Dando un poco de sí

En lo alto de una colina se encuentra la casa Nuestra Señora del Pino, un caluroso hogar en el que 6 religiosas cuidan, alimentan y dan amor a un grupo de 65 viejitos, que abandonados por sus familias o carentes de ellas, han llegado allí a terminar sus días. Estas valerosas mujeres, con muy pocos recursos pero una fe y servicio al prójimo inalcanzables, atienden una casa que en años de la colonia era considerada una mansión, llena de los más hermosos arbustos y pastizales, amplios pasillos y corredores, que cada día eran más trabajosos de mantener y asear.

Es así como una mañana de Octubre, llegó a la puerta José, un muchacho humilde y sin educación, deseoso de encontrar un empleo que le permitiera tener algo que ofrecerle a María para poder pedir su mano; oportunidad que las hermanas no despreciaron e inmediatamente lo contrataron como ayuda en las actividades domésticas. El primer día, atendió el jardín, podo los arbustos, bajó la grama y embelleció más el lugar; luego cambió todos los bombillos quemados, reparó una par de cerraduras dañadas, arregló los grifos y retocó la fachada con una pinturita sobrante; también les servía de chofer y mandadero, yendo al pueblo a comprar los enseres o a buscar colaboración de alguna familia.

Al cabo de diez días, José se vio con mucho tiempo ocioso y decidió que podía hacer más, de esa manera empezó a conocer a los abuelos, Humberto el cascarrabias, que pasaba todo el día malhumorado, era el más difícil de despertar cada mañana y bañarlo, porque siempre contestaba con groserías e improperios, pidiendo que lo dejaran dormir; Felipe, ciego a consecuencia de unas cataratas pero a través de las sombras, sabia perfectamente quien se acercaba o alejaba, sobre todo si era la hermana Matilde, la que siempre tenía golosinas en los bolsillos; Pedro el grabador, llamado así porque repetía cada palabra que escuchaba de los otros, pero no emitía palabras cuando se le preguntaba directamente algo; Gonzalo un hombre alto, soldado de guerra que había quedado paralizado de la cintura para abajo, pero conservaba su espíritu aventurero y siempre quería colaborar con las tareas domesticas… y así con cada uno, una historia, que José iba guardando en su memoria, como un diario, que no podía escribir porque apenas conocía algunas letras.

De esa manera, cada mañana el joven ayudante llegaba más temprano, para ayudar a levantar a los abuelos y darles un baño, como decía Gonzalo:” con agua tibia por favor, que es muy temprano”; unos amables, otros tristes, algunos cansados de la vida y otros con muchos deseos aun por cumplir, y José en medio de ellos haciéndoles travesuras y devolviéndoles alegría, pero eso sí, sin que las religiosas lo vieran, porque eran muy serias y respetuosas. Así José, se bañaba con ropa mientras ayudaba a otros a ducharse, haciendo morisquetas y juegos, despertaba a los más dormilones haciéndoles temblar la cama desde abajo, para que creyeran que era un terremoto y así se levantaban rápido, o gritando desde la ventana “ fuego” con lo cual hasta Danilo, el que poco oia llegó rapidísimo al comedor… y las comidas… que decir acerca de las comidas y de su manera especial de alimentar a los más débiles, haciéndoles montañas rusas a cada cucharada, cosquillas en el estómago para que abrieran grande la boca o imitando a un cantante de ópera barrigón y creido para que distraídos, pudiesen darles la pastilla que tanta guerra hacían para tomar.

José decía que tras cada uno de sus enojos, tristezas y desesperanza había una historia en la que una palabra de aliento, un abrazo o el conocimiento de contar con alguien más, hubiese hecho la diferencia; es por eso que cada día dedicaba su hora de descanso a conversar con alguno de los viejitos, preguntarles por su vida, dejarlos contarle sus historias, y aunque muchas veces ni siquiera se les entendía lo que decían, siempre escuchaba con atención y encontraba la manera especial de responderles y hacerle preguntas que los hicieran continuar hablando. La emoción más grande para ellos fue cuando José les llevó a María para que la conocieran, y les pidió a las hermanas poder casarse en la capilla de la casa para que estuvieran todos allí presentes y todos asisiteron con sus trajes de gala, flamantes y alegres de ver a su amigo materializando su sueño, con el cual José partió a Venezuela, junto a la familia de su esposa a probar suerte en una panadería.

Ya en América, tuvieron dos hijos, que se criaron escuchando las historias de cada abuelo, sus gestos, ocurrencias y dolencias, pero José siempre los extrañó y pensó en ellos hasta aquella mañana de marzo en su corazón dejó de latir, pero en su testamento pidió que parte de su dinero fuera enviado a las hermanas para ayudar a mantener a sus amigos, los abuelos. En respuesta a aquella comitiva, las hermanas enviaron una fotografía, que retrata a los amigos inseparables junto a un texto, en el que expresaron lo maravilloso que había sido José en el tiempo que compartieron, y cómo está presente y vivo en la memoria de cada uno de los abuelos que aún viven allí, porque José les entregó más que cualquier otra persona, su amistad y devoción.

Hoy, más de 60 años después de esa imagen, pienso en José, mi abuelo, y lamento no haber podido y devolverle algo de todo lo que entregó a cada uno de esos señores, que sólo lo tenían a él y a las religiosas que lo cuidaban, pero en cada anciano con el que converso, y me cuenta su historia, en sus risas y en sus anécdotas, a veces ficticias, me siento más cerca de él, de su legado, de la vida que dio dando vida y esperanza a otros, siendo ocurrente y carismático con quien más lo necesitaba y estoy segura que se volvieron a encontrar y estarán compartiendo y riendo en el más allá.

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