Anita caminaba dando pequeños saltitos. Lo hacen todos los niños cuando son felices. Saltaba dejando caer el peso hacia la izquierda y luego hacia la derecha, la falda floreada balanceándose como una campana a lo largo del camino desde el colegio. Venga, venga, sonreía su madre girándose hacia ella animándola a avanzar. Si alguna de las dos hubiera sospechado lo que les aguardaba al llegar a casa, se habrían bajado de esta vida para comenzar una nueva, donde el pasado no pudiera alcanzarlas.

Pero no lo saben. La niña mordisquea un bocadillo de pan, aceite y sal, sembrando la calle de migas al compás de su baile. Más tarde, cuando Anita sea arrancada de los brazos de su madre, las palomas darán cuenta de su ávido festín. La señora Marina me felicitó hoy, le dice su madre con orgullo; Marina, ajena, lanza ya miguitas a dos palomas y corre tras ellas para hacerlas salir en desbandada antes de que prueben bocado. Daba gusto escucharla recitar hoy la lista de los Reyes Godos en clase, me ha dicho; la maestra la había observado al declamar como si aquella chiquilla de ocho años fuera obra suya.

Se acercan a casa. Anita ya va contando a su madre cómo peinará a la muñeca de porcelana, que parece recién estrenada ahora que le han almidonado el vestidito de orilla bordada. La sentará, dice, sobre el silloncito tapizado de terciopelo y jugará a ser su maestra. La admirará orgullosa, de tan lista, de tan guapa, de tan avispada. Le reñirá un poco cuando se arrugue el vestido al sentarse pero hará las paces enseguida, sintiendo su frío tacto de porcelana al besarla y perdonarla.

Con la llave en la mano frente al paño, su madre, de pronto, se queda muy quieta. Un remolino difuso se le ha instalado en el pecho; una burbuja que, sin causa alguna, apenas le deja respirar; su cuerpo no querría abrir aquella puerta. Te invito a una horchatita en Santa Catalina, querría decirle a su hija en lugar de girar la llave en la cerradura. Con un gesto tan oscuro como el ala de un cuervo al echar a volar se quita el presentimiento tonto de la cabeza y abre la puerta. La atmósfera de la casa parece remolonear un segundo o dos por detrás del reloj. Diez minutos más tarde, la policía devolverá a Anita a su verdadera madre.

La noche será dura. Anita llorará hasta que el cansancio se la lleve de puntillas al sueño. Le asustarán las paredes que parecen cerrarse sobre su cama, plegándola en la habitación de la que es prisionera, y la sonrisa ansiosa de la señora que la ha separado de mamá. Sentirá repulsión cuando los besos de la que la policía le ha obligado a llamar madre la busquen con ojos de ansia y miedo. Al día siguiente, y al otro, y al otro, toda ella a la deriva, una tormenta hará tierra en su pecho, naufragado el corazón entre sus costillas.

Al primer descuido, se cuela por la puerta y echa a correr: corre por la calle Navellos, gira por el Micalet y corre hacia la plaza Redonda en la que ha pasado su infancia. ¡Anita!, exclama una mujer tras los bordados, ¡Vengo a por mi mamá!, chilla ella subiendo los peldaños de la escalera de uno de los patios como si ascendiera hacia los cielos. Nos quedaremos abajo, cuchicheando con las hilanderas, que se preguntan por qué ha vuelto la niña, y si será para siempre. Dejaremos que los abrazos desesperados sean dados en la intimidad y escucharemos los lamentos alegres por el hueco de la escalera: los Hija mía, los Mamá no dejes que me lleven otra vez, los ¿Qué va a ser de nosotras?.

Anita, ¿ya te has escapado otra vez?, dirán las vendedoras de los puestos de la plaza Redonda al día siguiente, y al otro, y al otro, y así durante ocho meses. Ana, que se escapa de clase a la menor ocasión, que ya no hincha de orgullo a su profesora, que se olvida de la lista de los Reyes Godos y hasta de comerse los bocadillos de jamón serrano con los que intenta sobornarla su nueva, antigua, madre. Ana, que destroza las muñecas de porcelana, amputando sus miembros, que se niega a peinarse por las mañanas y a dar besos en casa. Niña mala, llora su madre tras zarandearla.

La niña no quiere escuchar de la que es su verdadera madre cómo una monjita tuvo que cuidarla durante unas fiebres de parto. Tu madre no tiene la culpa ¡pero no eres suya!, le grita mientras aprieta los brazos de la niña. Durante ocho meses es la niña imposible, la malcarada, la ¿estás contenta de hacerme sufrir después de ocho años buscándote?, la mira que preferir a una madre que no es la tuya. Bruja, murmura la mujer ya en un monólogo, recordando que la religiosa que la vendió era de su propia sangre.

Al día siguiente harán las maletas y Anita arrojará por el patio de luces la muñeca de porcelana, desmembrada. Pero hoy dormirá tranquila sabiendo que todo acabó, mientras su verdadera madre perderá de nuevo a su hija, esta vez, voluntariamente.

¡Anita!, la recibió toda la plaza Redonda aquel día de Pascuas en su reentrada triunfal. A pesar de su vuelta a casa, la niña ya nunca volvió a interesarse por la lista de los Reyes Godos.Ya sólo quería sembrar la Plaza de la Virgen de migas de pan para las palomas.

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