De una pieza en el Conventillo de la Calle Santa Isabel, caímos al campamento “General René Schneider”. Los hijos de la amiga inseparable de mi mamá, mi hermana y yo emprendimos junto a ellas una aventura que marcaría el antes y el después de nuestra vida en la esa vieja casona de adobe con una imponente y maciza puerta de roble que desde la calle antecedía a un pasillo lúgubre de baldosas mal tenidas, a lo largo del cual había una fila interminable de puertas una frente a otra. Cada pieza era una bóveda alta, sin ventanas con un puerta en tres de sus cuatro muros. Las dos de los costados podían contactarse con habitaciones contiguas, para cuando algún inquilino más pudiente podía arrendar más de una habitación. Al final del pasillo había un pequeño patio de luz, con un pileta de cemento y dos baños, sección de la casa cuyo uso era compartido por todos quienes allí vivíamos.
Al costado del patio una escalera de madera rancia y enclenque presta a sucumbir en cualquier momento, conducía a un balcón y a una hilera de habitaciones en el segundo piso. Esas eran las únicas que tenían ventana y allí vivía la amiga inseparable de mi mamá, su esposo y sus dos hijos.
Un día cualquiera, nuestras madres pusieron todas nuestras pertenencias sobre las colchas, las amarraron y junto con ellas nos subieron a un camión que un recorrido que nos pareció muy breve, por lo insólito y novedoso. Llegamos a un lugar baldío, cerca de la cordillera y de unas viñas.
Llegaron también otras personas y lo primero que cada uno hacía era plantar una bandera chilena y acto seguido hacían una ruca con frazadas, plásticos, mantas o lo que fuera… era una casa, como la de nuestros juegos.
Ahí conocí al Jastin, él era el más bacán andaba a pata pelá, con el pelo suelto y revuelto, la cara sucia, los mocos colgando, las unas largas y el cuero al sol y al viento.
A cualquier hora del día o de la noche podía ir y venir y no necesitaba permiso de su madre. Y digo madre, porque parece que su padre parecía no contar para nada más que no fuera el trabajo.
En donde fuera que estuviésemos había que ir a la escuela, lugar en el cual mis dos hermanos postizos, mi hermana el Justin y yo nos hicimos familia.
El Justin, iba a la escuela cuando él quería, no le importaba hacer ruidos al comer, tirarse peos o eructos, meterse los dedos a la nariz, rascarse cualquier parte de su cuerpo o decir palabrotas en frente de quién fuera.
Se subía a cantar a las micros, cuando terminaba una canción, pasaba por los asientos haciendo sonar algunas monedas dentro de un tarro. Les miraba con sus ojos grandes, negros, redondos y dulzones y hacía una especie de reverencia, pegando su barbilla contra su pecho, alzaba sus ojos negros y perfectos y sus largas pestañas chuzas parecían incrustarse en sus mejillas. Dibujaba una sonrisa y decía:
_ Que Dios le Bendiga”.
Era raro escuchar la palabra Dios en la misma boca por la que había escuchado expulsar las palabras más feas y prohibidas del planeta.
Lo que es nosotros no podíamos decir ni poto, ni caca, ni pichí… las palabras desordinarias para expresar aquello eran cola, de lo mayor y de lo menor.
El Justin era nuestro ídolo. ¡Cómo nos hubiera gustado parecernos a el, aunque fuera un poquito!
Recuerdo el día en le pedí prestado un piojo, el me miró sorprendido y me preguntó: ¿tai segura?
_ ¡Si! Insistí.
Metió el dedo gordo y el índice entremedio y su pelo y trasladó de su cabeza a la mía un piojo rechoncho y gordito.
Mi mamá me miraba cada cierto rato, con cara de punto, parece que podía olerlo o que yo tenía un cartel colgado del pescuezo que decía: “Tengo un piojo”.
Después del almuerzo, se sentó patiabierta en un piso que colocó a pleno sol y yo debí arrodillarme entre sus dos piernas y apoyar la cabeza en su falda, la cual había cubierto con un paño blanco. Con mi cuello doblado hasta el infinito, mi rostro pegado contra la falda sentía el olor del ajo, del comino y del orégano mezclado con el del jabón Popeye con que había sido hervido el paño blanco, además de sentir, como me se incrustaban en las rodillas hasta el hueso las piedrecillas del patio, el sol que me calentaba la nuca y las manos de mi madre que apartaba uno a uno los pelos de mi cabeza.
Era la posición perfecta para rezar.
-Señor Dios! Por favor te lo pido, que mi mamá no encuentre al piojo del Justin.
Estaba yo en la conversa con Dios, lo cual me ayudaba a olvidarme de las piedritas que me llegaban al hueso cuando oí a mi madre gritar:
_¡Aquí está! ¡Yo sabía!
Sentí como arrastraba milímetro a milímetro entre las yemas de sus dedos, al piojo del Justin, a todo el largo de un par de pelos. Me preguntaba ¿cómo es que alguien podía encontrar a un ser tan diminuto en una maraña de millones de pelos muy largos y crespos.
_ ¡Noooo! Grité con fuerza. ¡No lo mates!
Ella me miró desconcertada._ ¿Qué te pasa?
No es mío. _Respondí.
_ ¿Cómo no es tuyo? ¿de qué hablas?
_Solo lo pedí prestado y tengo que devolverlo.
A pesar de mi súplica, mi madre puso al piojo encima de la uña del dedo gordo. Era bien fornido, negro, con el vientre abultado y redondete. Pude escuchar el reventamiento, su sangre y sus sesos quedaron esparcidos en mi cara de espanto.
¿Porque podría ser malo tener un piojo cuando el Justin tenía tantos y se veía tan feliz? Odié a mi madre ¿cómo le explicaría al Justin la animadversión de mi madre hacia los piojos.
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