Cuando no estaba en el campo, lo que era muy raro, solía levantarse temprano, muy temprano. Mucho antes que las generaciones más jóvenes que apenas digerían el desvelo de la noche anterior viendo programas en la televisión; algo que en su época ni remotamente existía.

Recorría el breve espacio de patio que había entre su cuarto y la cocina. Tomaba un pocillo de peltre, lo llenaba con agua y lo ponía al fuego de la estufa; luego, colocaba sobre la mesa una taza y se acercaba los frascos de café y de azúcar. Una vez que hervía el agua, llenaba la vasija y preparaba su bebida matutina, la cual acompañaba sin falta con galletas de animalitos.

Concluido su desayuno; buscaba la comodidad de la hamaca colgada en el medio del patio. Los postes, un árbol de zapote negro y otro de Pipi. Ya en ella, mientras se mecía suavemente; sacaba su infaltable cajetilla de cigarros y se fumaba uno o dos.

Siempre, por las tardes, cuando la noche empezaba a hacerse presente; los nietos le buscaban para escucharlo narrar historias, en las que hablaba de castillos, reyes, princesas y caballeros surgidos del pueblo que hacían de héroes en dichos relatos. Sublimaba en estas actividades (las cuales se convertían en su rutina mientras permanecía en el pueblo) las carencias afectivas de su relación matrimonial rota de antaño. Donde, a más de compartir la misma casa, ya no el lecho, el trato era ya frío y convencional, a veces cordial.

Sin avisar, solía marchar de improviso al campo. Ensillaba su caballo y partía para no dejarse ver por una o dos semanas. El campo era su pasión, su vida; el lugar en el cual prefería pasar en soledad la mayor parte de su tiempo.

Después de regresar (normalmente un fin de semana), cansado, sudoroso y cubierto del polvo que enrarecía el camino (debido al ajetreo del incipiente transporte vehicular que movía por la terracería a las personas de las rancherías); tomaba un baño y cambiaba sus ropas de arriero por las de domingo.

Colgaba el percudido sombrero de trabajo y lo reemplazaba por el sombrero de percha, que luego solía cubrir con su funda impermeable para evitar mojarlo cuando llovía. Igual suerte corrían los huaraches que llevaba al campo, prietos y tostados por el sol y el uso; un par en buen estado, con los cinchos recién barnizados o cubiertos de pelambre vacuno, los sustituía. Más tarde, se reuniría con los amigos, hombres viejos como él, a comentar las buenas nuevas del pueblo que seguía creciendo día con día.

Nadie más que él supo cuando empezó a comérselo la enfermedad. Tal vez una de tantas noches solitarias recibió el primer aviso y a más de torcer el gesto y buscar alivio en algún té medicinal, no hizo nada.

Después, los nietos crecieron y las carencias culturales del pueblo los obligaron a partir lejos. No había nadie a quien esperar por las tardes mientras se mecía solitario en la hamaca consumiendo sus habituales tabacos. Nadie que escuchara sus relatos mientras veía avanzar la noche sobre el cielo, señalando de vez en vez alguna que otra figura formada en el manto estrellado. No había a quien consolar o satisfacer un antojo, nadie que escuchara su dolor silencioso y le abrazara y le dijera – Te quiero abuelo.

FIN

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