El día que la NASA hizo la conferencia, el hombre feliz estaba preocupado por el mensaje que le acababa de llegar. Por esa razón no le prestó atención a uno de los anuncios más sorprendentes de la historia: el tiempo volvería atrás debido a que los astros del sistema solar habían empezado a rotar y orbitar en sentido inverso. También advirtió que no habría por qué alarmarse, puesto que no se trataba de una condición perceptible para los seres humanos, sino de un cambio de paradigmas a nivel astrofísico.

Los canales de televisión mostraban los debates calurosos que se desataban porque una parte de la comunidad científica afirmaba que la humanidad entera tendría noción del regreso al pasado, solo que Estados Unidos había dado la orden a la NASA de ocultarlo para tomar algún tipo de ventaja estratégica.

A su vez, esa sub-comunidad científica se bifurcaba en dos pronósticos contrapuestos. Por un lado, el físico Mallet declaraba que si alguien pretendía cambiar el pasado debía actuar distinto sobre la misma marcha de retroceso. Por el contrario, Burnell sostenía que el pasado era inmutable, que había que esperar a que el tiempo volviera a correr hacia adelante para efectuar modificaciones, puesto que al retroceder los hechos se desharían solos.

«Por las buenas», decía el mensaje desde un número desconocido, junto con una ubicación GPS cerca de la Villa de Emergencia Nº 31. El hombre feliz supo enseguida que se trataba de la deuda que, años atrás, había dado por saldada.

Justo a esta altura de su vida, que disfrutaba de sus problemas amables, como tener que ponerle un impermeable al perro si salían a pasear bajo la lluvia; o aceptar que su hija adolescente, despistada, parara el dedo meñique al acompañarlo con el bajo mientras él ensayaba algún estándar de jazz en la guitarra. Ahora, que saboreaba esas molestias con regocijo, como solo lo hacen los que alguna vez se han visto en estado miserable, el asunto resurgía intempestivo.

También era feliz con su esposa, una mujer fina y decorosa. A diferencia de sus amigos, que se casaron muy jóvenes y ya estaban hartos de sus «brujas», a él se le había hecho difícil enamorarse. Por eso, aquella noche cuando la conoció en el tren se creyó el más dichoso del universo. Esa tarde, les había tocado dos asientos juntos, de esos que miran hacia atrás, desde donde podían ver cómo se alejaban el Parque Thays, el Planetario, los Bosques de Palermo, las garitas de Belgrano y Vicente López. Fue como usar la misma fuerza del tren para romper el hielo. Le dijo que se sentía como el Angelus Novus, un ángel que está condenado a mirar hacia atrás todo lo que la Historia va destruyendo, pero que lo raro era que, a diferencia de este, él podía adivinar su futuro: la Estación de San Isidro. Ella se sorprendió porque su destino era el mismo y, ahí nomás, él aprovechó para invitarle un café.

Cuando la alteración de rotaciones se hizo efectiva, la gente comprobó que, realmente, el tiempo iba hacia atrás. Muchos se levantaban de noche a cenar sin razón, estando satisfechos, pero al terminar el plato, sentían un hambre tremenda provocada por el olor a salsa o carne asada que permanecía en el ambiente. Se quedaban despiertos para practicar algún hobbie mientras amanecía con luz de crepúsculo. Después de la merienda, salían a trabajar en fábricas tragadoras de humo donde se dedicaban a desarmar artefactos nuevos. Algunos pagaban por subirse a andamios y descolgar carteles publicitarios para que el de abajo se vea impecable. Al final del día, se iban a sus casas, desayunaban un café y se desperezaban para ir a dormir.

La humanidad ya no hacía planes, hacía memoria. Y esa memoria era como una droga dura que boicoteaba todo intento de cambiar los hechos. Burnell tenía razón, el pasado se deshacía solo.

El tipo feliz se tomaba el trabajo de pasar por las librerías a buscar obras y llevarlas a imprentas que las convertían en hojas blancas. Buscaba autores norteamericanos como Foster Wallace, Neil Gaiman, Toni Morrison, Stephen King. A los libreros no les caía nada en gracia verlo llegar, pero él mantenía su trabajo porque antes de que el tiempo retrocediera su oficio solía ser noble. Aparte, preguntaba, qué tanto problema le hacían, si de todos modos la gente estaba devolviendo todos los libros.

El retroceso del tiempo fue un alivio para el tipo feliz, estaba a salvo del amenazador «Por las buenas». Se pasó la mano por el ojo que, años antes, había sido pinchado por una navaja. Los recuerdos aparecieron como relámpagos premonitorios. Pero si el fenómeno astrofísico persistía, tendría años de gracia por detrás hasta llegar a la semana negra de su vida, cuando los escaparates estaban poblados de la flamante primera edición de El Nervio Óptico de María Gainza.

Con su mujer festejaron diez años de casados, luego nueve y ocho. Se quedaban horas mirando fotos del pasado que vendría porque les gustaba practicar la memoria bidireccional que habían adquirido.

A veces ella aparecía con un babydoll de encaje blanco que, de inmediato, les provocaba un efecto de calma y relajación profunda, seguido por una pasión repentina que siempre terminaba en correteo por toda la casa mientras la hija estaba en la escuela o en casa de una amiga.

El mundo rechazaba las nuevas tecnologías que, de un momento a otro, iban quedando obsoletas por innovadoras. Había una poética atracción por revivir la TV por cable o por quedarse sin señal, culpa del 3G. Los anuncios viejos eran capaces de seducir hasta a los niños. La hija del hombre feliz pidió un celular con tapita cuando cumplió nueve años, pero le dijeron que debería esperar un poco más porque todavía estaban todos en la basura.

Fue primavera, invierno, otoño, verano y otra vez primavera. Al tipo feliz le excitaba despertarse y encontrar que su mujer había traído a la cama a Jack Kerouac, a John Cheever, a Paul Auter, y por ahí también a Flannery O’Connor y a Carson McCullers. A ella le gustaba leerlos antes de que se los llevara a la imprenta y desaparecieran, mientras que él se sentía invitado a una orgía excepcional.

La vida transcurría sin sobresaltos hasta que, un día, el tipo feliz salió a recoger una parva de libros y halló El Nervio Óptico en el estante de novedades de una librería en Recoleta. Supo que el tiempo que se acercaba lo llevaría a los tumbos sin poder ahorrar ni una sola lágrima.

Empezó por sentir dolor en el lugar del navajazo, el ojo se le puso violeta y la cicatriz de la ceja se empezó a abrir. Lloraba por los rincones diciendo que era por el malestar del ojo, pero también era porque extrañaba mucho a su madre. En el velorio le dio un beso en la frente y, entre los dedos, le colocó una foto familiar en que ella tocaba el piano, la nieta el bajo y él la guitarra.

La angustia por el duelo y la puntada en la ceja se le hicieron incontenibles, por lo que tuvo que pasar unos días internado. «Casi pierde un ojo, pero va a andar bien», dijeron los médicos y lo despacharon en ambulancia hasta la casa de su madre.

Al llegar, dos policías sostenían a un chico, apenas púber, atontado y con la cabeza ensangrentada. Uno de los agentes le palmeó la espalda al hombre feliz, le dijo que no sintiera culpa porque estaba a punto de comportarse como un héroe y le dio una navaja, mientras el otro le soltaba las esposas al joven.

El tipo feliz entró a la casa con la vista limitada a un solo ojo, pero a paso decidido para sostener a su madre entre los brazos, que no era más que un cuerpo flojo, tirado sobre sus propias vísceras y un charco de sangre tibia.

Los policías le dejaron al pibe tirado en el piso. La sirena del patrullero se escuchó alejarse cuestión de segundos. Entonces el tipo feliz se arrastró hasta el chico, le agarró la cabeza y se la estrelló con fuerza contra el piso. El golpe hizo que el pibe se irguiera con una energía bestial, le quitara la navaja de las manos al hombre y corriera a darle puñaladas al cuerpo muerto de la madre.

El filo entraba y salía de estómago de la mujer, como una reanimación que la hacía pararse arrastrando la espalda contra la pared. Su mirada vino desde ese horizonte de televisión infinita que miran los muertos hasta el punto fijo de la punta de la navaja amenazante. Como desencantada, rompió en llanto y preguntó tres veces qué estaba pasando.

Ahí nomás, el pibe clavó la punta del filo en el ojo del hombre feliz. Lo que ayudó a que la herida deje de dolerle. Ambos forcejearon por el arma, hasta que se la quedó el chico y empezó a revolearla en todas las direcciones, con el brazo estirado, marcando distancia. Desesperado dejó plata y joyas escondidas adentro de medias gruesas. Dijo que venía de la Villa 31, que estaba ahí porque él y alguien más se habían cansado de querer cobrar por las buenas lo que les correspondía. «Nunca pusiste un mango por las buenas», le repetía al hombre, pero no se retiró hasta dejar toda la casa ordenada.

El tipo feliz puso un disco de Louis Armstrong para calmar a su madre, levantó del suelo el ejemplar de El Nervio Óptico que le había regalado y lo guardó en su camioneta.

Días después del bautismo, la hija del hombre feliz se había hecho tan pequeña y débil que tuvieron que llevarla a la clínica para que la vuelvan a meter en el vientre de la mamá.

Sintieron mucho su ausencia, porque las visitas a través de ecografías eran cada lejanos tres meses, como se estilaba entonces. La primera les resultó divertida porque reconocieron el gesto típico de la pequeña de levantar su dedo meñique. En cambio, la última los dejó desahuciados por la sensación de estar visitando a un huevo en el sanatorio.

Al volver de luna de miel, vieron los muebles tan intactos que les dio pena usarlos y se los vendieron a las mueblerías o casas de electrodomésticos. Hasta que no tuvieron ni dónde dormir y cada cual se fue a vivir a casa de sus padres.

Desde su cama de una plaza, extrañaba horrores a su mujer. Al igual que un condenado a la horca, al tipo feliz lo gobernaba el miedo certero de quien conoce su destino.

Lamentó que no pudieran seguir juntos más allá del día en que se conocieron. Porque ella era una chica bien, de esas que podía presentar en casa. No como la otra mina con la que salía antes. La que se pintaba los párpados de azul y verde, que soltaba carcajadas desparejas, la que esa semana apareció en casa de su madre para decirle que iba a nacer el hijo suyo que estaba esperando y que era la última oportunidad que le daba, por-las-bue-nas, de hacerse cargo.

«Por las buenas», apenas si resonaba en su cabeza. Esas palabras escuchadas así cerca en el tiempo parecían inofensivas, como si el futuro no fuera a adherirle cosas a su alrededor hasta formar una bola de gravedad gigante.

Amanecía en la Estación de San Isidro, el tipo feliz y su mujer tomaron un café y salieron a tomar el tren a Retiro.

Vieron por la ventana cómo se acercaban a Vicente López, a Belgrano. Tuvieron una primera y última charla para crear el hielo. Hablaron de lo común que era subirse al tren y que les tocara uno de esos asientos que miran hacia adelante. Le dijo que, por más nostalgioso que parezca el Angelus Novus, era mejor eso de ver al pasado destruirse que esto de verlo venir.

Por la ventana vieron cómo se acercaban al Planetario, a los Bosques de Palermo y al Italpark.

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