Tras alzarse nazaríes y castellanos en la ribera del Genil, al pie de la pequeña población que habitaba la fortaleza de Bani Bashir, situada en la frontera del Reino de Granada, y ver los primeros cómo su lider era derrotado por la afilada hoja del soldado homiciano, no había dudas sobre lo que ocurriría más adelante.
Todo quedó congelado en aquel instante, mientras el walî, o guía musulman del pueblo, caía. Sus seguidores miraban impotentes, atónitos e incapaces de hacer frente a lo que se les venía encima… Recordaban las palabras que momentos antes a la batalla les había dicho su líder “Luchad por vuestro pueblo, sin importar hasta qué punto tengáis que sacrificaros por ello; luchad por vuestro Dios, porque es él quien os dio estas tierras; luchad por mí, que tanto esfuerzo he gastado en sacar adelante a vuestras familias y darles un lugar donde vivir en armonía”.
La expectación era absoluta, la atmósfera tensa y la preocupación para algunos se transformaba en la euforia de otros. La sentencia se dictaría allí mismo, bajo el mihrab de la mezquita del pueblo. A la cabeza de aquella decisión se encontraba Don Guillermo, el único capaz de guiar los oficios cristianos de la zona, desplazado desde otro pueblo no muy lejano. Al frente de ellos, los acusados, cinco jóvenes de unos veinte años, completamente desnudos y humillados frente a sus familiares y conocidos, tan solo cubiertos por un pequeño trapo de seda mugriento y rasgado, inclinados de rodillas, con las manos atadas en las espaldas y las cabezas apoyadas en el suelo. El delito: Haber formado parte de la resistencia.
–Hermanos, bienvenidos a la casa del señor. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo –El conjunto de los presentes, algo más de trescientos vecinos del pueblo, miraron expectantes cómo el guía cristiano dibujaba una cruz entre su frente y sus hombros, apropiándose del templo, en el que solían congregarse practicantes de culto musulmán. Algunos de ellos lo siguieron, la mayoría, simplemente miraban cabizbajos–. Estamos hoy aquí para dar una última oportunidad de salir del infierno a cinco almas perdidas, las de estos jóvenes situados frente a mí.
A cada pausa que el párroco efectuaba, los susurros invadían el edificio, las cabezas volteaban de un lado a otro tratando de descubrir la posición de cada uno con respecto a la decisión que se diera. Nawal, la madre de uno de los acusados, observaba atentamente, pero permanecía callada, sabía que su hijo haría lo correcto.
–Cuando pronuncie vuestro nombre os levantaréis, seguidamente os haré una pregunta, simple, a la que tendréis que responder con un sí o un no; –Don Guillermo generaba mucho miedo entre el pueblo, su tono de voz grave y áspera sumada con su poder, lo hacían una figura inviolable–; en el caso de responder correctamente, un castigo mínimo os será infringido, de lo contrario, ya podéis rezar por vuestras almas.
La hora de la verdad se acercaba, los susurros iban desapareciendo para no perder detalle de lo que ocurría, Nawal no quería alzar la mirada, y recitaba palabras incomprensibles en voz baja, casi inaudibles, mientras, la mayoría de los presentes alzaban la barbilla para conseguir ver sobre las cabezas de los demás.
El párroco alzó una especie de manuscrito con ambas manos y llamó. Aquellos cinco jóvenes fueron los primeros de una larga lista que Don Guillermo iba a convocar en los próximos días para proponer convertirse al cristianismo.
–Juan Antonio Fernández –Tras unos segundos de espera para que el joven se levantara, este lo hizo cabizbajo, atemorizado, se le notaba triste y sin mucha energía. Fueron bautizados por la fuerza justo antes de entrar en la mezquita, ahora convertida en iglesia, recibiendo al mismo tiempo un nombre y unos apellidos cristianos– ¿Aceptas que el único Dios vivo, verdadero y todopoderoso existe eternamente en tres personas, todas con la misma gloria y poder: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?
El silencio fue absoluto, todos estaban expectantes a la respuesta que el joven daría. Si fuera «sí», se convertiría en reo de un delito mínimo que le otorgaría una libertad limitada; sin embargo, un «no» le condenaría posiblemente a muerte.
–No –titubeó, no parecía seguro de su respuesta, sus labios temblaban sin control y sus ojos estaban completamente cerrados, como esperando el castigo.
La iglesia volvió a romper el silencio, susurros, y gritos de sorpresa se alzaron por todos los rincones. Don Guillermo pidió calma sin mucho éxito al principio, pero su autoridad se dejó marcar tras un fuerte golpe en el altar improvisado de madera.
La cólera subió de un golpe en el párroco, su cara se volvió roja y se le notaban las venas sobresalir en su vieja piel. Nadie en el templo se atrevió esta vez a soltar una sola palabra de su boca, el temor se había apoderado de todos; Nawal, por su parte, seguía recitando aquellas palabras incomprensibles para sí misma.
–!Serás colgado en la horca! –sentenció, acto seguido, los guardias lo llevaron a la parte trasera del templo.
Los familiares del llamado Antonio rompieron a llorar, el resto de personas se dividían entre los verdaderos cristianos, que sonreían y se enorgullecían, y los llamados moriscos, quienes permanecían sumisos por miedo a ser interpelados. Cada uno de ellos había sido obligado a asistir a aquel evento, siendo controlados en la entrada del templo; en caso de incumplimiento, a los no asistentes se les impondría un impuesto por falta leve que debían pagar a la iglesia, al menos que estuvieran autorizados a faltar por enfermedad grave validada por un médico, único caso en el que la no asistencia sería perdonada.
El mismo modo se utilizó para dar el veredicto a los tres acusados que seguían, cada uno ellos fue llamado por su nombre cristiano, se levantaron parcialmente desnudos y, a la vista de todos, tuvieron que responder a una pregunta lanzada por el párroco sobre el cristianismo. Para rabia de éste, sorpresa de los presentes y pesar para los acusados, la respuesta fue unánime: un firme e incontestable «no».
Llegó el turno del último culpado, el hijo de Nawal. La mujer, que no había parado de lanzar frases desde el comienzo de la ceremonia, cortó su rezo con un gran suspiro. Temía lo peor, después de los otro cuatro jóvenes Don Guillermo no tendría piedad y lanzaría la sentencia al más mínimo titubeo. Con las manos entrelazadas y sudorosas, esperó que su hijo fuera llamado; a pesar de la situación, ella intentaba mantenerse firme y no dar señales de debilidad, su descendiente se lo había pedido, «mientras yo esté vivo, no quiero ver una sola lágrima caer por esos ojos» le hizo prometer justo antes de asistir a la sentencia.
–Francisco García, levántate.
El joven, contrariamente a la petición del Don Guillermo, permaneció en su sitio, con la cabeza anclada en el suelo. La duda apareció ante los presentes, ¿Sería un acto de rebeldía?
Antes de volver a llamarlo, el párroco aclaró su garganta, esperando hacerse entender.
–Francisco García, !ordeno que te levantes!
Sin cambiar su posición, el joven gritó:
–!Yo no me llamo Francisco! !Mi nombre es Yassine!
Nawal lanzó un pequeño grito, no pudo evitarlo, su hijo se había encarado a Don Guillermo, la persona con más poder en toda la zona, y las consecuencias serían importantes. Muchos se voltearon para mirarla, acto seguido, ella se tapó la boca en señal de disculpa. Los demás asistentes tampoco daban crédito a lo que escucharon, los cuchicheos se transformaron en palabras de aprobación para unos y en protesta para otros.
–!Levántenlo! – ordenó a los soldados homicianos; éstos lo hicieron de inmediato, agarrando al joven de un brazo cada uno, obligándolo a descubrir su cuerpo y presentándolo ante el párroco. Yassine, o Francisco para los cristianos, miró fíjamente a los ojos de Don Guillermo, y, con los dientes apretados, le lanzó una mirada amenazante acompañada de un gran rugido.
Don Guillermo no se movió ni un centímetro de su sitio, esperaba aquella reacción, y también había pensado cómo responder a ella. No avisó a nadie, alzó la mano rápidamente hacia la mejilla de Yassine, dándole una bofetada que se escuchó en todo el templo. El silencio fue repentino, y el eco del golpe quedó en el edificio retumbando allí donde llegaba.
–Serás azotado en la plaza del pueblo.
Fue el último de ellos, los demás jóvenes se presentaron en la plaza antes que él uno por uno para sufrir la segunda parte de la condena. Fueron ahorcados, y sus cuerpos seguían allí, colgados de las sogas, balanceándose ligeramente.
Manejado por las axilas los soldados obligaron al muchacho a dirigirse hacia el centro de la plaza, una vez allí, lo ataron de pies y manos para evitar todo posible intento de fuga. Yassine miró al frente, donde decenas de personas le observaban con curiosidad, preparadas para asistir a una ceremonia de quejas y alaridos.
El soldado se acercó con un gran látigo negro enroscado en su mano derecha, seguidamente, se dispuso a apenas dos metros del joven, adelantando el pié izquierdo para tomar impulso y lanzó el primer azote. El párroco, por su lado, se mantuvo justo frente a Yassine, fijándole a los ojos mientras desprendía una mirada orgullosa y triunfante.
Fue el primero de los azotes, el más esperado pero el menos confiado, los asistentes no pudieron evitar hacer muecas al escuchar el cuero chocar contra la piel del muchacho, quien gritó y contuvo unos segundos sin poder respirar, contraído por el dolor; a partir de ese momento, y con un ritmo superior a uno por cada diez segundos, el sonido sordo del látigo llegaba de manera intermitentemente, uno tras otro, arañando aquella espalda que apenas superaba los 17 años de edad.
Al cabo de varios minutos, y tras comprobar la debilidad del flagelado, los asistentes comenzaron a largarse poco a poco. Nawal, por su lado, quedó allí, sin moverse del lugar, observando y grabando en su memoria cada golpe que recibía su hijo, intentando darle fuerzas y coraje desde la distancia, pero con la desesperación de no poder hacer nada por salvarle.
Tras varias horas, el sol ya se ponía tras las colinas, los latigazos resultaban cada vez menos extremos dado que el soldado mostraba cierto cansancio en los brazos; el sacerdote, aburrido, bebía un poco de agua de un recipiente dorado sentado en una silla frente a Yassine; mientras tanto, el sentenciado había dejado de lamentarse, la piel de la espalda la tenía desgarrada y un charco de sangre estancaba a sus pies.
Don Guillermo hizo señas al soldado para parar, se acercó al muchacho y le susurró:
–Espero que sirvas de lección para los demás. Buenas noches –Echó lo que quedaba de agua en la jarra sobre la cabeza del joven y lo dejó maniatado mientras ordenaba a los soldados retirarse.
Ya nadie quedaba en la plaza, a excepción de Nawal, que había presenciado cada minuto de aquella sentencia, y su hijo.
La mujer se acercó a Yassine, y le secó la cara con su fular, posteriormente le atrajo y apoyó la cabeza de su hijo sobre su vientre, de lado, evitando rozar su espalda con cualquier superficie.
–Mamá –Consiguió decir a duras penas, con los labios temblorosos y secos–. No llores.
Una lágrima se escapó de los ojos de Nawal, una sola, que descendió la mejilla de la mujer al mismo tiempo que la vida de su hijo se esfumaba. Cumplió con su promesa.
OPINIONES Y COMENTARIOS