Un sol grande y brillante acompañaba la bonita mañana de domingo, era una de esas mañanas de temperatura agradable que te empujan a salir de casa y a disfrutar el aire libre. Decidí sacarla de paseo. Fui a buscarla. Cuando la vi, bañada por el sol con sus ojitos brillantes y su amplia sonrisa me sentí orgullosa de ella y del paseo que íbamos a dar. Por primera vez en mucho tiempo, iba a tener el valor de hacer un pequeño esfuerzo que no fuera el que suponía sacarla al patio de la casa.

El trayecto que me había fijado era algo rudo para ella, pretendía llevarla a la pequeña plaza de la urbanización y debía subir su silla por un camino empedrado. La silla respondió bastante bien. El paseo estuvo perfecto lo disfrutó al principio, luego volvió a ese estado de retraimiento en el que cualquier cosa daba igual.

Al llevarla de regreso y mientras recorría las calles, no pude evitar se apoderará de mi la melancolía al imaginar ese barco que finalmente trajo a su madre, mi abuela Malvina a Sur América. No sé la historia exacta de sus penurias, aunque sé que fueron muchas, tantas que el hambre y el hacinamiento pasaron a ser insignificantes ante la pérdida de una parte de su tesoro, lo único que traía con ella. Víctimas de la fiebre tifoidea, mi madre fue la única de las hembras que logró sobrevivir junto a sus tres hermanos varones Martín, Fernando y José.

Barcos fantasmas que desaparecían de tierras Canarias de los que a veces se recibía noticias de su presencia en alta mar y que, tras unos 40 días aparecían en tierras Venezolanas con sus respectivos tripulantes y pasajeros. Salían de su puerto y una vez en alta mar fuera de la vista de tierra, de noche, cambiaban su rumbo y se dirigían a un punto acordado donde embarcaban víveres y pasajeros.

En algunos casos se dividía la cabina interna con un piso horizontal nuevo para poder colocar más pasajeros que dormían sobre tablas y sacos. Llevando cientos de inmigrantes irregulares a bordo. En condiciones lamentables: famélicos, sucios y con las ropas hechas jirones en la bodega del barco que sólo media 19 metros de eslora. El alimento preferido para la travesía era el gofio. El gran problema era el agua de beber se daban raciones de 1/4 de litro por persona, pero ésta a veces no llegaba para toda la travesía, pero podían seguir con agua de lluvia que recogían con lonas.

Cientos de familias canarias que en su día fueron víctimas del obligado éxodo al supuesto paraíso sudamericano, en busca de un futuro mejor y con el objetivo de dejar atrás la miseria que reinaba en las islas por aquel entonces, mientras que Venezuela era una nación emergente.

Uniendo las imágenes que llegaban a mi mente, recordé el álbum de mi madre que contenía todos los carteles de sus presentaciones en el Teatro Municipal de Caracas. “Carmencita Mora” “La Petite Chanteur” como solían llamarla cariñosamente, con apenas 10 años ya era la primera tiple de una compañía de zarzuela, me sentía tan orgullosa de ella cuando miraba las fotos.

Recordé también la magia de las tardes en un patio cuadrado, pequeño, de cemento, con una pila para lavar, un pequeño cuarto para guardar trastos y una escalera recostada a la pared por donde nos asomábamos a la casa vecina.Varias cuerdas, la ropa guindada con ganchos de madera y mis hermanos, mis primos y yo corriendo por entre las hileras de ropa tendida mientras “tiacar” mi tía, cantaba “El relicario” .

Un vez con unos plásticos que habían sobrado del embalaje de un colchón nuevo, y con nuestra imaginación los convertimos en la mejor de las carpas que se pueda imaginar: con unas sabanas jugábamos a disfrazarnos; yo te los pongo así más o menos alrededor de los hombros como una capa, y hete aquí transformada en una princesa de cuento, le decía a mi prima .

Unos plásticos dan mucho de sí, no creas y con ellos te puedes entretener días y días, hasta que se te agotan las historias o se rompen. Más bien esto último, porque la imaginación para inventar fantasías de nosotros no se nos acababa así como así.

Jugábamos a las maestras, a las comiditas, esto era muy apropiado cuando tiacar nos traía la merienda y el azúcar con pan se convertía en el mejor manjar del que hubiésemos oído hablar; o jugábamos con la pelota. Había que ser muy habilidosa para agacharse, levantarse, darse la vuelta y girarse sin que se cayera la pelota y dejar de cantar. He de confesar que por mucho que practicara eran incontables las veces que la pelota caía al suelo y perdía turno en el juego.

El mojito isleño… en fin tantas imágenes, tanta nostalgia, así fue como recordé a Gerbasi “Mi padre el Inmigrante” quien no sólo ilumina con imágenes las añoranzas que podamos tener, sino que en mi caso, hace presente a mi abuela quien fuera inmigrante.

“Venimos de la noche y hacia la noche vamos,

Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores,

Como bandera que ha olvidado el viento…»

Cuantos recuerdos, quisiera tener más, muchos más. Me sequé las lagrimas y enfile la silla hacia la casa. A lo lejos podían verse las bombas, las mesas semejando un patio andaluz, los abanicos y un gran afiche que rezaba: “Bienvenidos a la Octava Isla, los ochenta años de Carmen Leonor” . Mientras la música sonaba a lo lejos…»hay canarias, la tierra de mis amores, ramo de flores que brotan de la mar… Vergel de belleza sin par, son nuestras islas canarias, que hacen despierto soñar»… Le di un beso en la frente y le dije: te quiero mucho mamita ya llegamos. Me mostró su agrado con una sonrisa y pude darme cuenta que no todo se pierde, aunque todo se olvide. Los Sentidos, ese agrado hacia las cosas bonitas, ahí estaban a pesar de todo.

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