-Son tiempos duros-, o algo así, más o menos, dijo en voz baja, abuela Fela, mientras se asomaba por la ventana, miraba al cielo y hacía la señal de la cruz.

-El cielo se ha puesto rojo: ¡Señal en el cielo, desgracia en la tierra!- Las palabras salieron de sus labios con la rotundidad de un presagio-. Y con la misma, apartó la comadrita, sacudió su desteñido delantal y se fue a la cocina.

Su mundo era pequeño. Hubiera podido vivir con sus tres cosas, también en un pequeño planeta. Lo formaban una ventana, la que daba al patio y por donde echaba a las gallinas las sobras y miraba lo que pasaba afuera; una biblia con letras doradas y que cada vez que abría, decía: «estas letras, son de oro 18». Y Canelo, un perro viejo con cara de bueno, que siempre estaba echado a sus pies.

Un día intensamente lluvioso decidió contarnos sus planes. Nos llamó a los seis, aún con la tijera en la mano y la ropa mojada después de haber cortado la tormenta. Guardó la tijera en el delantal, se sentó y nos dijo:

-Empezaré a curar a la gente que venga a la casa y me lo pida.- Escudriñó cada una de las seis miradas estupefactas que la rodeaban y continuó:

-Anoche soñé con vuestra madre y el abuelo. Llevaban una cruz hecha con las hojas del naranjo del patio. Se acercaron a mí y me tocaron con la cruz la cadera que me duele. Y remedio santo. Así lo haré con los demás-. Afirmó. Se levantó del sillón y ya en la puerta de la cocina dijo:

-Será mañana cuando empiece.- Se interrumpió y fue directo a la ventana. -Ese sinsonte quiere hacer el nido en el naranjo. Animalito de Dios-, susurró.- Y terminó,- vendrá mañana mi amiga Patria. Tiene una pierna con erisipela-. Y entró en la cocina.

Esa noche ninguno de nosotros se acordó de lo que nos había dicho la abuela. Fuimos de uno en uno a orinar antes de acostarnos. Ya éramos «hombres, para mojar la cama» nos decía, mientras vaciaba el tibor de orina por la cerca del patio que daba a la manigua.

Yo fui el último de mis hermanos que dejó de orinarse. Era muy angustioso para mí despertarme por la mañana y sentir que el orine me llegaba al pescuezo. Me hacía el remolón para no levantarme, pero la abuela ya se sabía el truco.

-Hoy será la última vez que te mees en la cama-, dijo. – Esta noche orinarás sobre un ladrillo caliente.

Y así sucedió. Mientras mis cinco hermanos hacían cola en el baño del cuarto donde dormíamos, yo orinaba sobre un ladrillo al rojo vivo, que restallaba cada vez que le caía mi orina. Mi abuela y yo apenas podíamos contener la risa rodeados de aquellas nubes blanquecinas. Y fue como dijo ella: Nunca más.

A las ocho de la mañana nos levantó para el desayuno. Las maestras del pueblo, la señorita Encarnación y la señorita Caridad, llegaban siempre temprano, lloviera, tronara o relampagueara. Encarnación seguramente estaría con sus libros de caligrafía y gramática sobre su mesa. Estos libros los recuerdo como si los hubiera visto ayer mismo.

Y el de Gramática, un libro curioso. Nos enseñaba las pronunciaciones de vocales y consonantes mediante fotos, donde una señorita con gestos exagerados, colocaba la boca según la sílaba que había que decir y así facilitar la pronunciación.

Caridad, la hermana de Encarnación, venía los lunes y jueves, si mal no recuerdo. Enseñaba Aritmética, y no dejaba pasar por alto algún ejercicio que no diera el resultado correcto. De lo contrario, te quedabas de «penitencia», hasta que hacías de nuevo todos los ejercicios del día. A mí me pasó con las divisiones. Un día Caridad se acercó a mi pupitre y cogiendo la libreta la miró, y vio que no estaban hechas. Bajó la libreta y muy cerca de mi oído dijo: «Si mañana no sabes dividir te corto las orejas». Terminó la clase y salí corriendo, como una exhalación directo al espejo de la sala de mi casa. Cubrí con mis manos mis orejas y no me gustó lo que vi. Entonces se lo conté a mi abuela, buscando protección, y con una cara risueña me dijo: «pues empieza ya», y siguió cortando las hojas de naranjo y guardándolas en su delantal.

Patria vino para que mi abuela le curara su pierna mala. Las dos se saludaron y pasaron al cuarto de los santos, que era donde mi abuela dormía. Se sentaron una frente a otra y mi abuela, con la cruz de hojas de naranjo, comenzó a hablar con voz muy baja y a tocar la pierna hinchada. Un tiempo después las vimos despedirse en la puerta. Patria vino un par de veces más, la última con un racimo de plátanos y una jaula con un sinsonte cantador.

-Tu abuela no cobra los milagros, pero yo soy muy agradecida-.Y fue en su busca.

-¡Fela, unos plátanos para los muchachos y un sinsonte para que lo sueltes!

Y así fue como mi abuela comenzó a ser conocida en el pueblo de Camajuaní. Se decía que hasta los mismos doctores, le mandaban pacientes cuando no encontraban cómo tratar su mal.

Un día oí al bodeguero decir a una mujer que tenía un empacho y que los doctores no curaban:

-Ve a casa de Fela la curandera y no te vas a olvidar de mí mientras vivas-, decía. -Y no preguntes que cuánto es, porque te responderá: «las cosas de Dios no se cobran».

Ha pasado el tiempo, recuerdo que fueron muchas personas a verla y, la verdad, no sé si mi abuela tenía esos poderes para curar, o eran simples leyendas. Pero lo que sí aprendí fue, la fuerza de sanación que tiene una sonrisa, unas manos cálidas que acojan las tuyas; el respeto por lo que haces y la confianza de que sucederá lo bueno que esperas.

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