La paz invadió mi cuerpo en el momento en el que la vida se escapaba de él.

Nunca pensé que sería yo la que reclamaría su presencia.

Frustración, soledad, pena, amargura… sentimientos que pesaban como losas sobre mí. Llevaban demasiado tiempo conmigo. 

Primero, fue solo una idea, una locura; para instalarse definitivamente. Todos los días, sin darme cuenta,le dedicaba algo de tiempo dentro de mis pensamientos. Hasta que mi amargura, odio y rabia pasaron a convertirse en alegría, despreocupación y euforia.

Lo preparé todo minuciosamente. Cada detalle, como si fuera mi boda. Estaba decidida a «casarme con la muerte». Ella me haría feliz y para un día tan señalado, no podía dejar nada al azar.

Tenía que ser algo digno de mi y por supuesto, efectivo. Quería que fuera indoloro y a la vez » placentero». Solo necesitaba elegir el lugar, el modo y los medios que iba a necesitar para llevarlo a cabo.

Lo primero era tener bien claro el modo de hacerlo, no quería que hubiese fallos.

Internet es una gran fuente de información y me mostró un amplio abanico de finales posibles. Unos horrorosos, otros poco efectivos y algunos tan dolorosos que te hacía hasta replantearte que vivir era más fácil. El colmo del dolor.

Agotada de tanta muerte, cerré el portátil. De repente, mi cerebro dio con la solución. Era eficaz, nada doloroso, y barato; que encima hoy, hasta para morirse hay que pagar.

Los medios para llevarlo a cabo estaban al alcance de mi tarjeta de crédito, y además, aunque no fuera así, nadie me iba a venir a reclamar después ningún impago.

Una vez convencida del paso, todo empezó a fluir solo. Era como estar dentro de una ópera italiana en la cual la protagonista era yo.

Solo faltaba encontrar el lugar perfecto.

En mi casa no lo podía hacer. Primero, porque era inviable tal y como lo había planeado. Y segundo, resultaría demasiado vulgar. Si un cuerpo lleva horas sin vida, empieza a oler a desechos, porque defecan cuando mueren, y va acompañado de un olor ácido que es el sudor y demás secreciones que se expulsan por casi todos los orificios del cuerpo.

Ya me lo estaba imaginando,el olor empezaría a extenderse por escalera y rellano.

Los vecinos no lo soportarían, buscarían el origen y lo hallarían delante de mi puerta, donde tocarían el timbre esperando explicaciones. Finalmente terminarían llamando a las autoridades, los cuales acabarían el asunto tirando la puerta abajo a falta de noticias.

El insoportable olor les echaría para atrás mientras que los vecinos, aún así, intentarían entrar a todo costa para saciar su curiosidad. Y me encontrarían a mí, con el cuerpo hinchado por los gases emitiendo un hedor que recordarían siempre. Murmurarían entre ellos y dentro de sus casas, harían todo tipo de comentarios y especularían sobre cual habría sido la causa.

Y siendo sinceros, me merezco algo mucho mejor que eso.

Así fue como empecé a preparar el viaje hacia mi fin.

Me puse manos a la obra más emocionada que en los últimos años.

A mi trabajo llamé para decirles que no volvería, no me pidieron ni explicaciones, solo me comentaron de forma escueta y seca lo que ya sabía. Escuché pacientemente como siempre he hecho y colgué. Ya no tendría que estar preocupada ni por fichar a la hora ni por llegar a fin de mes. Todo me resultaba de repente, banal.

Al banco no llamé para decirles que ya no les iba a pagar más la hipoteca, me satisfacía bastante el hecho en sí.

No me despedí de mis vecinos ya que en vida habían sido como una úlcera estomacal.

Tampoco lo hice de amigos o familia ya que eran inexistentes.

Dejé la casa como estaba, no me llevé nada conmigo. Solo las tarjetas de créditos y mi carné de conducir.

Elegí el lugar idóneo, especial y único donde morir solo fuera un paso más.

Alquilé un coche por unas semanas y me fui. Después de varias horas conduciendo, llegué a mi rincón favorito del mundo, donde siempre me recordaba feliz.

Me alojé en un parador precioso que se encontraba cerca de un bosque frondoso junto a un lago que reflejaba la luna cuando ésta le regalaba su presencia. Ellos serían testigos de mi último aliento y yo de ellos. Allí tendría cita la » ceremonia».

Me regalé varias semanas sin horarios, sin ataduras y sobre todo, sin piedras en mi espalda. Me sentía ligera y más llena de vida que nunca ahora que sabía que esta se acababa.

Salía a pasear todos los días, me adentraba en el bosque que tantas veces había recorrido de pequeña y el cual no tenía secretos para mi. Su grandeza y armonía me seguía sobrecogiendo como el primer día que lo vi. Desde ese momento, quedé atada a ese lugar. Los árboles se movían al compás del viento, como si fueran uno. Y sus habitantes componían canciones por la noche.

Me dediqué por completo al placer de mis sentidos.

A mis ojos les regalé El Infierno, de Dante Alighieri.

A mis oídos El lamento de Dido, de Henry Purcell.

A mi olfato aire puro, rodeada de tanta naturaleza alrededor y alejada de la ciudad.

A mi paladar el manjar más exquisito acompañado del mejor licor del mundo traído solo para complacerme.

Y a mi cuerpo le regalé masajes, caricias… mías, suyas, tuyas… Placer.

Y el toque final… llegó.

Frente al lago me estacioné con el coche. Contemple la paz que invadía ese lugar y que en unos minutos también lo haría en mi alma. Esperé a que la luna saliera y brillará solo para mí. Y así lo hizo, en todo su esplendor. Todo estaba listo.

No paré el motor, pronto sus gases me dormirían y me daría lo que tanto había reclamado: mi muerte.

Sentada en el asiento del conductor, inhalando el gas, cerré los ojos y mi último pensamiento fue la nota que deje en la mesilla de noche de mi habitación en el parador:

» Frente al lago me hallareis contemplando la belleza que en vida no supe ver».

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