por su culpa. Odiaba su cabello y sentía ganas de agarrarlo con fuerza y tirar de todos los pelos hasta que no quedase ni uno. El problema era que volvería a crecer.

Esa misma noche, bajó a la sala con los ojos encharcados, dispuesta a pedir perdón. Las puertas estaban entreabiertas, y vio a su madre sentada sobre uno de los sofás contemplando cómo su marido paseaba nervioso por la sala.

—No han durado nada. No lo entiendo, me aseguraron que era perfecto —comentaba él.

—¿Qué vamos a hacer? No hay solución. 

—No lo sé, querida. Pero es del todo imposible que abandone esta casa. Si la ven, se expone a que alguien la señale y la acusen de brujería. Es más, es probable que lo hagan. La gente está aterrada.

—Pero no es una bruja… —lloriqueó su madre.

—Lo sé. Pero están incrementando cada vez más la búsqueda de personas con rasgos del diablo. El pelo de fuego es propio de las brujas, ya he visto varias hogueras con mujeres con los cabellos como los de Moira. 

—¡Te dije que debíamos deshacernos de ella el día de su nacimiento, como estoy segura que han hecho otros en este caso! ¿No te das cuenta? Ya no tendrá una vida normal, jamás podrá encontrar esposo y siempre será perseguida —gimió la señora Becher. —¿Por qué ha tenido que nacer así? ¿Por qué nos han castigado de esta manera?

Al otro lado de las puertas, el corazón de Moira dio un vuelco doloroso.

—Solo esperemos que no empiecen investigar puerta con puerta, sobre todo después de haber comprado eses tintes. Fue un riesgo inútil —lamentó el señor Becher, negando con la cabeza. — Si vienen y la descubren, está perdida… y nosotros también, por esconderla.

La madre incrementó los gemidos, conteniéndolos en sus manos. Moira retrocedió, tragando saliva. Su cuerpo temblaba cuando entró en su cuarto. Solo pudo pensar en una única solución: debía irse. No podría soportar ser la causa del mal de su familia. Sin pensar, cogió una daga que guardaba en su cómoda y cortó el pelo a la altura del cuello. Los mechones cayeron fluidos sobre las sábanas. Se vistió rápidamente y se abrigó con una capa negra. 

La luna estaba medio oculta por las nubes cuando abandonó su hogar. Sabedora de que su pelo era peligroso, se colocó la capucha sobre la cabeza y caminó hacia la oscuridad dejando atrás a Moira Becher. 

Desde ese instante, su nombre era Naelianne, y su destino no sería morir en una pira.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS