Las acacias estaban en su máximo esplendor y suavemente las acariciaba una masa frondosa en la que despuntaban las diminutas flores del jazmín. El aire era cálido. Una pequeña ristra de hormigas caminaba en fila india. Había alguna mosca indiscreta, pero no perturbaba el microclima del patio trasero de mi casa; una construcción centenaria familiar. Allí en un firme de hormigón caían, con su olor, las flores, creando un manto colorido que se le hacía difícil no pisar. Allí también se pasaba las horas, viendo como si el limonero, más retraído en su posición, creciera por momentos. Su ofrecimiento eran exquisitos limones y no sólo eso, sino que aportaba al conjunto el aroma del fruto. El silencio, era casi extremo, reprimido alguna vez por la ventana de sus vecinos que se abría para contemplar ese amanecer. Su madre, ya en la cocina, preparaba algún guiso porque así lo tendría a punto y listo para la comida.

La oye, le dice que pase a ayudarle en las tareas de la casa, pero ella es más esotérica… se alimenta de otro mundo; no precisa de carne estofada aunque se la hagan tragar a la fuerza. Lo suyo es la relajación: ver caer la flor del jazmín y sentir un escalofrío (impropio de la temporada).

Se sentó y abrió el libro por la primera página. Lo suyo, de siempre, fue leer poemas de amor, sentimientos que traspasan la piel hasta llegar al mismísimo corazón. Un cosquilleo cuando se presenta el enamorado a su dama, esas manos que se acarician suavemente y una intensa pasión por ambos en sucumbir en un abrazo.

Había pasado ya la mañana. Con el libro andaba por las últimas páginas y mientras los versos seducían al amor; su madre la llamaba para comer y le reprendía porque no había hecho nada en la casa. Ella le contestó que estaba en paz con el cosmos y eso le debería importar mucho, o por lo menos inducirle a que había hecho algo por nuestro mundo. Las hormigas continuaban su andanza hasta el nido y el limonero había crecido un par de centímetros.

– Mañana barreré el suelo, se dijo.

Se sentaron a la mesa. La cazuela estaba hirviendo y había que esperar algunos minutos. Su padre comentaba, “para proteger a la hija”, que si no quería estofado pues que no comiera, que sacase algunos caramelos de la vitrina; y por eso entraron en una dialéctica con un tono más subido en el que al final tenía que declinarse ante el estofado… por lo menos los guisantes: esferas pequeñas que al morderlas tenían el mismo sabor que las últimas páginas del libro. Así iba apartando las patatas y la carne a un lado, recogiendo el mayor número de bolitas que le habían tocado en suerte. Eran dulces verdes, como los que olía en el patio cada mañana.

– No juegues en la mesa, lo que no te comas ahora lo tendrás para la cena, le recriminó su madre.

Las tardes eran distintas, subía la temperatura unos grados y hasta hacía algo de humedad. Se levantaba el viento y sentía irremediablemente un sopor indefinible, que evitaba que terminase el libro. En esa misma silla permaneció dormida un buen rato. De pronto le dio un respingo, como si del mismísimo estómago le hubieran dado al interruptor para que abriera los ojos. Hoy era viernes, había quedado con las amigas en la puerta del Centro Comercial más importante del momento: El Corte Inglés, hoy “de Sorolla”. No tardó en arreglarse; diez minutos precisó y además cambió el chip de su mente. Ahora era una ciudadana al uso que precisaba consumir en las tiendas de moda. Accedió a su impecable vehículo y en un segundo empezó a rugir el motor.

Debía recorrer los 25 km que le separaban del punto acordado. Allí se encontraron las tres amigas, dispuestas a exprimir los suculentos tejidos que se exponían en los escaparates y en el interior.

La exquisitez del servicio las mantenía prendadas. Tenían dinero y sabían donde gastarlo. En el restaurante tomaban algunas veces café irlandés, era un toque de lujuria para esas almas que crecían en una sociedad adversa, una sociedad que parecía no tener solución. A ellas les alumbraba solamente el foco de las tentaciones banales, las suficientes para pasar una tarde divertida y poder volver a sus vidas lectivas, sin asumir ningún riesgo más.

Cuando se despidieron, ella volvería a ser la flor del poeta, el manto blanco de la poesía, en un patio afable en donde sus seres queridos eran versos de un poema inacabado. Ella sola, tendría que escribir, sin saber, el final del entretejido familiar, en ese periodo de tiempo cuando se espesan los rostros para desafiar al mismísimo mundo y a su apocalipsis. Pero para eso todavía faltarían muchos años, tantos que ni siquiera era consciente de ello.

Pasó el umbral de la puerta, todos estaban durmiendo, hasta los pájaros se arremolinaban en el nido. La noche, para ella, era magnificente, poderosa, en donde cabía la fantasía de los sueños. Se fue a su habitación y durmió más allá del alba.

Los días eran sencillos, menos cuando tenía que ir a trabajar. Allí tenía que cumplir un riguroso horario y mantenerse avispada en cada momento. No podía permitirse el lujo de cometer ningún error, aunque para ella era también un juego, como los que le enseñaba su abuela en las tardes de estío

– Abuela: ¿me voy a morir?

Se hacía un silencio eterno, pero acababa con una frase que la inundaba de felicidad.

– Tú serás siempre la más guapa de todas las niñas.

Pero la piel se le apelmazó y se le encorvó su postura. Había pasado tanto tiempo como las olas del mar rompen en la orilla. Y allí, sola, frente a la tumba en donde descansaban sus seres queridos, dejaba las flores más preciadas: La flor del mismísimo jazminero, que desde ese patio, le hacía creer en un más allá, o posiblemente en un reencuentro formalmente deseado.

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