Escuché la historia en mi último año de colegio, debía ser 2015. Son muchas las personas que me la han oído contar, pero nadie la creyó cierta. Por eso la escribo. Tal vez, dentro de cien o mil años, cuando la tecnología haya superado cualquier pronóstico que hoy podamos aventurar, alguien encuentre estas líneas. Puede que entonces el relato sea verosímil.
Algunos domingos repartíamos desayunos a mendigos. Alberto me invitó y seguí yendo por Ruth. Era alta y tenía el pelo castaño. Un domingo no fueron ni Ruth ni Alberto. Iba a volver a mí casa, pero el sacerdote que organizaba aquello me vio y me endosó un termo y una bolsa llena de magdalenas. Así que fui solo.
La mayoría de los sin techo eran varones. Algunos querían hablar. Yo nunca hablaba mucho, porque Alberto dominaba la situación. Di un café a un hombre con aspecto eslavo y pocas ganas de charlar. Luego estuve con Mustafa. Era un señor de en torno a cincuenta años, con la cabeza rapada y una sonrisa deficitaria. Debía ser del norte de África. A lo mejor por eso le decíamos Mustafa, aunque puede que se llamase así realmente. Estaba en la puerta de la Iglesia de los Jesuitas. Estuvimos un rato hablando. Quería encontrar un trabajo, o volver a su casa. Me contó lo difícil de su situación. Siempre lo contaba.
La gente salió de misa y Mustafa, después de recoger varias limosnas, se encaminó a agustinos, para llegar a la salida de otra misa. Yo le acompañé, mientras él seguía hablando de sus problemas al llegar a España, lo mal que estaban los albergues o la corrupción de los poderosos.
A mitad de camino nos topamos con otro mendigo, medio tumbado en el bordillo de un local cerrado dos años antes. Es frecuente, por lo menos lo era entonces, que los sintecho de una ciudad se conozcan y no se lleven bien: son competencia. Así que me despedí de Mustafa y me desvié. No quería que viera que le cambiaba por otro. Luego volví al sitio y ofrecí café al sintecho.
Era un señor mayor. Dicen que en la calle se envejece más rápido, pero el señor no tendría menos de 60 años. Me miraba desde abajo. Sonrió. Había en su gesto algo que no identifiqué entonces, ahora creo que era orgullo.
—¿Has ido a misa hoy? —preguntó.
Yo no iba a misa, pero tampoco me gustaba decir la verdad. Así que dije que sí.
—¿Y te acuerdas del Evangelio de hoy?
—No, la verdad es que no.
—Vaya… Pues hoy tocaba mi Evangelio preferido. Domingo XXVIII del tiempo ordinario, ciclo B. Se lee cada dos años. Y es el único día que voy a misa. Pero hoy no se ha comentado en la homilía.
—¿Por qué?
—Chaval, puede que sea pobre, pero no soy idiota. Tú no has ido a misa hoy ni en tu vida. Hoy es once de octubre: la Virgen de Begoña. Imagínate, dos años esperando este día para ir a misa y resulta que mi Evangelio pasa de puntillas.
—¿Tu Evangelio?
—Sí. Yo salgo en un Evangelio. San Marcos capítulo diez, versículos del diecisiete al treinta.
Aquel señor tenía mucho pelo blanco peinado hacia atrás, facciones muy marcadas y una mirada profunda. Aunque viejo y pobre, tenía mucha seguridad en sí mismo. Tal vez porque había mantenido la seguridad de cuando era guapo, arrogante y prometedor. A mí no me gustaba extenderme con los indigentes. Pero esa seguridad me atrajo, supongo que porque yo no tenía nada parecido. Recordando aquella escena he pensado muchas respuestas ingeniosas. Pero entonces sólo pregunté:
—¿Cúal es ese?
—No creo que te suene, pequeño pagano. Es uno en el que un joven se acerca a Jesús, le pide un consejo y Jesús le dice que lo deje todo y le siga. Entonces el chaval se marcha triste porque prefiere su dinero a ser un discípulo de Jesús.
Yo no conocía el relato, pero quería seguir hablando.
—¿Y por qué es tu Evangelio? —Aquí el hombre me miró sorprendido, como si no entendiese mi ignorancia.
—Porque yo soy ese chaval que habló con Jesús.
De repente veía que un señor al que yo estaba a punto de admirar se convertía en un fantoche. Un fantoche sin casa. Que se inventaba historias para huir de la realidad.
Creo que mi mirada me delató. “Entiendo que no te lo creas”, dijo él, “pero antes de pensar que soy un viejo loco, escucha la versión extendida”. Empezó a contar la vida un tipo llamado Tomás. Sólo al final me di cuenta de que era la suya.
Tomás era un chaval simpático. Ya sabes, el típico niño que no da problemas en casa, aprueba los exámenes y tiene amigos. Estudió derecho, quizás porque su padre era abogado. Al terminar la carrera estaba cansado de leyes, así que comenzó a trabajar en un bar. Vio un anuncio en el periódico: en Madrid buscaban un varón de metro ochenta y uno para un ensayo médico. Fue porque pagaban bien. Al cabo de unos meses había completado las pruebas: comenzó a viajar. Primero visitó Escocia, luego El Congo y Filipinas. En Manila ondeaba la bandera española y no había coches. Viajó a Cuba y conoció a Baptista. En Alemania participó en una manifestación de jóvenes enardecidos por un señor con un bigotito pequeño. Luego fue a Lepanto, pero se quedó en tierra: no encontró a Cervantes, y había demasiado peligro.
—A ver, no acabo de entenderlo. ¿Viajaba en el tiempo?
—Eres un lince. —Sonrío un poco y siguió hablando.
Las condiciones de su trabajo eran sencillas: no podía morir ni matar a nadie. Tampoco podía tener hijos fuera del presente. Sus jefes no querían alterar el equilibrio del universo.
Tomás trabajaba dos semanas cada seis meses y ganaba más dinero del que podía gastar. Pero tenía que entrenarse: estar en forma y no consumir nada ajeno a la dieta de cualquier deportista de élite. No bebía ni fumaba. Pronto se compró un piso enorme en Chamberí, un chalet en la costa y un Mercedes más propio de un ejecutivo que de una estrella de rock.
Pero no encontraba novia. Tenía tendencia a enamorarse de mujeres de siglos anteriores, preferentemente de la nobleza. Se pasaba meses soñando con la hija de un rey vikingo, luego era torturado por una marquesa italiana o una princesa africana. Después volvía al presente y se encontraba con mujeres aburridas. Tuvo algunos amagos de relación, pero en cuanto parecía que algo podía cuajar, se iba de viaje de trabajo y volvía atormentado por la hija de un sultán hindú.
En fin. Tomás viajó a Alejandría. Allí visitó la biblioteca, más por obligación que por gusto. Desde allí fue a Jerusalén. Visitó el templo, aunque tuvo que conformarse con mirar desde fuera, porque no le dejaron entrar al recinto sacro: se había sometido a una circuncisión antes del viaje, pero su aspecto le delataba como extranjero.
Terminó el trabajo antes de lo previsto. Se fue a pasear y vio a Jesús. Estaba hablando con un grupo de hombres. No como en los cuadros de las Iglesias, esos en los que lleva una túnica blanca y está de pie con el índice hacia arriba. Estaba recostado en una tumbona de la época, bebiendo vino con un grupo de hombres. Otro grupo más numeroso, compuesto por personas harapientas, tullidos y enfermos, cerraba el grupo como una muralla. Cuando se vaciaron las copas Jesús se volvió hacia los apaleados y les fue tocando uno a uno. Tomás no notó mucho cambio, porque seguían igual de sucios que antes. Aunque sí vio que algunos se iban sonriendo y otros gritaban.
Al final, cuando no quedaban casi pobres, Tomás se puso a la cola. Había pensado una frase en hebreo. Pero se le olvidó al fijar la mirada en los ojos de Jesús. Se sintió desnudo. Con los nervios no recordó ninguna palabra en hebreo ni en arameo. Así que habló en Español: “Hola. Yo no estoy enfermo por fuera, pero tampoco estoy contento, y mira que tengo todo lo que cabría esperar. Bueno, a lo mejor me falta una novia”.
Jesús siguió mirándole, y espero un poco antes de contestar: “Una novia no va a llenar el vacío que tienes dentro. Quédate conmigo y sé mi discípulo”. A lo mejor no fueron exactamente estas palabras, pero la idea es la misma.
Tomás se puso más nervioso todavía. ¿Jesús sabía español? No podía quedarse allí, en un desierto. Todo el mundo hablando un idioma extraño. Sin medicinas, ni internet, ni comida normal… Así que se dio la vuelta y se fue. Luego los evangelistas, que fueron los primeros reporteros sensacionalistas, adornaron aquel suceso con detalles inventados.
En fin, el resto no es importante. Volvió a su casa. La máquina se estropeó y no pudo volver a viajar. Tuvo varias novias pero nunca se casó. Se amargó pensando que podría haber pasado a la historia. Vendió todo lo que le recordaba aquel episodio desafortunado en el que rechazó hacer famosos su nombre.
“Ahora se dedica a pedir dinero, y solo va a misa una vez cada dos años”.
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