Padre, deja que te cuente

Padre, deja que te cuente

Padre, no sé si en algún momento esto que escribo llegará a ser visto por ti. Es difícil desde luego, pero eso es lo que pretendo al hacerlo desde este apartado rincón. Y quiero que muestres comprensión con lo que tengo que decirte, aunque te cueste entenderlo viniendo de tu hijo al que conocías bien y quizá, por esa acción, te defraude. Así que, deja que te cuente.

La historia se retrotrae unos años atrás, después de ocurrir el accidente que conociste. Podemos hacer todo tipo de conjeturas de si realmente fue fortuito o alguien influyó en ello. Yo, desde luego, tengo mis sospechas. Lo cierto es que, un tiempo después, y de forma digamos casual, uno de sus compañeros cortejó a la viuda durante varios meses hasta conseguirla. Supe más tarde que él abandonó a una chica o, tal vez, ésta lo abandonara conocidos sus supuestos devaneos con la viuda, y digo bien, porque terminó casándose con ella. Sea como fuere ¿no te parece raro? Continuo. La verdad es que él y yo no nos llevábamos muy bien. El trato era cordial, educado, pero nuestros intereses chocaban, aunque fuéramos cediendo en determinados puntos por el bien de aquella pequeña empresa en la que todos nos conocíamos y sabíamos de las respectivas familias de cada uno, sus problemas y sus ilusiones. Éramos un conjunto de átomos dentro de una misma molécula compleja. No obstante, había algo que no terminaba de convencernos a ambos, eso se palpaba en el aire. O quizás él lo tuviera más claro. Desde luego entre nosotros el diálogo era nulo, ciñéndonos estrictamente a lo laboral. Por ese motivo su vida privada me era conocida desde fuera, desde una visión macromolecular, siguiendo con el ejemplo.

Dado que sus ambiciones iban más allá de lo que realmente pudiera conseguir si se quedaba, terminó marchándose en pos de un futuro mejor. Ya te puedes imaginar a estos tipos, nunca tienen suficiente y su cabeza está llena de pájaros. También yo terminé dejando la empresa e instalándome en otra. Pero el mundo empresarial es una guerra y por razones de cuota de mercado, la lucha por acaparar una mayor nos sumió a ambos, ya desde dos posiciones distintas, en unas tensiones que se fueron haciendo cada vez más evidentes. Esto era peligroso. Había llegado el momento de ver hasta donde era capaz de llegar cada uno en solitario, de hacer ver al otro su auténtica aptitud o ineptitud y, en este último caso, de desbancarlo.

Entonces, padre, deja que te cuente lo que ocurrió para que puedas tener una amplia visión del motivo de mis actos. La situación llegó a un límite. Me cerró las puertas a todo, pretendió hundir mi dignidad, me amenazó, me abandonó casi a la mendicidad. Esto era más de lo que cualquier ser humano puede soportar. Por eso decidí que había llegado el momento.

Ocurrió en la convención anual. Allí estaba él, en la tribuna, esperando el reconocimiento público de su labor, con una malévola sonrisa dibujada en su cara. Y yo, sentado entre la multitud, como uno más, como un don nadie, escuchaba la disertación del presidente del ramo. Aquel discurso ya lo conocía. Sabía lo que se iba a decir y perdía el tiempo escuchando la consecuente sarta de sandeces, así que, me levanté, molesté a toda la fila para poder salir (creo que no pasaría desapercibido para él) y me dirigí a los aparcamientos. Conocía su auto y, amparándome en la oscuridad del recinto, lo forcé. Una vez dentro procedí a abrir el capó. Después hice un pequeño corte en el cable del líquido de freno. Un hilillo comenzó a salir. Cerré el portón.

La salida de aquel lugar, casi en la cima de una colina, solo era posible por una carretera que descendía hasta aproximarse a la entrada de la ciudad. Puedes inferir lo que ocurrió. Me retiré a una distancia prudencial con mi propio auto y esperé a que saliera. Quería verlo con mis propios ojos. En ese momento no tuve en cuenta que su mujer volvería a quedarse sola, que quizá su familia se rompiera. Ya era tarde, aunque eso era un daño colateral, necesario. Al cabo de un buen rato, creo que hasta dormí unos minutos, oí el ruido de un motor de coche y, poco después, pasó cerca de donde me encontraba. Arranqué rápido mi vehículo y me dispuse a seguirlo a una prudencial distancia.

El auto fue acelerando por efecto de la gravedad sin que su conductor, pisando de continuo el pedal (lo veía por las luces de frenada) pudiera hacer nada por evitarlo. Finalmente, en una de las curvas se salió de la carretera y se precipitó por un barranco. La explosión que siguió a su detención en el fondo fue impactante. Sin abandonar mi vehículo continué hasta llegar a la ciudad.

Los días siguientes transcurrieron con normalidad y un día llamaron a la puerta de nuestra casa. Era la policía, que podrás saber a lo que venían. Lo que no serías capaz de adivinar, o tal vez lo sepas es que, en la oscuridad del aparcamiento donde no creí haber sido visto, sí que lo fui. El descuido, en mi ciego deseo de venganza, me llevó hasta esta prisión de donde quizá no salga.

Por eso, padre, por favor, cuida de mi familia desde donde estés.

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