La familia abandona sus recuerdos. Olvida. Huye. Deprisa, desbocada, descarriada. Nada en la familia tiene sentido o, al menos, va perdiendo el tacto, el gusto, el olfato… Llegar a casa ya no es garantía de una caricia, de un plato de cuchara, de ese olor a hogar que impregna hasta el felpudo. Ahí nos limpiábamos las botas después de jugar en el barro con los primos. Ellos ya están en Madrid. Y es que Madrid acoge a la provincia y la provincia se deja querer porque tiene un síndrome de inferioridad. En la provincia está la centralidad capitalina, donde las rotondas y los semáforos en ámbar discuten el discurrir de la vida urbana y nos traslada a unos kilómetros más allá: el páramo es frío y grande. Pero siempre existe un pueblo, que se parte en dos por la carretera nacional y que termina en la capital; a la izquierda de la carretera queda el Ayuntamiento; a la derecha, el ambulatorio junto con el mesón. En ese mesón, que era cafetería por las mañanas y salón de juegos por a tarde, iba el abuelo. El abuelo era elegante. El abuelo solía vestir con una camisa y una corbata que alargaba su cara hasta arrastrarla por el suelo, era serio y cómplice. Uno es más serio cuando tiene algo que guardar, y lo comparte en una mirada o en un silencio, y hace cómplices a todos, y a todo el que quiere. Cuando jugaba y bebía, nosotros, los nietos, jugábamos en el desván: allí termina la vida útil de las sillas y los bustos de broce, y cobra vida, resucita cuando en una casa hay niños. A la abuela, que cocinaba unas perdices riquísimas por Navidad, no le gustaba que correteáramos por entre el tejado y la segunda planta, y se ponía nerviosa y siempre buscaba alguna escusa para entretenernos a todos cerca de la cocina, en el salón, donde estaba sintonizada la televisión, aunque no dijera nada, aunque no la hiciéramos caso. Ni a ella. Ni a la abuela. Y luego, cuando después de la partida, llegaba el señor de la casa, la abuela lo intuía y asomaba su permanente cabecera por una pequeña ventana de la cocina, avistaba el inicio de la calle peatonal que cruza con la principal, giraba la cabeza hacía arriba y contemplaba cómo su marido llegaba con el bastón y el paso tranquilo del que le esperan en casa. Rápido, bajad, que viene el abuelo. Y entre empujones, el desfiladero de la escalera parecía eso, un precipicio, una lanzadera a la mesa puesta y servida, buscábamos el lugar asignado para la eternidad. Nos sentábamos. Nos reíamos. Nos gritábamos. Nos queríamos. Y esperábamos a que el abuelo sentará en el sillón los besos de todos. Comíamos a regañadientes las alubias. Disfrutábamos los huevos fritos. Y siempre había plátanos y cuajada.

La familia discurre por las vías amargas del horizonte, alcanza las metas individuales, conoce los límites de la medicina y va desgranando sus miembros a cada paso. Transcurre del nacimiento y ya todo es degenerativo. Persisten los tétricos recuerdos de la muerte ornamentada y las ceremonias son congregaciones tumultuarias de conocidos y vecinos. Desde entonces, respetas el asiento que está libre en torno a la mesa camilla, aunque guardas la mitad de esa pieza de fruta porque sabes que le gusta, ya no hay nadie para compartirla. Los años pudren la salud. Los años perturban los ánimos. Los años olvidan. Los años abandonan a la familia. Huyen. Deprisa, desbocados, descarriados.

La familia discrimina a la memoria. Ignora los momentos. Avanza. Al pretérito llega sin esfuerzos porque no tiene quién lo sustente. Ya no tiene vida el desván. La carretera nacional ha partido a Madrid por la autovía. El campanario toca las horas. No hay primos. No hay bastones abriendo el paso del abuelo. Y todo está en silencio. Y ya nadie incordia. Y esa silla de ruedas alumbrada por la bombilla del baño espera a alguien. Despacio. Agárrate a mi. Tú marido hoy está de viaje. No te preocupes. Claro que cocinaremos perdices por Navidad. Ya te he dicho que el abuelo no está abajo trabajando, ni tampoco en el bar, ha ido de visita al médico. Ya sabes cómo tiene los pies de mal. Ya sé que estás peor que él y no te quejas, además siempre has llevado esta casa grande, llena y vacía. Las casas aguantan lo que soportan los pilares. No, abuela. No soy tu sobrino. Ni tampoco soy José. Pero te quiero igual.

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