Tres mujeres… Más bien dos ancianas y una niña. 3 de junio de 1978. Día de mi Primera Comunión. Yo, en el centro, vestida completamente de blanco. A cada lado, cada una de mis abuelas, totalmente vestidas de negro. ¡Vaya contraste! Y es que las abuelas de finales de los años 70 procedentes del mundo rural vestían así en todo momento y ocasión. No se pudieron permitir el lujo de adornarse con colores por aquello «del que dirán» ni en su infancia, ni en su juventud, ni en su madurez, y ni mucho menos en su vejez. Una vejez que ellas mismas se crearon desde la infancia, o tal vez desde la cuna en el momento de nacer.

Calculando los años que cada una tiene ese día, me salen 55 una y 61 la otra.

Sumisas y obedientes a su padre, posteriormente sumisas y obedientes a su marido, y al final de sus días, sumisas y obedientes a sus hijos varones. Y todo por «el qué dirán», porque hay que seguir el que ellas llamaban el «orden lógico de las cosas».

Yo, me saltaré ese «orden lógico de las cosas» e intentaré parecer simplemente una mujer y no una anciana porque si eres lo que yo llamo «íntimamente libre» siempre serás joven y esa juventud se reflejará en el cuerpo y en la cara, que «es el espejo del alma».

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