Tengo dos abuelas. No viven pero las tengo. Tengo también una hermana mayor que no vive. Como era costumbre entonces, mi hermana mayor tuvo el honor de llevar el nombre de mi abuela paterna y yo el de mi abuela materna.

¿ Llevar el nombre de una abuela puede marcar la relación con una nieta ? Es difícil generalizar, lo que se es que marcó nuestra relación con ellas

Mi abuela paterna se llamaba Carmen. Para ella de todos los nietos ninguno como Carmencita.
Era hermosa mi abuela, lo digo sin resentimiento. Transparenteeee! Uff! Un vidrio de transparente. El agua del lago Lacar de transparente. Y la quería mucho a mi hermana. No había dudas. Por ejemplo: cuando nos quedábamos a dormir en su casa y charlábamos a oscuras, la abuela Carmen decía cosas como esta:

– Carmencita, yo tengo un libro muy lindo, se llama Amalia, cuando seas un poco más grande te lo voy a regalar

– Gracias abuela.

Yo esperaba unos segundos en la negrura de la habitación. Se sabe que la paciencia y la infancia no van bien juntas. Unos minutos después lanzaba:
– ¿Y a mí abuela? ¿También me vas a regalar un libro?
– ¿A vos? Claro a vos te voy a regalar Los Miserables
Más o menos así era siempre con la abuela Carmen.
Ya fuera con los regalos de sus viajes, los paseos, las vacaciones, la producción de sweaters… digamos que nunca fue mi hada madrina.

La abuela Natalia en cambio, no era nada transparente.
Ella era un nivel de «hermosa» plus.
Por ejemplo: cuando se quedaba a dormir en casa, la abuela Nata algunas veces lloraba en la oscuridad. Pero aunque le preguntáramos mil veces, jamás nos contaba por qué.
Con ella no charlábamos pero compartíamos juegos hasta dormirnos: Ni si ni no ni blanco ni negro, a contar un cuento entre todos, al veo veo.

Tenía una casa preciosa, pero quedaba lejos. A mi me gustaba su casa, porque el jardín en primavera se llenaba de margaritas.

Eran muy distintas.
La familia de la abuela Carmen había sido dueña del almacén del barrio, la familia de la abuela Nata se había extinguido para cuando ella cumplió los 14.
La abuela Carmen por tradición familiar, le regalaba una esclava de oro a cada nieta al cumplir los 15.
Cuando mi hermana me contó el asunto de la esclava lo que yo imaginé fue a la abuela tratando de colocarme una especie de grillete dorado en el tobillo.
Mi mamá me explicó después que una esclava de oro era una pulsera y que la abuela nos la regalaba «porque valía mucho dinero» y que «porque valía mucha dinero», nunca la podríamos usar. Algo que me pareció tan contradictorio!

La abuela Nata tenía otra tradición familiar: entregar un bastón al cumplir 9 años. Lo acompañaba con un cuaderno donde cada nena tenía que contar qué uso le había dado.
Cuando mi hermana me contó el asunto del bastón yo imaginé que se trataba de una especie de varita mágica.
Pero mi mamá me explicó después que el bastón era un simple palo de madera y que tenía sólo un valor simbólico.

El 14 de Junio de 1979, cuando mi hermana lo recibió enseguida le encontró uso: pasó toda la siesta ensayando destrezas. El bastón sirvió además para medir nuestras fuerzas, jugar softball y hasta mini golf. Al caer la noche, cansadas, dejamos el bastón con los juguetes. Ella leyó el cuaderno y anotó sus comentarios.

Los meses pasaron y la tragedia golpeó a mi familia de forma inesperada: en un viaje de pesca mi hermana se ahogó. Tenía 10 años.
Es indecible el dolor que nos atravesó. La casa se volvió un espacio ocupado por el silencio.

Nunca más fui a dormir a la casa de la abuela Carmen. Mi mamá me explicó que no era que la abuela no me quisiera sino que se ponía muy triste porque faltaba mi hermana.

Seguí yendo a la casa de la abuela Natalia. Recuerdo que en aquellas noches ella lloraba en la oscuridad como solía hacerlo, la diferencia era que entonces también lloraba yo.

Cuando sos chico y alguien que querés mucho muere, sucede algo extraño con los mayores y es que dejan de hablar de esa persona. Tal vez lo hacen porque quieren evitarte el dolor de recordar su ausencia o porque no saben cómo manejar su propio dolor. Y no se dan cuenta pero de un día para el otro, se deja de nombrar a la persona amada, los días avanzan, la fisonomía de la casa va cambiando implacablemente, hasta que llega un momento en que ya casi no queda nada; ni la mención de su nombre, ni sus objetos, ni el recuerdo del sonido de su voz, su olor.

El 13 de enero de 1981 la abuela Nata me despertó con un beso, mientras desayunábamos, sin mayores ceremonias me entregó el bastón. Al verlo recordé aquella tarde de juegos, la risa de mi hermana, sus hoyuelos y su pelo recogido en dos colas negras, la destreza y liviandad con que manejaba su cuerpo de pez, su fortaleza.

Le pregunté a la abuela por el cuaderno y al abrirlo y leí estas palabras:

Soy Carmencita. Recibí el bastón hoy. Lo usé para hacer gimnasia y jugar con mi hermana. ¡Qué bueno que no tuve que soportar la siesta aburrida, no me gusta! Ninguna chica tendría que ser obligada a dormir la siesta. O al menos si la obligan, tendrían que darle un bastón y una hermana para jugar.

Esa noche antes de dormir escribí: Mi nombre es Natalia, usé el bastón para abrazarlo toda la siesta y tuve un sueño precioso.
Abajo del texto dibujé un corazón con las iniciales C y N en el centro. Quizás lo hice porque añoraba a mi hermana, quizás porque había comprendido que muchas cosas podían borrarse, pero también que otras, las más importantes de la vida, ni el tiempo ni el silencio las podrían borrar.

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