Notas migratorias César Vallejo

Notas migratorias César Vallejo

Los peces dorados de New Jersey

Mi historia es una historia larga, pero yo haré que no lo sea. Una historia surcada por la política, pero yo haré que la política no aparezca. Una historia triste, pero la tristeza no va conmigo. Ninguna de las tres cosas son problemas. Suelo arreglármelas con cuestiones peores sin ayuda de nadie. Mi nombre es Sonia Mena y estudié, hace ya muchos años, ingeniería hidráulica, pero ahora ejerzo como auxiliar general en un policlínico de Santa Amalia. Santa Amalia, para el que no lo sabe, queda en el fondo de La Habana. Ni siquiera en una esquina. Cuando digo fondo, quiero decir fondo. Y La Habana, a su vez, para el que no lo sabe, queda en el fondo del mundo. Y cuando digo fondo… bien, ya tengo 60 años, he visto bastante de la vida, algo les puedo contar, pero ahora, si me perdonan, voy a servirme un trago, porque a mí el ron me gusta mucho. Otros tienen un hijo, un sueño, cualquier cosa. Yo no. Yo tengo mi doble de aguardiente, y con eso me va.

La partida

El 20 de enero de 1998 salí de Cuba. En principio no quería, o no quería tanto, pero mi madre había enfermado. La decisión no fue fácil. Aquí sobrevivía con bastante holgura. Sin derroche, pero entre la remesa que mandaba la familia y lo que yo pudiera rapiñar salía a flote. Además, tenía dos hijos. Ya grandes, es cierto, ya encaminados hacia lo que en definitiva fueran a ser, pero hijos al fin y al cabo. Por lo que me tomó más tiempo ponerme de acuerdo conmigo que salir del país. Vía F1: reclamación de ciudadanos cubano-americanos a hijos cubanos. En un mes estaba volando: destino Habana-Cancún-Miami. Increíble.

Fui en carro desde la casa hasta el aeropuerto de Boyeros. Y no miré hacia afuera. No hice nada. Me agarré de la mano de mi hijo, que iba en un motor al lado de la ventanilla, y simplemente dejé de pensar. Cuando el avión despegó -serían alrededor de las seis de la tarde- tampoco me dio por mirar para abajo. Aunque como era de noche no hubiera visto mucho, tal vez un poco de luces o algo así, nunca esa mancha negra sobre otra mancha negra que dicen que se ve, y que yo supongo sean Cuba y el mar. Tomé mis caramelos, seguí las indicaciones requeridas, creo que hablé algo con la aeromoza o con mi acompañante de vuelo y después me dormí.

***

Uno no solo cambia de país, sino de época. Aquel aeropuerto era la octava maravilla. Como si llegaras y te desplazaras por una pasarela. El cielo es artificial con todos los astros. De la escalinata del avión sales a un piso y del piso sales a la aduana. No es una estera, no. Es el piso. Todo el maldito suelo que está debajo tuyo se mueve y tú solo tienes que dejarte llevar. A ver si me entienden. Estás aquí, no mueves un músculo, casi ni respiras, yo por lo menos no podía respirar, y ya estás allá. Es fascinante y hermoso. Cuando salí del aeropuerto, la familia me esperaba. Mi madre, mi hermano y mi cuñada. Delvia Smith. Una americana que al momento me puso la mano en el hombro y me dijo que no llorara más. Porque lloramos, claro. Yo no veía a mi madre desde 1979, hacía casi veinte años, y ya eso era razón suficiente.

De ahí salimos para Opa Locka, la zona de Miami más cercana al aeropuerto. Fuimos a casa de un viejo amigo a celebrar. ¿A celebrar qué? A celebrar mi llegada. El viejo amigo se llamaba Kiki, o Raúl, pero un día le pusieron Kiki y el apodo se le quedó. No sé, por cierto, qué será de su vida. Tenía una niña de nueve años que ahora debe ser un prodigio. De ojos grandes y pelo castaño. Muy desenvuelta y muy curiosa. Cómo te llamas, le pregunté. Demoró en responder. Nivia, dijo finalmente, en un español un poco afectado. Qué bonito nombre tienes, dije, con todo el cariño que en ese momento me era posible expresar, no mucho, a decir verdad, y luego le di un beso y le pasé la mano por el pelo. Suavemente. Una y otra vez. Como si quisiera gastárselo. Hasta que la muchacha se cansó y, a los pies de todos nosotros, Kiki y su mujer, mi hermano y Delvia, mi madre y yo, regó su saco de juguetes y se puso a jugar.

***

Al segundo día de estar en Miami me llevaron de compras. No había despertado y ya estaba metida en una de esas tiendas inmensas que uno ni siquiera puede imaginar. Marcas y marcas. Productos con sus subproductos. Jugos de naranja con vitamina D, con pulpa, sin pulpa, con mucha pulpa, en pomos chiquitos (que son malos para el medio ambiente), en pomos de cartón (que son reciclables) y hasta sin pomos. Estantes de 60 metros, llenos, compactos por ambos lados y a tres niveles. Todavía recuerdo lo que saqué de mi primer día de compras. No mucho, ni nada ostentoso. Uno porque no sabía qué escoger. Y dos porque yo nunca he sido ostentosa. Ni aquí ni allá. Ni en Santa Amalia ni en La Florida.

Para mí, una bata de casa y unos rolos eléctricos. Para Manolito mi hijo, un tubo de calzoncillos, un juego de llaveros y unos zapatos Fila. Para mi hija… bueno, para mi hija nada. Cuando decidí irme de Cuba alegó que no quería verme más, que la enterrara, que ya no era más su madre y cosas por el estilo, como si fuera una cabrona adolescente. No le di importancia. Las relaciones entre nosotras nunca fueron buenas, y a medida que fueron pasando los años, y que fue creciendo y sacando espuelas, cualquier mejora dejó de interesarme. Así y todo era mi hija. Y si la primera vez no le mandé nada por escarmiento, las otras veces que fui de compras siempre le escogí algo, aunque fuera un creyón, unos blúmeres o cualquier pacotilla de feria.

A mí las ferias me encantaban. Sobre todo las que organizaban las iglesias. Había coros y niños y un ambiente de alegría que por alguna causa me hacía recordar a Cuba. Pero eso fue después. Al principio no. Al principio no sabía ni que en Estados Unidos se organizaban ferias. Al principio el deslumbramiento era total. Mi madre me llevaba de casa en casa, a visitar parientes y amistades, como si yo fuera una chiquilla. Aunque en cierto sentido, no yo, sino todos los emigrantes, en cualquier parte del mundo, se comportan a la llegada como unos chiquillos o como unos niños llorones u obedientes y siempre influenciables. Las visitas no eran, no podían ser improvisadas. Ese relajo que se ve en Cuba, allá ni por asomo. Hay que llamar primero, y si el dueño de la casa acepta, entonces se visita, se conversa durante dos o tres horas y luego se regresa.

Mi madre vivía en un townhouse en Hialeah. Un townhouse es un apartamento de dos plantas, con los rooms arriba –los rooms, perdónenme, son los cuartos- y lo demás abajo. El de mi madre tenía un garaje al costado y unas ventanas grandes a la entrada de la casa que daban a un césped verde intenso y siempre podado. El césped daba a la acera y ésta a la calle donde no había, como sí pasa en Cuba, ningún carro parqueado permanentemente, interrumpiendo el tráfico. El orden allí era absoluto. Y a mí me gustaba. La gente se cuidaba mucho. De salir, de infringir las leyes, de que algún aprovechado, por cualquier tontería, colgara una demanda estúpida. Y yo no lo veía mal. La gente no salía de sus casas, y nosotros, con el tiempo, tampoco. Solo, como ya dije, a hacer algunas visitas o a comprar lo necesario. Lo necesario para mí eran los sándwiches cubanos, algún refresco, algún helado y algunas libras de carne de res.

Nos pasábamos el día, mi madre y yo, cosiendo por placer, o preparando pasteles o batidos. Por las noches, para que yo despejara de algún arranque de nostalgia o de alguna de las conversaciones con Manolito, solía sacarme en el carro, y luego me daba el timón. Cualquier express ways de Miami, para que tengan una idea, es siete u ocho o quince veces más grande que la calle 23. Con eso digo todo. La velocidad normal en una de esas carreteras era de 60 ó 70 millas, que son como unos 110 kilómetros por hora, pero yo cogía 75 y a veces hasta 80 millas, que son como 130 kilómetros. Mi madre me decía que aflojara y entonces yo, como una muchacha obediente, a pesar de mi edad, le hacía caso y sacaba el pie del acelerador. Algunas madrugadas pensé robarme el auto, y perderme por ahí y salir a correr o meterme en algún bar nocturno de los que nunca duermen, pero estaba en Miami, no en Cuba, y definitivamente algo no me pertenecía. Sin embargo, yo era feliz, indeciblemente feliz. Mi felicidad era completa y nada la empañaba. Después fue otra cosa. No sabría precisar la fecha exacta, pero después se empañó. Siempre extrañé, es cierto. La melancolía o el gorrión no me dejaban en paz, pero la cantidad de posibilidades, el futuro que se me abría en los Estados Unidos despejaba cualquier indecisión, anulaba cualquier sentimentalismo. O al menos eso suponía yo.

***

Al cabo de los nueve o diez meses, comencé a desesperarme. Ya casi tenía la residencia, porque los cubanos al año de pisar suelo americano obtienen la residencia, pero aplicaba a varios trabajos y ninguno respondía. No como ingeniera hidráulica, por supuesto, no estoy loca. Camarera, dependiente, secretaria. Me daba lo mismo cualquier cosa. Total: de niñera en Miami, ganaría el doble o el triple y podía darme mejor vida que como profesional en La Habana. Eso lo tenía claro. Por tanto, la razón principal fue otra. Además, la edad me favorecía, porque a los cinco años como residente podía aspirar a la ciudadanía sin tener que pasar por el examen en inglés. Me permitían hacerlo en español. Trece preguntas de las cuales valen cinco, según dicen. Preguntas tontas, como si los latinos fuéramos comemierdas o analfabetos. Cuántas estrellas tiene la bandera. Cincuenta. Quién fue el primer presidente de los Estados Unidos. George Washington. Cosas así, imagínense. Ya con la ciudadanía podía sacar a Manolito -y a mi hija también, no me importaba hacerle ese favor- por la misma vía que yo salí. Pero Manolito cambió. Empezó a decirme, pasada las doce de la noche, porque nosotros hablábamos siempre de madrugada, que me necesitaba mucho, que no aguantaba más, que iba a mandarse en una lancha. ¡Y nadie sabe la fuerza que tiene un hijo! Pero no un hijo cercano, no. Un hijo cuando está lejos, cuando no existe forma alguna de que te lo encuentres al doblar de una esquina o sentado en alguna cafetería, bebiendo café. Yo le dije que ni muerto viniera en una lancha, que viniera como quisiera, en camisa, de traje, encueros, pero en avión. Sin riesgos de ningún tipo.

En ese forcejeo estuvimos, aunque parezca mentira, por espacio de tres o cuatro meses. Y poco a poco, a lo largo de todo ese tiempo, empecé a sentir que Manolito empeoraba. Que iba en retroceso. Algo en su voz me decía que no era el muchacho apuesto y fuerte que yo había dejado atrás. Su voz era la voz de un hombre flaco, un hombre francamente disminuido, por no decir enfermo. Y un hombre venido a menos es manjar de la desesperación y la locura. Y qué era, sino un acto de desesperación y de locura, cruzar en lancha el estrecho de La Florida.

A mi madre no le gustaba que yo llorara, lo veía todo fácil. No quiso venir contigo, ahora que se aguante, decía bajo sus colchas, justo cuando yo le llevaba el desayuno a la cama y algo en mi cara delataba que no había pasado una buena noche. Luego mi madre me preguntaba que por qué ese rostro descompuesto y yo le contestaba que me había quedado la madrugada viendo novelas. Cosa que no era mentira. Qué bellas las novelas de Miami. Me hacían olvidar, me quitaban hasta el sueño. Por eso las malas no eran mis noches, sino mis días. Interminables. Ya llevaba más de un año en los Estados Unidos y no había conseguido un maldito trabajo. Yo era la única cubana imbécil que en marzo de 1999 no tenía un puesto seguro en el paraíso terrenal. Que mi madre me mantuviera me daba alergia, porque los 400 dólares que el estado me entregaba, ya ni sé por qué causa, se iban en teléfono. Comunicando con La Habana. Y no con La Habana, con Santa Amalia. Todo para que a veces, tras dos palabras, Manolito dejara de oírme, o yo dejara de oírlo a él. Así, de golpe. Sin poder hacer nada. Colgada al teléfono, unos pocos minutos, no muchos tampoco, hasta que despertaba de aquella basura y me iba al townhouse y ponía, de los 105 canales, uno de novelas. Hasta seriales de época vi yo en Miami, hasta la vida de Isabel la Católica. Que murió en 1504. 15 años antes, si aprendí bien la historia, de que los españoles llegaran a un pedazo de tierra cualquiera y fundaran la villa que luego fue La Habana.

El regreso

Una mañana -ya estábamos en abril de 1999- salí dispuesta a tomar el bus. Me di cuenta que no conocía nada de Miami y que quería conocerlo, saber cómo era su vida, el movimiento de sus calles, el ajetreo de las personas. No me pareció, esa vez, una ciudad tan americana. Tomé la 4 y la 14 y estuve cerca de tres horas dando vueltas como una demente. A pesar de la modernidad y el lujo algo te hace suponer que te encuentras en La Habana, pero no con la fuerza suficiente, porque al rato te percatas de que es imposible. Aunque los repartos, y sobre todo las personas, indiquen lo contrario. A ver si me explico. Lo único que diferencia a Miami de La Habana es que Miami es Miami y La Habana es La Habana. Punto.

En la Avenida 12, entre la 54 y la 80, los latinos acostumbraban a reunirse. No sé si todavía lo harán. Pues yo estuve allí y lamenté no haberlo sabido antes. Ese día conocí a par de puertorriqueños y a varios nicas. Pude hablar a placer y me tomé dos cervezas. En fin, volví a ser feliz. Los nicas me parecieron las mejores personas del mundo. Uno de ellos explicó algo que parecía ser verdad, pero que yo no lograba comprender a fondo. Los cubanos, dijo, hablan con las manos, esconden lo importante. En el momento la idea me pareció absurda, pero con el paso del tiempo la he tomado como mía.

Luego, a la vuelta, fui para casa de Kiki. Nivia y yo teníamos un ritual. Ambas montábamos bicicleta en su jardín y mientras pedaleábamos en círculos ella me hacía todas las preguntas de Cuba que quisiera y yo me esmeraba en respondérselas. Ahí, encima de la bicicleta de una niña de nueve años, en el jardín de un apartamento de Opa Locka, entendí de una vez que debía regresar a Cuba.

Me despedí de Nivia, le informé a mi madre, quien corrió con los gastos, y el 1 de mayo, a las diez de la mañana, hora en que Fidel Castro daba su discurso por el Día Internacional de los Trabajadores, yo, Sonia Mena, ingeniera hidráulica de 48 años, con un hijo a la izquierda y una madre a la derecha, pisaba el suelo inamovible de la terminal No. 2 del aeropuerto José Martí, situado en las afueras de La Habana.

¿La bienvenida? En la aduana me confiscaron, que recuerde, una caja con varios tipos de licores y un par de patines para mi nieta. Pero era de esperar. Bajo cualquier pretexto los aduaneros te roban. A la cara, con letra de imprenta y por un solo canal. Si no me planto bonito, hubiera llegado a Santa Amalia con las manos vacías. Como si viniera de Guantánamo y no de La Florida. Insultada, después de aclarar dos o tres verdades y soltar uno o dos cojones, tomé el resto del equipaje y me largué.

En efecto, a la voz de Manolito le faltaba cuando menos treinta libras. Estaba en los puros huesos. La estancia era por tres semanas, pero desde el primer momento supe que debía quedarme, y a los 24 días, luego de haber despachado a toda esa gente que se pega en cuanto uno viene de afuera, y de haber vivido unos días maravillosos en compañía de mi hijo, se presentó en mi casa un carro lujoso de Extranjería e Inmigración.

Mi vuelo estaba programado para el 22 de mayo y ellos, el carro y dos oficiales, llegaron a Santa Amalia el 25 a las nueve de la mañana. Los hice pasar, y hechas las presentaciones, me dio por decirle a uno: oficial, yo no me voy para ningún lado. Entonces, no tan sorprendidos, me preguntan a un tiempo si tengo conocimiento de mi hermano, de cuál es su trabajo, a lo que contesto con otra pregunta. Qué hermano, digo. El de Miami, responden, ¿usted tiene otro? No, no tengo otro. ¿Entonces? ¿Entonces qué? ¿Si sabe en lo que trabaja su hermano? No sé, respondo finalmente. Su hermano trabaja con Mas Canosa, informan. Imagínense, yo no sabía ni quién era Mas Canosa. Se me ocurre preguntarles, con total inocencia, porque de verdad no sabía quién era Mas Canosa, y cuando les pregunto, los oficiales se echan a reír. Como si no me creyeran, como si les estuviera tomando el pelo. No sé quién es Mas Canosa, repito algo confundida, quizás he oído su nombre, de algún lado me suena, pero no sé quién es. Ni sé tampoco quién es mi hermano.

Entonces Manolito, quien había escuchado la conversación desde una esquina de la sala, me dice que Mas Canosa es un político de Miami que vive de toda esa mierda de los políticos, y justo ahí aprovecho para decirle a los oficiales que a mí la política nunca me ha interesado, que ningún político es santo de mi devoción, y menos que menos los políticos de Miami. Tanto que ni los conozco, agrego. Igual, tras haberles explicado, los oficiales me dicen, con la misma cortesía con que yo los había recibido, que debo acompañarlos.

No me resisto. No tengo nada que esconder. Les digo: esperen un momento, por favor, voy a cambiarme de ropas. Así lo hago. Y a los diez minutos me veo custodiada, en el asiento trasero de uno de los carros lujosos. No miro hacia afuera. Pero siento el motor de mi hijo cuando arranca. Que va detrás, acompañándome. Aunque no hasta el aeropuerto. No esta vez.

***

Son las doce del día. Estoy en 3ra y 20, Miramar, en una de las oficinas de Extranjería e Inmigración. Me sientan frente a un buró. Del otro lado, un oficial. Tiene unos papeles en la mano. Comienza a interrogarme. No entiendo las preguntas, no sé qué es lo que quiere. Pregunta por mi hermano, por mi estancia en Miami. Qué fue lo que hice, ver novelas, en qué trabajé, en nada, por qué me fui, por mi madre, por qué quiero quedarme, por mi hijo. Al rato creo entender al oficial. Piensa que yo soy agente, posible informante de la CIA o de cualquier otra cosa. Inmediatamente suelto una carcajada que lo pone de mal humor. Esto no es un juego, señora, dice. Hago como que no lo escucho y le aclaro que de lo único que sé es de ingeniería hidráulica, y que aquí las instalaciones son soterradas y allá aéreas, es decir, tenemos cien años de atraso, yo incluida.

Luego de cuarenta y cinco o cincuenta minutos el hombre da por terminado el interrogatorio. Pero no me suelta. Manolito está afuera, esperándome. Después me hacen pasar a otra oficina donde hay varios oficiales y alguien, uno de ellos, me dice: Sonia Mena, usted tiene que volver a los Estados Unidos, le hemos reservado un vuelo para dentro de dos horas. Ya conocen mi respuesta, pero una vez más se las hago saber. Igual parece que no entienden y empiezan a actuar como si yo hubiera accedido. Un custodio de allí, vecino mío, me aconseja: córtate las venas, sangrando nadie puede viajar.

No hace falta. La crisis hipertensiva que me provocan es suficiente. La presión sube a ¡220 con 180! Del tiro paro en el hospital. Pero yo soy muy dura, y en media hora me recupero. Ahora para la casa, pienso. Idea equivocada. Vuelvo para 3ra y 20. Y sigo allí, retenida, durante ocho horas más. Ya de noche, cuando ven que no pretendo ceder y que no he comido ni me he bañado y que soy lo que se dice una mujer mayor, se compadecen de mí, si eso fuese compasión, y entonces deciden soltarme.

***

Lo que viene después, es hasta cierto punto previsible.

No logro conseguir trabajo. No tengo documento alguno ni identidad. Estoy en el aire. Estoy en el aire y me asfixio, vaya problema ese. También debo reportarme todos los lunes. Religiosamente. Para librarme de la persecución, viajo a Pinar del Río, a casa de mi familia. Por la izquierda, claro, porque ni pasaje puedo sacar. El título universitario no me sirve de nada. El hecho de ser cubana tampoco me sirve de nada.

Así por espacio de dos años. Se dice fácil, pero dos años son una eternidad. Para colmo, Manolito enferma y hay que ingresarlo. No consigo entender lo que pasa. Se pone grave. Mi vuelta no lo ha podido mejorar. Cada dos o tres meses, hablo con mi madre. Una vez que otra, también converso con Delvia Smith. Pregunto por Nivia, pero no me saben decir. Manolito se encoge, parece un feto, me parte el alma verlo así, perdido entre las sábanas de su cama. Finalmente consigo trabajo en una empresa hidráulica de Arroyo Naranjo. Pero no como profesional, sino como técnica de mantenimiento, con doscientos pesos de sueldo. Cinco años quemándote las pestañas, estudiando a tiempo completo, para que después no te sirva de nada. En fin: un desastre. Me voy de ahí. Y empiezo como conductora del M-6. Después de todo, mi mejor trabajo de los últimos años.

La gente empieza a conocerme. ¡Una mujer en el M-6!, dicen, y yo también lo digo, y nunca caigo en la cuenta de que se trata de mí. La mujer que exige el dinero y que recorre de arriba a abajo, en una guagua infernal, la Calzada de 10 de Octubre, soy yo. A veces cortés y a veces chusma. Depende de la situación, de con quién trato. Si hace falta, saco lo de ingeniera hidráulica, y si no, lo de Santa Amalia. ¡Una universitaria de Santa Amalia! ¡Y negra! Que conoció el lujo y que ahora conduce un M-6 y que por tanto se pasa el día con las manos llenas de pesetas.

No deja de ser gracioso. Pero a los pocos meses, en noviembre del 2002, se acaba la gracia. Manolito fallece. Amanece muerto en una cama del Ameijeiras, en el piso 5, frente al Malecón y a la estatua de Maceo que se alza delante del hospital. Muere con vista al mar, lo que no significa nada. La tragedia es la misma. Hubiese podido morir con vista a un campo de cañas y a mí me hubiera dolido lo mismo.

Sabía que de un momento a otro sucedería, los médicos me lo habían advertido. Llevaba meses preparándome para la ocasión, meses y meses armando una coraza, adaptándome a la idea, para darme cuenta, al final, de que no sirve de nada, de que no hay coraza alguna y de que la vida es una reverenda mierda. Nunca me gustó que fumara, pero quién puede impedir que un hijo fume. O quién puede impedirme a estas alturas, aunque todos me lo pidan, aunque los vecinos me aconsejen, aunque mi nuevo marido me lo implore… quién puede impedir que fuera del horario de trabajo me dé mis trancazos de ron, que vaya a la bodega y compre mi aguardiente y baje, de una sola sentada, tres cuartos de botella, a veces más.

Pasa que siempre, sin excepción, me viene un recuerdo a la mente. No es un recuerdo de mi infancia ni un recuerdo de La Florida. Algo que no han visto los cubanos y que muchos americanos tampoco.

Una vez Delvia Smith cargó conmigo. Le pregunté adonde íbamos y me dijo que a un sitio. ¡Hay que ver las carreteras de Estados Unidos! Te estrujan el pecho de una manera brutal. Un cubano en una de esas carreteras, traten de visualizarlo, no tiene salvación posible.

Luego de varias horas de viaje, terminamos en New Jersey, pero no en New Jersey, sino en uno de sus lagos. Estábamos al noreste de Princeton, en el Lake Carnegie, un estanque inmenso y según me dijo Delvia privado y artificial, y de ese tanque inmenso que a mí para nada me pareció privado y artificial, saltaban peces dorados, muchos peces dorados, todos distintos. No sé decir cómo, pero tenía la completa seguridad de que el pez que saltaba una vez no volvía a saltar.

A mi lado, como a diez metros del agua, se alzaba un pino, hermoso y grande, aunque quizás no fuera un pino sino otra especie de árbol que yo desconocía por completo pero que para una cubana pasaba por un pino endémico, un pino que solo podía crecer en ese lugar, cerca de un muelle de madera que se adentraba en el agua, con el cielo detrás. Y ese recuerdo: un pino imponente, el agua azul de los lagos de New Jersey, es el que me viene a la mente cada vez que me doy un trago, aquí, en el portal de mi casa o en el mostrador de la bodega.

La gente me dice entonces: Sonia, estás echando tu vida por la borda, Sonia, te vas a joder, Sonia, tú que has luchado tanto, Sonia, hija, qué necesidad. Y yo los oigo, los voy oyendo cada vez más lejos, peces dorados que saltan a mi vista, y no les hago un desaire ni les digo nada. Solo asiento con la cabeza y me mojo los labios. Ya ni les ofrezco un poco, para qué. He aprendido que los pobres son pobres.

Y que a todos les gusta el aguardiente, pero ninguno sabe brindar.

Santa Amalia, La Habana. Mayo 2011

Un proyecto de médico errante por Montevideo

Miguel: Ángel de la presión

Está contento con el ex presidente Tabaré Vázquez porque desde que se prohibió fumar en espacios cerrados no tiene que tragarse el humo de sus clientes. Miguel Ángel Flores no será médico, pero reconoce las virtudes de una vida sana. Para él, la medicina “es una conexión con los demás”. Así es que con su manómetro y su estetoscopio va tomándole la presión a la gente que encuentra por la calle, por estas calles de Montevideo, tan lejanas del Perú que lo vio nacer.

“¿Control de presión?”, repite cada vez que se cruza con alguien. Errante por la ciudad y conocedor de los secretos que esconde el asfalto, Miguel Ángel Flores Pacheco busca recaudar 500 pesos al día; y de paso alguna charlita.

Trabaja de domingo a domingo de lo que más sabe: controlar la presión arterial. Así se la pasa 12 horas por día con su manómetro y estetoscopio en mano, entrando a los bares y ofreciendo la toma “a voluntad”.

Camina con un recorrido prefijado que va desde el Mercado del Puerto hasta la Intendencia de Montevideo. Su principal arma es la paciencia para cazar algún viejito con nanas.

Miguel Ángel le saca lustre a las calles, bajo lluvia o sol. Desgasta sus sandalias de suela de goma que recubren unas medias grises y sudorientas. Debajo de una campera negra con agujeros se escapa una túnica blanca algo manchada. Una tela fatigada por el maltrato, la falta de limpieza, el deambular por los rincones más oscuros, más próxima al oficio de carnicero que de médico.

Es que él jamás se recibió de doctor. Le faltan algunos exámenes y a sus 53 años aún conserva la ilusión de graduarse. Se presenta como médico, y se lo cree. Aconseja a quien lo consulta y lleva su celular prendido por cualquier “emergencia”.

Made in Perú

“Vos sos del enemigo, sos pachequista”, recuerda Miguel Ángel que le decían los comunistas cuando llegó a Uruguay en alusión a su segundo apellido. Cuando muchos se escapaban, en 1978, él llegaba con las ganas de estudiar medicina. Vino por recomendación de unos amigos uruguayos de Lima, su ciudad natal.

En los primeros meses se las ingenió para trabajar de vendedor ambulante y así costear los estudios. Vendió empanadas y tortas fritas en medio de un paisaje urbano, gris, asfixiante. Muy distinta era su vida en Tarma, a 400 kilómetros al este de Lima, donde transcurrió su infancia, rodeado por el río que da nombre a la localidad.

Cada tanto su padre le mandaba “algún pesito” que con esfuerzo conseguía trabajando en las minas. La madre cuidaba del hogar y de sus hijos; siete en total. Miguel Ángel era el tercero más grande, y el segundo de los cuatro varones.

Desde pequeño tuvo la curiosidad de examinar, de tocar todo y poner a prueba. “Cuando mamá traía algún animalito del mercado yo lo abría y le sacaba los órganos”, recuerda. Hoy, de grande, entiende que la medicina es otra cosa: “una conexión con los demás”.

Uno de sus hermanos comprende la medicina de forma más ortodoxa. Llegó a Uruguay luego que Miguel Ángel y se recibió antes. En realidad se recibió, porque Miguel Ángel aún no lo consiguió. Cuando falleció su padre, un trauma lo obligó a abandonar la carrera y hacer de la calle su hogar.

“No, gracias”

Dice la mayoría de los clientes de los bares. Cuando lo ven arrimarse a su mesa levantan la cabeza, dejan al costado la concentración del diario o el plato de comida, lo miran, esperan el instante que dura la frase categórica: “¿Control de presión?”, y en seguida lanzan la respuesta.

La gente no parece incomodarse, pero se los nota desconfiados. “Con la salud no se juega” y prefieren probarse en una farmacia o enfermería. Miguel Ángel tampoco se vende demasiado, es tímido y de frases cortas.

Tranquilo y sereno camina por el Centro y la Ciudad Vieja. Tiene tiempo para todo, hasta se deja invitar a comer por algún viejo cliente. “Esos días ya no me tengo que cocinar”, cuenta. Con la plata vive justo. Le da para el alquiler de su pensión en la calle Cerrito y Maciel. No tiene grandes lujos, pero tampoco demasiadas expectativas.

“Salgo con la meta de alcanzar los 500 pesos”, explica. A veces los supera y equipara a los días que no. Cada vez tiene más clientes fijos que lo esperan sentados en los boliches, pero cada vez su recorrido es más corto: “Los años me están pesando”, agrega.

Se cansa y se le nota. Lo demuestra en su forma de caminar, en las largas horas de charla que puede permanecer sentado junto a un compañero de la calle. Se le marca en los callos de las manos y en su sonrisa que rara vez reluce.

El encuentro

Tiene los rasgos típicamente indígenas, los ojos entrecerrados, la piel mulata, los pómulos inflados y el pelo canoso que esconde un antiguo negro azabache. Por eso, y por la túnica, se lo puede reconocer cuando se lo encuentra en la Plaza Independencia.

Llegó 23 minutos tarde, con la calma de quien no tiene que dar explicaciones. Un apretón de manos y dijo: “¿empezamos?”. El volumen de su voz es muy bajo y por momentos se hace imposible entenderlo con el murmullo de la ciudad.

Es día de paro general y no hay tanta gente en la calle. Eso permite conversar, filosofar y compartir incluso el silencio. Él está distendido. De entrada aclara que por ser día de huelga no tiene las intenciones de llegar a los 500 pesos, “de última ayer trabajé bien”, aclara.

Miguel Ángel conoce todo los bares, su clientela y a qué hora le conviene pasar. En algunos boliches entra confianzudo, dominando el territorio. En otros, prefiere pedir permiso a algún encargado antes de pasar mesa por mesa.

Sabe los atajos para llegar a cada lugar lo antes posible. “Por acá”, indica en un semáforo donde la inercia incitaba a cruzar la calle. “Primero vamos al de allá”, señala el Palacio Salvo. Se trata de un club de veteranos que se reúnen en el segundo piso del histórico edificio. Nadie aceptó controlarse la presión.

No stress

Siguió la marcha. Él camina tan lento que el huracán humano en 18 de julio parece llevarlo consigo, para no volver. Cada tanto se frena y saluda. En unas tres cuadras conversó con seis personas. Algunos viejos conocidos le piden algún consejo. Otros, parecen saludarlo por verlo siempre caminando, pero no parecen conocer quién es Miguel Ángel.

Deambuló por los aspectos más banales que puede tener una conversación (el estado del tiempo, el motivo del paro, cómo está jugando Peñarol), hasta que dio en la tecla.

–Tengo tiempo para pensar.

–¿Lo qué?

–Acá nadie me apura–, explica.

Él vive fascinado, como en una nebulosa. Siente que Uruguay es un país tranquilo en el que su “pensamiento va evolucionando día a día”. El paisaje no coincide con la reflexión de Miguel Ángel. A dos cuadras un grupo de sindicalistas amenaza con boicotear la función de Ballet del Sodre. La policía armó un gran vallado. El tránsito está desviado desde hace unas horas y parece haber una competencia de quién toca bocina más fuerte. Pero para él, éste es un país tranquilo.

– Un mexicano vino a plantar su negocio a Montevideo. ¿Podés creer que se quedó? Acá se le fueron todos los problemas de salud.

Cuesta creerle. No por el mexicano, sino porque el porcentaje de adultos hipertensos en Uruguay es de los más altos de la región. Según la Sociedad Uruguaya de Hipertensión Arterial (SUHA), unos 800.000 adultos mayores de 18 años son hipertensos. La cifra coloca a la patología como uno de los principales factores de muerte.

Cuenta kilómetros

En la última encuesta realizada por el Ministerio de Salud Pública, en 2009 el 34% de los adultos mayores de 60 años tenía presión arterial alta. Miguel Ángel no entra en ese porcentaje. Y por más que diga que no se estresa, lo ayuda la genética, el comer una dieta reducida en sodio y la cantidad de horas que camina por día.

No sabe cuántos kilómetros recorre, lo único que tiene claro es que a las 12.00 del mediodía sale desde Ciudad Vieja y a medianoche regresa. Empieza la rutina luego del mediodía “porque la gente joven que trabaja en la mañana no se quiere probar la presión”, argumenta. Y agrega: “A veces acepta alguna jovencita que se siente mal”.

Él parece no agotarse; eso que sus piernas no van a ningún taller de mantenimiento. Como tampoco lo hace con su manómetro, que según los protocolos internacionales de medicina debe ser calibrado cada seis meses.

Pero su máquina no para. No sabe de feriados ni vacaciones. No tiene patrón y tampoco empleados. Es simplemente él, con su conocimiento, contra el mundo. Las calles son su oficina y la conversación con algún cliente su hora de descanso.

Quienes lo conocen hace tiempo tienen su teléfono particular, que está siempre encendido, atento a la llamada de quien necesita una atención en el hogar.

Delivery incluido

Le sonó el celular. Quitó del bolsillo derecho de la bata blanca un pequeño aparato gastado, que apenas vibraba, y atendió. Miró para todos lados y se apartó. Parecía esconder algo. Es que a los clientes hay que cuidarlos.

“Era una señora que está con unos problemitas, me pidió que la pase a visitar”, contó dando por sentado que esa sería la forma de terminar el encuentro del día. Antes, la visita al último bar.

Era un bar, de los bien llamados bar. En el que venden grapa pura, la faina de orillo y conservan la máquina de moler café. Adentro reinaba la soledad. Un tuboluz tintineante apostado en el centro de la sala apenas alumbraba los cuadros que retrataban un pasado que se fue. Un mozo frotaba un paño húmedo sobre una mesa que tenía la resaca de quien la ocupó. Al fondo, una persona mayor leía el diario. Un cocinero escuchaba unos tangos en una cantora mal sintonizada. Luego más nada. Lo que más cabía era un profundo olor a humedad. De esa que penetra en la piel, con su frío mojado, con sus hongos que pintan las paredes.

–¿Control de presión?

Nadie respondió. Tan sólo un anciano del fondo atinó a extender su mano y con una cara cómplice dio a entender que no.

Al salir, dos muchachos tomaban una cerveza en una de las mesas linderas al bar, al aire libre.

–¿Control de presión?

–No, gracias.

Daba cierta angustia. Pero al despedirse la clienta lo esperaría en su hogar, pronta para ser atendida. Un saludo final y lanzó su reflexión.

“Tabaré me salvó la vida”, dijo mirando a los muchachos que tomaban la cerveza. Miguel Ángel entiende que el decreto aprobado por el ex presidente de la República Tabaré Vázquez, en el que se prohíbe fumar en espacios públicos cerrados, fue su salvación. “Ya no tengo que tragar esa porquería cada vez que entro”.

Se fue. El agarró una dirección y yo la otra. Pero su frase daba para pensar. “Tabaré me salvó la vida”, parece una frase fría, sacada del titular de un matutino, pero no lo es. Si se lo busca en internet, se puede encontrar qué más esconde Miguel Ángel.

La investigación en las redes sociales es rápida. En tres pasos se puede localizarlo y un hipervínculo conduce directo a su blog. Que un hombre de la calle tenga su espacio virtual parece realismo mágico; él lo tiene.

Firma como médico general y eso que nunca se recibió. De sus seguidores tan sólo hay un comentario. Alicia le escribió: “Miguel: gracias por estar como siempre. Mi amigo de Ley, mi amigo del alma, del corazón. Extraño nuestras conversaciones. Espero verte pronto”. El mensaje confirma qué hace un peruano deambulando por Montevideo: ejercita sus fantasías, el placer de escuchar y ser escuchado.

El raspe y gane de los inmigrantes

Hace tiempo perdí el dato de cuántas personas que he conocido en Canadá me han propuesto ganar dinero con los anuncios de los laboratorios farmacéuticos. Al principio me deprimió, pues atravesar media ciudad en búsqueda de fórmulas para escalar profesionalmente y toparme con este tema, lo único que lograba era alborotar esa venita hipocondríaca que tengo escondida, que tanta gracia causa a mis amigos. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba, mi curiosidad periodística se desbordó y me encontré con Rita una estudiante de sociología que estaba lista para unirse al juego y poco a poco la convencí de narrarme su primera experiencia como conejito de indias.

Rita cuenta que como era primeriza le preguntaron absolutamente de todo, el cuestionario fue extenso y supremamente detallado, luego le explicaron las retribuciones que obtendría y las ventajas de no pagar impuestos pues por ser una contribución, el dinero no es declarado. Los más experimentados saben cómo mercadearse mejor, desarrollan el olfato para buscar quién les da más. “Después de mirar por varios días, en MDS, Anapharma ella se decidió por un estudio que sólo requería un fin de semana y otras visitas regulares para ver los efectos del medicamento.

Era un estudio comparativo de la píldora anticonceptiva JAZMIN entre dos laboratorios médicos, uno que ya está en el mercado en Canadá y otro por salir en Europa. Un total de 22 muestras de sangre eran necesarias, pero según el laboratorio era menos que el porcentaje donado en las campañas de la Cruz Roja.

“A este examen le dicen “Scaning” y evalúa todos tus niveles, allí me pasaron un documento llamado Consentimiento Informado donde me explicaron los efectos frecuentes, secundarios, graves y letales de la pastilla”. Este consentimiento detallado y según los archivos históricos de la empresa, nunca se ha muerto nadie, además me hicieron firmar un documento para comprometerme a llamar inmediatamente al servicio que tienen de 24 horas, si presentaba una emergencia.

También me dieron la opción de escoger si utilizaba un catéter o no para las muestras de sangre, generalmente a las mujeres les hacen dos tomas extras para detectar embarazos y examinan la orina, el nivel de alcohol o si hay hepatitis, etc. En este segmento de preexistencias algunos voluntarios pueden ocultar información, sin embargo, si los resultados muestran alteraciones, los pacientes se remiten a un doctor y se bloquea su expediente clínico temporalmente.

No es una prisión

“No todas fuimos escogidas, pues presentaban inflamaciones en el útero, quistes en los ovarios o presión alta/baja. Cuando las personas no son aptas para el estudio las retiran, pues todo se advierte en el consentimiento que firmamos. Existen ciertas restricciones antes de tomar los estudios, como no tomar alcohol o café, porque alteran los procesos”. Puntualiza Rita.

Una vez el examen o scaning es satisfactorio, llaman a los voluntarios y participan en un sorteo, los no elegidos tendrán prioridad para ingresar a otro estudio. Es indispensable también que el seguro médico o “carte d’assurance maladie” esté vigente, por si la persona se enferma durante esa semana.

Rita no se sintió con claustrofobia, la gente puede estudiar, ver televisión, hablar por teléfono, chatear y conversar. El 85% de los voluntarios eran latinos de Guatemala, Republica Dominicana, México, Honduras Colombia, Perú, Chile y Argentina entre los participantes había de todo: profesionales, madres de familia, gente con empleo, sin empleo, estudiantes y el resto eran canadienses. “Todo el mundo tiene una justificación económica”. Confiesa Rita

Uno de los efectos secundarios más comunes son los dolores de cabeza por eso antes de salir deben permanecer un rato en la clínica hasta que se sientan bien. “Tendré que volver durante tres días en la mañana para que me saquen sangre, es para mirar en cuánto tiempo el organismo elimina el medicamento”. Explica mi colaboradora.

El tope máximo que pagan en un estudio es de 11 mil dólares, a veces los voluntarios deben permanecer un mes o más en la clínica depende si las pruebas son para esquizofrenia, controles de SIDA o alzheimer, gastritis o diabetes.

La hora de los vampiros.

Las compañías farmacéuticas de Quebec tienen su apodo: “los vampiros”, así las bautizó un estudiante latino de la universidad de Mcgill quien desaparecía por temporadas y la gente le preguntaba en dónde andaba y él decía “donde los vampiros” tiempo después sus amigos se enteraron que era “conejo de laboratorio”.

Rita conoció a Claire, una canadiense de 43 años, ella estaba lista para hacer su estudio clínico número 44 y aunque tenía un aspecto saludable, los laboratorios eran su vida, no le importa nada más que planear sus futuros estudios de menopausia y de la tercera edad. Otra colombiana le contó que de los 14 inviernos que había vivido en Canadá, llevaba once con el “raspa y gana” en Toronto & Montreal y le pagaba 200 dólares a otra paisana muy parecida a ella, para usar su seguro médico y tener acceso a varios estudios al tiempo. Mensualmente ella se gana unos 5 mil dólares.

“Cuando entramos en confianza me dijo que se estaba haciendo menos porque sufrió de una anemia aguda, pero seguía porque no sabía hacer otra cosa. Creo que cualquier inmigrante que llegue nuevo y caiga en sus manos perdió el año” Rita me dice sin esconder su malestar.

Otra chica Hondureña, muy simpática, le contó que sus dos hijos padecían deformaciones físicas y le ocasionaban muchos gastos, pero al menos con los estudios podía respirar económicamente. Igualmente conversó con Marie, una física nuclear canadiense que estaba allí porque quería pagarse un viaje a Cuba. Una joven venezolana le respondió que todas sus tarjetas de crédito le pitaban, entonces tenía que cubrir esos pagos “inmediatos”. Otras dos mujeres que charlaban sin interrupción resultaron ser madre e hija sometiéndose a las mismas pruebas para cubrir sus deudas.

“Yo tengo una amiga que es tan adicta a los laboratorios, que pregunta los precios de los estudios, hace citas, es una obsesionada, ya no le interesa saber qué medicamento le van a dar, le da lo mismo cualquier cosa, si es con catéter o no…después que le paguen bien”. Reconoce con pesar la estudiante.

Rita solo presentó su carnet universitario como identificación y ante la posibilidad de continuar en el “Raspe y Gane” respondió: “Cuando termine este estudio debo esperar un mes para inscribirme a otro. Me da tristeza saber que es la única manera de ganar 500 dólares en menos de un mes. Pero no seguiría aquí, quiero cuidar mi salud, ser madre. Me fue bien, otros estaban tan nerviosos que se les subió la tensión, yo solo pensaba que no podría adoptar esto como un estilo de vida porque mi objetivo es salir adelante en Canadá, no quiero tener dinero para ser una mujer ‘anónima”. Puntualizó la futura socióloga.

¿Víctimas o insensatos?

El doctor Comlan Amouzou, Presidente de la Asociación de Médicos Diplomados en el Extranjero considera que muchos inmigrantes que llegan a Canadá se enfrentan al problema de no poder encontrar trabajo en Quebec y por eso responden los avisos de publicidad de las compañías farmacéuticas. “Pienso que hay un problema grande a nivel del gobierno y de la sociedad de acogida porque muchos inmigrares profesionales no encuentran el espacio para trabajar y al someterse a tantos estudios ponen en riesgo su salud, pero no existe otra manera de mantener económicamente sus familias.

Por su parte, Jacques Alarcia, canadiense de ascendencia española, egresado de la Universidad de Laval cuenta que esta práctica es muy antigua, existe desde los 90 cuando la empresa Anapharm se empezaba a conocer, pues sus compañeros participaron en estudios médicos, algo común en Quebec. Sin embargo afirma: “Creo que quienes se hacen tantos estudios médicos están jugando con fuego porque cualquier medicamento tiene un efecto secundario así sea un dolor de cabeza, alergias, etc.”

Finalmente, Saima Zaidi, joven de origen paquistaní, diplomada en Investigación Clínica de la Universidad de Mcgill, afirma que se opone a que las industrias farmacéuticas prueben sus medicamentos en voluntarios sanos. “En Mcgill ofrecen recompensas a los estudiantes pero deberían hacer los estudios en personas que ya tienen una enfermedad en una fase terminal y desean cooperar con la ciencia”.

Mientras tanto, la pauta publicitaria sigue: Algorithme Pharma anuncia: “jóvenes no se maten la cabeza, hagan estudios médicos, paguen sus gastos extras y reciban una recompensa de 700 a 4000 dólares dependiendo del estudio”.

Donde hay poca justicia es un peligro tener razón

Francisco de Quevedo

En una ciudad de Cuba, cuyo nombre no me acuerdo ni quiero acordarme…

— Buenas tardes.

— Buenas Tardes. ¿Qué desea?

— ¿Departamento de Inmigración?

— Si. ¿Qué desea?

— Quiero viajar al exterior.

— Nombre.

— Miguel Martínez Olivares.

— Dirección.

— Contreras 35 entre Peñas Altas y Gelpi.

— Edad.

— La edad de Cristo al ser crucificado.

— Edad.

— ¿A qué país desea viajar?

— A Estados Unidos.

— ¿A qué país desea viajar?

— Estados Unidos.

— ¿Estados Unidos?

— ¿Algún problema?

— Bueno…este…

— Espero que no haya problemas. Por la televisión dijeron que si uno tenía dinero podía viajar a donde quisiera.

— Si pero…Mire hay otros países.

— Lo sé. El mundo tiene ciento noventa y dos países. ¿Y qué? Yo no quiero comprar el mundo. Yo quiero viajar a los Estados Unidos. El país que el resto del mundo odia y ama a la misma vez. ¿Entendido?

— ¿Motivos del viaje?

— Soy un buen hijo de la cultura y las ideas.

— Eso lo sé. Eres graduado universitario. ¿Motivos del viaje?

— Soy un buen hijo de la cultura y las ideas.

— Volvemos a lo mismo. Tu respuesta no es la respuesta que busco.

— No entiendo. Explíquese, por favor.

— Según el Larousse Ilustrado de la Lengua Española, viajar significa: Trasladarse de un lugar a otro, generalmente distante, por cualquier medio de locomoción, vehículo, etc.

— Sé lo que significa viajar. Me gradué con Título de Oro en la Universidad.

— Entonces sabrás que el ser humano viaja por diferentes motivos: por placer, negocios, cultura, deporte y muchos más pero…esta oficina nunca dará permiso para viajar a los ciudadanos que digan que viajan por problemas económicos muchísimo menos por motivos políticos. Esos ciudadanos no merecen vivir, esos ciudadanos difaman el nombre de nuestra patria, esos ciudadanos olvidan que: Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos; es desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional; es defender valores en los que se cree al precio de cualquier sacrificio; es modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo; es luchar con audacia, inteligencia y realismo; es no mentir jamás ni violar principios éticos; es convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y las ideas. Revolución es unidad, es independencia, es luchar por nuestros sueños de justicia para Cuba y para el mundo, que es la base de nuestro patriotismo, nuestro socialismo y nuestro internacionalismo”. ¿Entiendes ahora?

— Más o menos.

— Entonces… ¿viajas por placer?

— No.

— ¿Por negocios, motivos religiosos, reunificación familiar?

— No.

— ¿Tienes una novia norteamericana?

— No.

— ¡Ven acá! ¿Por qué motivos viajas?

— Viajo por motivos de salud.

— ¿Por salud?

— ¡Sí, por salud! El Comunismo me sube la presión.

— Denegado. Usted no cumple los requisitos para viajar al exterior.

El Comunismo me sube la presión se convirtió en la frase más memorable del protagonista de esta historia. El veintiuno de septiembre del dos mil once, Miguel Martínez Olivares es llevado a juicio por Desacato, Difamación, Calumnia e Injuria, cuya sentencia es de uno a tres años de privación de libertad.

Mi profesor de Periodismo Investigativo me dijo una vez: El cubano es como el sol, está en todas partes buscando Asilo Político. Yo invito a mi querido mentor que recuerde una célebre frase del Libertador Simón Bolívar: » Huid del país donde uno solo ejerce todos los poderes: es un país de esclavos. «

Podría hacer una Maestría de por qué muchos cubanos sueñan con vivir tras geografías pero…

  • La Señora Síntesis me ordena ser breve.
  • La emigración hacia el exterior se ha convertido en un fenómeno tan natural en la isla que el cubano por tal de conocer otras tierras, vende su propia identidad.
  • Cuando un pueblo pierde su identidad es manipulable; no tiene los requisitos necesarios para pertenecer a los libros de historia.

Quizás cuando reciban este trabajo este preso o muerto. ¡Sí! Por mis ideas y preguntas fuera de contexto y mis sugerencias sobre las verdaderas causas de la emigración y la solución para acabar con la crisis del país, soy objeto de persecución por algunos órganos policiales.

A lo mejor gane su concurso y muchos podrán saber la realidad sin artificios de Cuba: la isla donde desterraron a Dios. Pero si viajo al exterior alguna vez seré un hombre muy feliz. Ese día podré decir sin temor a ser agarrado por los tentáculos de la censura: Me fui del país porque…ser cubano es una maldición. Su único derecho: tener un ataúd; y eso si firmó un contrato inviolable con el director del cementerio; las tumbas también son para los extranjeros.

UNA FRONTERA: UNA HERIDA

REFLEXIONES DESDE EL ARTE SOBRE LA MIGRACIÓN

Cada muro que se levanta entre un país y otro, es una cicatriz no cerrada en el sistema que se yergue para mostrar su vulnerabilidad, su descomposición; cada persona que muere tratando de cruzar la frontera materializa un reclamo a su propio país, a la región destino y a cada uno de los que atestiguamos su muerte. Cada muerte es una herida que se abre en el cuerpo social, es una mutilación, es un grito silencioso, un lamento.

Desde la trinchera del arte, muchos artistas han realizado obras que ponen de manifiesto la problemática que existe en torno a la migración, se trata de artistas que confrontan las estructuras de poder y hacen evidencia de sus mecanismos de control. Son piezas controversiales en muchos casos, que suelen ser mal recibidas por aquellos que esperan encontrar en el arte una estética complaciente, pues muy por el contrario, estas obras generan un shock; alteran los sentidos ya que nos aproximan a la problemática de manera muy sensorial, el filtro de la razón queda por un momento suspendido y aparece la crudeza del mundo en el que vivimos, un mundo que pone barreras, simbólicas a veces, y otras tan evidentes como los muros que se levantan en las fronteras.

La estética en estas obras se compromete de manera política para hacer visibles las situaciones de inequidad que en nuestra vida diaria hemos dejado de cuestionarnos, preguntas simples como ¿Por qué hay países sórdidamente ricos y otros paupérrimos? Preguntas que tratan de ser respondidas a través de respuestas legitimadas por los grupos de poder que postulan de manera simplista que los países latinoamericanos son poco productivos, que su gente es floja, poco inteligente, o tiene muy mala educación y sus gobiernos son corruptos, sin negar que las dos últimas tienen fundamentos, lo cierto es que se nos ha tratado de imponer muchos prejuicios sobre nosotros mismos para que nunca intentemos franquear esos enormes abismos que existen entre nuestros países y los del llamado primer mundo, se nos presentan de manera que no exista siquiera sospecha de que mucha de nuestra pobreza tiene que ver con el sistema económico impuesto por estos países. Para lograr la aceptación tácita de su poder sobre nosotros con el pretexto de sus buenas intenciones de civilizarnos. Lo cierto es que si países como México no contaran con gente productiva, no tendríamos a uno de los millonarios más célebres del mundo: Carlos Slim, cuyas empresas han monopolizado el mercado mexicano.

Shibboleth es una obra que realizó la artista Doris Salcedo en el Tate Modern de Londres, se trata de una gran grieta de 167 metros de largo que irrumpe en el piso del museo, una grieta que pone de manifiesto ese gran abismo que existe entre los países de primer mundo y el resto, según la artista “La obra lo que intenta es marcar la división profunda que existe entre la humanidad y los que no somos considerados exactamente ciudadanos o humanos, marcar que existe una diferencia profunda, literalmente sin fondo, entre estos dos mundos que jamás se tocan, que jamás se encuentran”.1 Esta obra es muy interesante porque materializa esa gran división que ha existido desde siempre en el mundo, y que se conjuga en una dialéctica tan simple como los ricos y los pobres, los que tienen el poder y los que no, los civilizados y los primitivos, exóticos y/o salvajes. Los esquemas de explotación hacen esas diferencias insalvables, tratan de justificarse por la diferencia de culturas y no por la débil posición política que tenemos en un mundo globalizado donde las transnacionales son las colonizadoras contemporáneas, empresas de “primer nivel” que vienen a los países tercermundistas para aprovechar la mano de obra barata y los recursos disponibles, sin dejar ningún beneficio a largo plazo para estas regiones.

Otra cuestión importante a pensar es la política internacional en materia migratoria, la doble moral que existe en los países desarrollados que aceptan dar trabajo mal apagado a los inmigrantes pero al mismo tiempo los sancionan restringiendo su estancia a la ilegalidad permanente. La artista Teresa Margolles en 2009 dentro del marco de la bienal de Venecia, colocó en las puertas y ventanas del pabellón de Estados Unidos, una serie de mantas teñidas con la sangre de una persona asesinada en México, exhibiendo así la profunda relación que existe en la política de nuestro vecino del norte en relación con la violencia en México, ya sea en algo tan evidente como el número de personas detenidas en la frontera, en los que mueren en el desierto en viajes clandestinos de cruce o en aquellos que son descubiertos y asesinados por los policías norteamericanos. El muro que divide a nuestros países se llena cada día más de sangre, se ha convertido en una herida purulenta cuyo pronóstico es cada vez más oscuro, obvia ser dicho que en la agenda norteamericana cada año se aplaza la propuesta política prometida en materia de regularización de la migración, dejando sin el menor remordimiento que la sangre se siga acumulando.

En un mundo donde el narcotráfico, la violencia, la muerte, la injusticia y la desigualdad se han convertido en la norma y no en la excepción, es de esperarse que prolifere un arte que exteriorice sus padecimientos. La obra de Santiago Sierra tiene referencias claras a problemas migratorios, en la obra 20 trabajadores en la bodega de un barco, contrata a veinte inmigrantes para que pasen la jornada viajando clandestinamente dentro de un barco, resaltando las pésimas condiciones que deben enfrentar los que desean ingresar a otro país de manera clandestina. En 200 trabajadores inmigrantes teñidos de rubio, se pone de manifiesto este deseo de ingresar al primer mundo, que se retrata en el cabello rubio que es símbolo de nobleza y poder, y la pérdida de identidad, todo lo que una persona es capaz de sacrificar en aras de integrarse a un medio de vida más digno aunque ello signifique por un tiempo perder, de hecho, la dignidad. En la 50ª Bienal de Venecia, el mismo artista impide la entrada al pabellón de España a aquellos que no cuenten con DNI o pasaporte español, poniendo en evidencia la exclusión que existe para las personas con motivo de su lugar de origen. El artista comenta acerca de la obra “aquí se exhibe con toda su crudeza el privilegio de la nacionalidad”. 2 En México tenemos a muchas empresas internacionales que proporcionan salarios más altos a personas extranjeras o que ponen en sus puestos directivos a extranjeros, pero no se trata de cualquier extranjero, sino obviamente de aquellos que vienen del primer mundo, esa es la enorme grieta que colapsa nuestros mundos. Y sin embargo, es una grieta que ya no sólo se manifiesta entre países, sino dentro de una misma nación donde las clases sociales se distancian enormemente una de otra, quedando sólo ricos y pobres, esto es lo que expuso la artista Teresa Margolles en 2007 con su obra Herida, expuesta en la Fundación Jumex, se trata de una zanja realizada por la artista en el suelo de la galería donde vertió sangre y otros residuos corporales de personas que habían tenido muertes violentas. Es una pieza que muestra esa frontera que divide a los vulnerables de los protegidos, a los que ejercen el poder y a aquellos sobre quienes se ejecuta, a los que son individuos de aquellos que sólo son un medio de producción y por lo tanto son sólo residuos, carne, desperdicio social, excedente.

El problema de la migración no es un problema de movilidad, es un problema de distinciones, de explotación, de poder. Un problema sobre qué países toman decisiones globales que les benefician a sus economías, sobre quien define la normatividad en materia salarial, en precios, en prestaciones, en seguridad social; sobre cómo se administra la riqueza y por más trillado que parezca, sobre quien posee los medios de producción.

Por eso, mientras sigan existiendo estructuras de poder que manipulen la economía global, estos problemas no serán resueltos, y mientras tanto no dejaremos de tener personas que arriesguen su vida en busca de una vida digna que les ha sido negada hasta ahora, haciendo cada vez más numerosas esas heridas sociales, esos sollozos, esas lápidas sin nombre que llevamos a cuestas.

1 Manuel Toledo, Doris Salcedo: canto contra el racismo, BBC Mundo, http://news.bbc.co.uk/hi/spani…

2
Ángeles García, La España tapiada se Sierra sofoca Venecia, El país,

http://www.elpais.com/articulo… ul_2/Tes

Nuevos europeos, fuera de casa

A veces es tan sencillo como usar el vocabulario correcto. Contaba hace unos días un papá madrileño, descendiente de guineanos, que su hija -mulata- había llegado a casa diciendo que “a la muñeca de un dibujo, le iba a pintar la cara ‘color carne’”. A la pequeña, de 5 años, en el colegio le habían explicado que aquella tonalidad correspondía al rosa claro y el padre tuvo que empezar por el principio: “La carne puede ser de distintos colores”.

La Europa de hoy no es la de ayer. Ni siquiera la de hace una década y media, cuando Lucía Asué Mbomio, una periodista madrileña, hija de segoviana y guineano, era una extraña a los ojos de muchos de sus compañeros en su escuela de Alcorcón: “Yo fui la ‘negrita’ del colegio y la ‘mulata’ del instituto; hoy soy Lucía”. Y también representación española, como reportera, del programa Españoles por el Mundo, de TVE, que acerca los destinos de fuera a los hogares de dentro, a través de las vidas de los españoles que un día emigraron.

Como ellos, millones de familias de otros lugares, dejaron sus casas para procurar un porvenir mejor en Europa. Residen en 25 de los Estados Miembros distintos de la Unión Europea y en Noruega. Un dossier comparativo recientemente presentado por la Secretaría de Estado de Inmigración y Emigración de España esboza cómo es la integración de estos nuevos europeos. El proyecto tiene su origen en la última Presidencia Española de la UE y completa, a petición de los propios Estados Miembros, un informe presentado en la IV Conferencia Ministerial sobre ‘La integración como motor de desarrollo y cohesión social’, que se celebró en Zaragoza en abril de 2010.

El trabajo se refiere, en concreto, a las facilidades concedidas a los extranjeros por los gobiernos europeos para su adaptación al nuevo entorno y presta atención al mercado laboral; al desarrollo del capital humano, donde incluye la adquisición de la lengua, los programas de formación y mediación y el reconocimiento de las cualificaciones; los distritos con diversidad, y la inclusión en la sociedad civil. “Del documento se infiere que la integración positiva de la población inmigrante beneficia a la cohesión social tanto en términos culturales como económicos”, explican desde la Secretaría de Estado.

En el continente los gobiernos usan diferentes estrategias para la integración. Primero, porque también es distinto el volumen de ciudadanos llegados de fuera en cada uno de estos países. Del 0,3% de personas inmigrantes que reside en Bulgaria, según el Eurostat (24.000 personas) algo más según el cálculo del Gobierno; al 5% de Portugal; el 5,8% de nacidos fuera, en Francia, según datos de 2006 (3.674.000 personas); el 6,5% de inmigrantes en 2009 en Italia (3.891.000 personas); el 9,1% en Reino Unido (971.000 personas); el 10,24% en España (4.791.232 de personas), según datos de diciembre de 2009, o el 19% de personas de origen inmigrante en Alemania (15.600.000). En Finlandia, paradigma de la educación, el porcentaje de inmigrantes ron-da el 2,9% (155.705 personas).

Por eso, son fundamentales las políticas de ‘integración’ que, según este estudio, han llevado a cabo en los últimos años estos países. En Alemania, por ejemplo, desde 2007, uno de los requisitos para la reagrupación familiar es poseer conocimientos básicos del alemán. E, incluso, se puede exigir a los inmigrantes que no cuentan con suficiente nivel lingüístico que asistan a clases de idioma. El Gobierno alemán también fomenta los llamados ‘cursos de integración’, que junto a la lengua, incluyen clases de historia y cultura alemana, así como de su sistema político y jurídico. Algunos Lander, como Baja Sajonia, Renania del Norte- Westfalia y Berlín, han comenzado programas adicionales de apoyo a la integración. Y el Comisionado del Gobierno federal alemán para la migración, los refugiados y la integración, y el sector privado, han escrito la “Charta der Vielfalt” (www.charta-der-vielfalt.de) con el objetivo de obtener un entorno laboral sin discriminación, que ya han firmado 600 empresas.

En el resto de países, también se prima la enseñanza de la lengua. En Francia, por ejemplo, en 2003, el Gobierno francés introdujo un ‘contrato de acogida e integración’, obligatorio desde 2007, que exige que los recién llegados se comprometan a aprender francés y a someterse a una evaluación de sus competencias lingüísticas antes de entrar en el país. Muchos de los extranjeros que llegan a Francia cuentan con un nivel educativo y una formación bastante alta; cerca de la mitad posee nivel de educación secundaria y otro tercio está cursando o ha terminado un curso de educación superior, según este informe. Sin embargo, “por des-gracia, todavía existen obstáculos para reconocer grados, títulos y certificados obtenidos en países de fuera de la Unión Europea”, añade el estudio.

En Italia, la adquisición del idioma no es actualmente un requisito para obtener la residencia permanente. Sin embargo, también se espera que los inmigrantes aprendan la lengua como parte de su proceso de integración y “otras grandes aptitudes” y las reformas recientes han puesto en marcha más políticas de aprendizaje activo de la lengua, aunque todavía sin definir. En Portugal, no para residir pero sí para obtener la nacionalidad, uno de los requisitos es poseer conocimientos lingüísticos. Y el gobierno luso ofrece el programa de idioma y educación cívica, “Portugués para todos”, que gestiona la ACIDI, que desarrolla cursos del idioma para extranjeros.

Aunque también existen otras experiencias originales, como en Austria, donde se ha gestado el programa ‘Mentores para migrantes’, que supone que los mentores -jefes austriacos con experiencia- ofrecen apoyo a los migrantes cinco horas a la semana durante tres meses; o en Bélgica, donde a cada una de las personas que busca trabajo en Flandes, Valonia y Bruselas se le ofrece respaldo en un ‘nuevo comienzo’ antes de que caiga en un desempleo a largo plazo. El Gobierno belga también ha creado un departamento gubernamental especial sobre “diversidad y trabajo”, que se centra en que los inmigrantes, las mujeres y los discapacitados accedan en condiciones de igualdad al mercado de trabajo. Entre sus actividades se incluyen organizar un apoyo de formación específico y eliminar la discriminación. Y, en 2007, el Gobierno británico constituyó el Comité Asesor sobre Migraciones (MAC) para que se determinase la escasez de competencias que existía en el país. Este Comité publica, periódicamente, listas con las profesiones que hacen falta y con-forma los pilares de la “Lista Dos” del sistema de puntos en el Reino Unido (trabajadores cualificados de terceros países).

En el caso de España, el informe pone de manifiesto la relevancia de los instrumentos de cooperación entre los distintos niveles de la Administración en materia de inmigración, dado que la aplicación de las políticas de integración se lleva a cabo básicamente a nivel autonómico y local. Entre ellos destaca el Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración, impulsado en 2007. “La Secretaría de Estado de Emigración aprobará en breve un segundo Plan Estratégico, bajo el cual se desarrollará la política de integración hasta el año 2014”, aseguran es su web.

La integración, según la RAE, supone, entre varios de sus significados, “hacer que alguien o algo pase a formar parte de un todo” o “aunar, fusionar dos o más conceptos, corrientes, etc., divergentes entre sí, en una sola que las sintetice”; definición por la que en la fusión, los ‘elementos’ diferentes perderían sus matices. Por eso, algunos expertos en interculturalidad son cautelosos en el uso del término, tanto en los discursos como en las políticas de los países. A veces es tan sencillo como usar el vocabulario correcto.

NOTA INFORMATIVA: Nuestra Fundación Universidad Hispana (FUNHI), acaba de aperturar una nueva convocatoria «Notas Migratorias César Vallejo 2020″… Próximamente información oficial en el site de nuestra: Fundacion Universidad Hispana
Puedes enviar tus notas migratorias al siguiente email: distincionhonoriscausa@hotmail.com

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