Estaba hojeando mi diario íntimo, un libro de tapas forradas en tela de color rosa, algo gastadas por el paso del tiempo, y que me habían regalado mis padres cuando me gradué en el colegio de las monjas. Estaba por cumplir cuarenta años mi libro, si mal no recuerdo. Lo abandoné mucho tiempo, tal vez porque estaba preocupada por cómo iba a enfrentar la vida con mis dos hijas sola, pues la relación con Ricardo, mi esposo, no había concluído en buenos términos y me olvidaba de escribir.
Me detuve en un folio que decía:
«No quiero vivir más con Ricardo, tengo miedo que lo que me contó Roberto, eso que me dijo que Ricardo lo había violado cuando era un niño y que continuó haciéndolo hasta su adolescencia, sea cierto. No sé si creer a Roberto que afirma tal aberración, o creer a Ricardo que lo niega, pero las dudas me carcomen y le perdí la confianza.»
Entonces se me hizo presente el recuerdo cuando Ricardo, de rodillas, me suplicó que le creyese, que él no hubiese sido capaz de violar a su hermano menor, que sólo eran fantasías de Roberto, mientras lloraba como un niño. Yo me mantuve de pie, firme y dura como una roca con mi pequeña hija en brazos, mi panza de seis meses de embarazo y mi maleta. Estaba enojada con toda la familia de mi marido, ¿por qué Roberto acudió a mí con este problema? ¿por qué no se lo planteó a sus padres para que pudiesen darle una atención cuando era un niño, en caso de que estos graves dichos hubiesen sido ciertos? Llegó el taxi y partí.
Fue muy duro para mí dejar a Ricardo porque era mi esposo y lo amaba, pero puedo decirlo por experiencia que el peor enemigo del amor es la desconfianza, y yo me sentí lastimada con la herida del puñal que cala hondo en el pecho. Recuerdo que me sentí muy avergonzada, rechacé lo sucedido y me convencí a mí misma que aquello tan horrendo no me había pasado, lo oculté y entonces me enfoqué en el futuro, en mis obligaciones, y seguí adelante petrificando ese episodio de mi vida que permaneció escondido en algún rincón de mis emociones, en ese lugar íntimo de mi ser donde guardo mis sentimientos frustrados.
Avancé un poco más en mis escritos:
«Mis hijas están entrando en la adolescencia y preguntan por su padre. Traté de hablar con Ricardo y me rechazó, claro, ahora tiene otra mujer con tres hijos y no desea ver a las mías.»
Me pregunto que culpa tendrían las niñas, o es que deberían ser castigadas porque su madre decidió abandonar a su padre.
Di vuelta varias páginas más y me detuve ahora en una de las más recientes y leí:
«El agresor siempre regresa más aún cuando ha quedado insatisfecho por no haber podido lograr la destrucción total de ese ser que le habría causado, según él, daños irreparables.»
Roberto, aquel joven homosexual que me clavó el puñal hacía casi cuarenta años, se había transformado en un conocido diseñador de alta costura y le gustaban mucho las cámaras de televisión, aparecía con frecuencia en los programas amarillistas. Publicó un libro narrando con lujo de detalles que había sido violado por su hermano mayor, y como haciendo pinceladas en su relato contó mentiras y bajezas sobre mí en su libro en un lenguaje vulgar y provocador, las que ciertamente nunca habían ocurrido en mi vida conyugal, sólo fueron inventadas por Roberto vaya uno a saber con que fines. Lo cierto es que yo me sentí humillada y agredida.
Y yo nunca podré comprender esta actitud de Roberto hacia mí, pero gracias a su libro, gracias a su exposición pública, gracias a su victimización frente a los medios, logró liderar la lucha de la comunidad gay en pos del matrimonio igualitario y Roberto está ahora felizmente casado.
Al final de mi libro rosa, exactamente en el último párrafo, leí:
«Ayer en la calle me crucé con Ricardo, casi no lo reconocí, está tan viejo, flaco, arrugado, que al principio lo confundí con un «cuida coches» por lo sucio y desprolijo. El hecho de verlo con ese aspecto me produjo lástima, y también rabia y hasta repulsión, pero me acerqué y le hablé; me contó que estaba solo, que su familia se había dispersado, pero que viajaría a Miami a casarse con una señora muy acaudalada. Continuó hablando incoherencias, todas mentiras. Está completamente loco y delira. Al principio pensé darle mi teléfono y ofrecerle ayuda, pero enseguida reaccioné ¡no! me dije a mi misma. Me despedí disculpándome porque tenía prisa ¡Suerte! le dije y seguí caminando, mientras pensaba que Roberto había destruido a su hermano en una salvaje campaña de venganza. Me quedé con un sabor amargo, y con las mismas dudas.»
(foto: cumpleaños 96 de mi madre y toda la tropa)
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