Dimitris y Serguei eran gemelos y trabajaban en el circo. Allí nacieron, bajo la carpa mismo, cuando su madre, una famosa equilibrista, se puso de parto dos meses antes de tiempo, tras realizar su número habitual de mantenerse de pie erguida sobre un caballo mientras el animal trotaba en torno a la pista central. Fue también en el circo donde se criaron los gemelos. Sin embargo, pese a ser idénticos físicamente, ya de pequeños no podían ser más distintos. Dimitris quería ser domador y se encargaba de dar de comer a los leones, los tigres y demás fieras. Entraba en las jaulas todos los días y allí se pasaba las horas, quizás también porque le gustaba presumir delante de la hija del domador, Mariya, que tenía la misma edad que él. Mariya, no obstante, siempre que podía se escapaba de las jaulas para pasar tiempo con Serguei. A Serguei le encantaban las telas, los bordados, y desde muy niño se ocupó de confeccionar hermosas vestimentas para todos los miembros de la compañía, hilvanando y ribeteando los tejidos más diversos.
Cuando cumplieron dieciséis años, según la costumbre, los tres tuvieron que crear un número para ser mostrado al público. Mariya y Serguei, quienes para entonces se habían hecho inseparables, idearon un baile inspirado en el jorovody, una danza tradicional rusa alegre y jovial, y así, cogidos de la mano, recorrerían juntos bailando todo el escenario. Serguei había diseñado unos trajes espléndidos para la ocasión: un vestido de gasa rosa y un coqueto sobrero a juego con una pluma negra en lo alto para Mariya, y unos bombachos de rombos verdes y rojos con un antifaz negro para él.
Con tan solo dieciséis años ya Dimitris se había convertido en un rebelde y seductor galán, y en cada pueblo o ciudad que el circo visitaba, alguna muchacha llamada Irina, o Eleni, o Aleshka, lloraba afligida tras haber sido encandilada, persuadida y posteriormente abandonada por el joven casanova. Dimitris tenía pensado hacer un número con dos leones al mismo tiempo, haciéndolos pasar a la vez por un aro prendido en llamas. Sin embargo, dos días antes del estreno, sufrió un fuerte zarpazo en la rodilla derecha, y tuvo que conformarse con vestirse de Pierrot y mover los brazos lánguidamente en el centro de la pista. El número fue un éxito, y el director del circo decidió incluirlo tal cual estaba.
Tres noches seguidas repitieron el número de la misma manera, y las tres veces el público rompía a aplaudir al contemplar la bella escena del triste Pierrot en el centro y la esbelta pareja danzando animadamente en torno a él al ritmo del jorovody.
La cuarta noche antes de empezar la función, Dimitris se presentó sudoroso y con el ceño fruncido ante su hermano en la roulotte que Serguei utilizaba como taller de costura.
– Hermano, necesito un favor – le dijo.
– ¿Qué sucede? – preguntó Serguei.
– Hay una chica del pueblo que va a venir a vernos esta noche a la función – explicó Dimitris – y no quiero que me vea vestido de payaso triste en el centro de la pista, haciendo el ridículo como siempre, moviendo solo los brazos con esas largas mangas que no se me ven ni las manos…
– ¿Y qué quieres que yo le haga? – contesto Serguei –. Ya oíste al director de la compañía, está entusiasmado con el número.
– Mi rodilla está mucho mejor… – continuó Dimitris – déjame que sea yo esta noche el que baile con Mariya… solo por esta noche…
– Pero si no te sabes los pasos… – replicó Serguei.
– Es muy fácil – insistió Dimitris –. Os he visto hacerlo tres noches seguidas… Por favor, solo por esta noche… Hazlo por mí, te lo ruego.
Serguei asintió. Allí mismo en la caravana se desnudaron y se pusieron cada uno las ropas que le correspondían al otro. Serguei, el traje blanco de payaso de largas mangas, y Dimitris los bombachos de rombos verdes y rojos y el antifaz negro. Salieron de la roulotte siendo cada uno el otro. Era la primera que lo hacían, intercambiarse los papeles que la vida les había asignado. Se aproximaron a la carpa y vieron que su número estaba a punto de comenzar. En ese momento también apareció Mariya, sonriendo, se situó junto a Dimitris, y le cogió la mano entrelazando sus dedos con los de él. Vieron como la gente aplaudía el número de los trapecistas, que justo daba paso al suyo, y empezó a sonar la música del jorovody que Serguei había escogido para su debut, y los tres salieron a la pista central. Serguei se situó en el centro de la escena, quieto, un pie delante del otro pero muy juntos, y comenzó a mover únicamente los brazos. Mariya y Dimitris unieron sus cuerpos, también sus rostros, casi rozando mejilla con mejilla, se cogieron ambas manos y empezaron su baile. Sus movimientos podían parecer quizás más enérgicos que de costumbre. La musculatura de Dimitris resultaba también mucho más definida en ese traje, y la forma en que Dimitris apretaba el cuerpo de Mariya contra el suyo también era más efusiva, pero a los ojos de los espectadores nadie habría notado la diferencia. Serguei, al contrario, sí percibía de manera intensa todos estos pequeños cambios y desajustes, por eso prefirió mirar para otro lado mientras agitaba los brazos con aire apesadumbrado. Para Dimitris, todo aquello no era, al fin y al cabo, tan diferente del número que había ideado él en un principio: obligar a dos criaturas a que atravesaran un aro en llamas en el escenario bajo los dictados de su arbitrario capricho. De pronto, entre el público, se levantó la sombra de lo que parecía una joven con un enorme sombrero. La joven llevaba un bolso del que sacó un revolver, y lo apuntó directamente contra la figura de Serguei, quien permanecía inmóvil en el centro de la pista. Ballet Ruso. August Macke. 1912.
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