Quita eso de ahí antes de que me haga vomitar
Sobre el comienzo del relato Nadie decía nada, de Raymond Carver
El relato «Nadie decía nada», de Raymond Carver, forma parte de la colección «¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?», publicada en 1976. Es la historia de un chico que se busca una excusa para no ir al colegio, se queda en su desierta casa viendo la televisión, va a pescar a un río, conoce a una mujer que despierta sus deseos, se encuentra con un chico raro desconocido con dientes de conejo y juntos pescan algo que recibe el nombre de Bigfish, se lo reparten y el chico narrador se lleva un trozo a casa; encuentra a sus padres en medio de una pelea, trata de llamar su atención sobre el regalo que les ha traído, pero ellos se vuelven y le gritan que por favor tire a la basura «esa porquería». El título del relato no es explicado del todo hasta el final, cuando resulta -aunque no se afirma- que se refiere al deseo que siente el chico de oír de sus padres una palabra amable sobre el botín que ha traído. Quizá esperaba darles una alegría y así hacer que dejaran de pelearse. Quizá esperaba obtener su amor. Sus esperanzas se hacen por fin realidad, si bien de una manera irónica; cuando ven el regalo que les ha traído, los padres, en efecto, dejan de pelearse, pero sólo durante un minuto. De hecho se unen para regañarle.
Ni la esperanza ni la decepción aparecen expresadas en la narración; se hallan en los intersticios, que el lector es invitado a llenar.
El comienzo no contiene ninguna manifestación de sentimiento o emoción que no sea el aborrecimiento y la irritación que cada miembro de la familia experimenta hacia los demás. La primera parte se compone de frases cortas que describen hechos y de fragmentos de diálogo.
Los oía hablar en la cocina. No podía oír lo que decían, pero estaban discutiendo. Luego se callaron y ella empezó a llorar. Le di un codazo a George. Pensé que si se despertaba y les decía algo a lo mejor se sentían culpables y paraban. Pero George es tan estúpido… Se puso a dar patadas y a chillar.
-Deja de pincharme, bastardo -dijo-. ¡Me vaya chivar!
-Tonto de mierda -dije-. ¿Es que nunca te enteras de nada?
Están regañando y mamá se ha puesto a llorar. Escucha.
George escuchó con la cabeza fuera de la almohada.
-Me tiene sin cuidado -dijo, y se volvió hacia la pared y siguió durmiendo. George es un estúpido de campeonato.
Luego oí que papá se iba a coger el autobús. Salió dando un portazo. Mamá me había dicho que papá quería deshacer la familia. Pero yo no había querido seguir escuchando.
Al rato mamá vino a llamarnos para ir al colegio. Su voz sonaba extraña… no sé. Le dije que tenía dolor de estómago. Era la primera semana de octubre y no había faltado un solo día a clase, así que ¿qué podía decirme? Me miró, pero como si estuviera pensando en otra cosa. George estaba despierto, y escuchaba. Yo sabía que estaba despierto por la forma de moverse en la cama. Esperaba a ver lo que pasaba para jugar luego sus cartas.
-De acuerdo -dijo mamá, y meneó la cabeza-. No sé, la verdad. Quédate en casa, pues. Pero nada de televisión, no lo olvides.
George se incorporó.
-Yo también estoy enfermo -le dijo a mamá-. Me duele la cabeza. Éste ha estado pinchándome y dándome patadas toda la noche. No he podido pegar ojo.
-¡Basta! -dijo mamá-. ¡Vas a ir al colegio, George! No vas a quedarte regañando con tu hermano todo el santo día. Levántate y vístete. Lo digo en serio. No estoy para más peleas esta mañana.
George esperó a que mamá saliera del cuarto. Se deslizó hasta el suelo por los pies de la cama.
-Bastardo -dijo, y me arrancó las mantas de un tirón. Corrió a refugiarse dentro del baño.
-Te vaya matar -dije, pero no tan alto como para que mamá pudiera oírme.
Me quedé en la cama hasta que George se fue al colegio. Cuando mamá empezó a prepararse para ir al trabajo, le pregunté si podía hacerme la cama en el sofá. Le dije que quería estudiar. En la mesita de la sala tenía los libros de Edgar Rice Burroughs que me habían regalado por mi cumpleaños. Pero no me apetecía leer. Lo que quería era que se marchara para poder ver la televisión.
Superficialmente, lo que tenemos aquí no es más que una acumulación documental de materiales de la vida real: no hay descripciones de lugares, no hay antecedentes, no hay niveles de ocultos significados, ni emociones, ni dudas, ni motivaciones, ni fluir de conciencia, sólo un fluir de banalidades: la madre y el padre están enfrentados en una pelea, al igual que los dos hermanos, que se motejan de «bastardo» y «tonto de mierda» el uno al otro. No hay contacto alguno entre el padre y los hijos, y la madre respira recelo, impaciencia y rechazo hacia sus hijos; el narrador es un niño falso y manipulador; su hermano, George, un acusica y un embustero. Cuando el narrador oye decir a su madre que su padre quiere «deshacer» la familia, su reacción es: «No quiero escuchar». George, cuando oye llorar a su madre, reacciona también: «Me tiene sin cuidado», y luego vuelve a dormirse. Todos parecen estar hartos unos de otros.
A pesar de todo esto, es posible distinguir ciertos matices: la respuesta de la madre al narrador es menos impaciente que su respuesta al hermano de éste, y la del narrador al sufrimiento de su madre es un poco distinta de la de George. Cuando el narrador la oye llorar, en vez de no hacerle caso, despierta a su hermano e instiga una pequeña manipulación, tratando de empujar a George a decir algo que haga que sus progenitores se sientan culpables y dejen de pelearse, pero el plan fracasa porque George se niega a colaborar.
El lector tiene que llenar las lagunas en la información por sí solo: en las primeras líneas del relato no tenemos «mis padres» ni «mi hermano», sino solamente «los oía hablar en la cocina», «ella empezó a llorar», «le di un codazo a George». Hasta el hecho de que sea por la mañana y los dos hermanos estén durmiendo en la misma cama hay que deducirlo, no se dice. La tarea del lector, «reunir» las voces del primer párrafo para trazar un cuadro familiar, es una preparación para el papel activo que desempeñará más tarde. Tendrá que entender, a partir de la corriente de información factual-conductual del chico, su profunda soledad, su ansia de amor y su desesperado intento de arreglar unas relaciones que no tienen arreglo. Aun cuando en ningún momento aparecen las palabras «soledad», «amor» y «arreglo», aun cuando da la sensación de que ni siquiera tienen sitio en esta seca y prosaica narración, la tarea del lector es percibirlas detrás de la general lobreguez.
Una lectura apresurada pudiera dar la impresión de que el relato no es más que un registro cronológico de los acontecimientos de un día en la vida de un niño, sin ningún principio organizador. He aquí una lista de los sucesos que tienen lugar a continuación del primer párrafo:
El niño está con mamá hasta que ella se va a trabajar. Él le pide que le haga la cama en el sofá. Le miente: dice que quiere estudiar.
Ve la televisión sin sonido. Lee La princesa de Marte.
Hay varios momentos tiernos cuando madre e hijo están solos en la casa. Luego, ella se va a trabajar.
El niño ve la televisión. Se fuma uno de los cigarrillos de su madre. Busca preservativos en los cajones de sus padres. Encuentra vaselina y se le pone tiesa.
Luego busca algo para comer, escribe una nota y sale de casa. Va a Birch Creek. Ve el mundo exterior; es otoño pero todavía no hace frío.
Lo lleva un trecho del camino una mujer en un coche rojo. «Era delgada (…). Debajo del jersey castaño tenía unas buenas tetas» (pero también granitos alrededor de la boca y rulos en el pelo). La imagina llevándolo a su casa.
La mujer lo deja en un cruce de carreteras. Continúa a pie. La imagina en su propio dormitorio y se le vuelve a poner tiesa.
Llega al riachuelo. Se acuerda de haber ido allí a pescar con papá.
Se come lo que traía. Intenta pescar algo. De nuevo se imagina enredado con la mujer del coche rojo.
Pesca una trucha. Trata de no pensar más en la mujer, pero de tanto intentarlo se le vuelve a poner tiesa.
Mientras está pescando, recuerda que juró sobre la Biblia no hacerse tantas pajas y que justo después de jurarlo esa misma Biblia le dio nuevas energías.
Conoce a un chaval con dientes de conejo. El chaval ha encontrado un pez enorme, del tamaño del brazo, pero no consigue atraparlo.
El narrador le ayuda. Juntos logran pescar un pez largo y flaco, «es el pez más grande que he visto en mi vida». La tarde avanza. Empieza a hacer frío.
Llevan el pez en un palo, en medio de los dos. Discuten cómo repartírselo. Llegan a un acuerdo. El narrador se lleva la cabeza del pez.
Se despide del chico. Se va a casa. George está fuera, con su bicicleta. En la cocina, papá y mamá se están peleando otra vez. Ella está llorando.
El niño se quita las botas; pretende entrar con una sonrisa en los labios y sorprender a sus padres con el regalo que les ha traído del río.
Oye decir a su padre: «¿Qué saben los niños?». La madre contesta: «Si pasara eso preferiría verlos muertos».
La sartén empieza a arder. La madre la tira contra la pared.
El padre dice: «Pero ¿es que te has vuelto loca?».
El niño entra en la cocina sonriendo. «No os vais a creer lo que he pescado (…)».
La madre grita: «Por favor, por favor, quita eso de ahí antes de que me haga vomitar». Y el padre vocifera: «¡Quita esa porquería de mi vista!».
El niño sale fuera; concluye el relato.
La secuencia de hechos parece arbitraria y desenfocada. El punto de vista es externo, a pesar de usarse la primera persona; el texto es casi conductista («Sabía que estaba despierto por la forma de moverse en la cama»). Sin embargo, una lectura más atenta puede revelar una narración interna censurada, los perfiles de una composición cuidadosamente construida. El relato empieza por la mañana, dentro de la casa, y luego tiene lugar en el exterior. Por la tarde estamos de nuevo dentro de la casa, y después otra vez fuera. Además, la historia se inicia con un intento fracasado de distraer a los padres de su discusión, y hay otro intento fracasado similar al final.
El niño narrador pasa de cortejar a su familia (sobre todo a su madre), sin ser correspondido, a la sexualidad (la búsqueda de preservativos, la vaselina, la mujer desconocida y las fantasías que suscita en él, los pensamientos de masturbación), y continúa con el encuentro con el chaval raro y la secreta experiencia de los dos chicos a orillas del riachuelo con un pez «largo y flaco», del cual dice el chaval raro: «Me muero de ganas de enseñárselo a mi padre», y el niño narrador trata en efecto de enseñárselo a su padre esa tarde.
La descripción de los dos chicos ocupados con el pez se acerca a la experimentación sexual. Al pez «le recorrió un largo y lento temblor y se quedó quieto (…). Seguimos mirándolo, tocándolo», y luego: «Le sumergí en el agua la enorme cabeza y le abrí la boca. La corriente le entraba por la boca y le salía por el otro extremo (…)». Después de esta experimentación, el muchacho vuelve a casa y trata de detener la pelea entre sus padres contándoles lo que le ha sucedido y enseñándoles el resultado de su aventura. Su súplica a sus padres es tal vez la única frase emocional que pronuncia en toda la narración:
No os vais a creer lo que he pescado en Birch Creek. Mirad.
Mirad aquí dentro. Mirad lo que he pescado.
Sin embargo, la madre no ve un pez. Ve algo que la asusta y le da asco; reacciona con un chillido de repugnancia, como si el niño hubiese traído a casa no un pez sino, por ejemplo, un preservativo usado.
¡Oh, Santo Dios! ¿Qué es eso? ¡Una serpiente! ¿Qué es? Por favor, por favor, quita eso de ahí antes de que me haga vomitar.
El niño, entonces, se vuelve a su padre y le ruega que por lo menos le eche un vistazo.
Pero mira, papá. Mira lo que es (…). Y había otra» seguí atropelladamente. «Una trucha verde. ¡Te lo juro! ¡Era verde! ¿Has visto alguna vez una trucha verde?
El padre se niega a tomarse interés; participa en la reacción de la madre.
¡Quita esa porquería de mi vista! (…) ¡y tírala al cubo de la basura!
Pero, en realidad, ¿qué ha traído el niño del río? ¿Qué es lo que ven sus padres? Éste es el «punto enigmático» que existe en muchos de los relatos de Carver, el punto en el cual se invita al lector a volver al principio de la historia y elegir: si quiere creer o no creer en el pez; si quiere aceptar o rechazar el informe del niño narrador, que ya ha sido puesto en evidencia como un mentiroso.
Al final del relato, el chico está solo una vez más, fuera. «Lo que había dentro llenaba toda la cesta. Lo saqué. Lo levanté. Y me quedé con aquella mitad en la mano.»
Nadie decía nada no es un relato «puritano»; contiene expresiones implícitas, así como gráficamente explícitas, del despertar de los deseos sexuales en un adolescente. En muchas obras literarias de generaciones anteriores había una farisaica censura de las descripciones sexuales, junto con una avalancha de informaciones emocionales. Aquí, la censura sexual es sustituida por la censura emocional: el niño narrador no tiene ninguna dificultad para contar la búsqueda de los preservativos de sus padres, no se abstiene de informar de cuándo y por qué tiene una erección, pero en ningún pasaje del relato dice «amaba», «echaba de menos» o siquiera «me sentí ofendido» o «estaba triste». Desde el primer párrafo se incita al lector a imaginar, a través de este velo de censura emocional, no sólo lo que veían los progenitores cuando miraban medio pez, sino también -y primordialmente- lo que sucede en el relato interior: soledad, compasión por el sufrimiento de la madre, dolor por la desintegración de la familia, vanos intentos de hablar, fantasías, falta de amor y los reprimidos tormentos de la adolescencia.