Existen innumerables niveles de peligro además de las infinitas maneras de estarlo. Entre todos los grados y modos posibles, a Eudor le correspondió el peor. Ese peligro excesivo que se ha formado inconscientemente a lo largo de su vida: él mismo. Y es que, por lo general, las amenazas son ajenas. Por ejemplo, no se puede hacer nada en contra de un sujeto que se esconde en la oscuridad de un callejón para robar a los imbéciles que deciden cruzarlo. Tampoco se puede hacer nada en contra de una ventana abierta que atrae a una señora ebria con deseos de ver el horizonte. En el caso de Eudor, no puede hacer nada en contra de sus pensamientos, él es su propia amenaza. Para el imbécil hay un ladrón, para la mujer ebria hay una ventana de un décimo piso, para Eudor hay… Eudor.
Era un joven que rozaba los veinticinco y vivía en una minúscula habitación sin ventanas que pagaba su padrino Angelo, la única persona que se preocupaba por él. Solo salía de allí cuando era de noche para fumar cigarrillos y caminar un rato por el barrio. En su necesidad de aíre fresco, solo salía a la calle cuando nadie estaba en ella, le gustaba pasear a través del silencio.
Una vez, Eudor se vio sumergido en un escenario que rompía pero que potenciaba su nefasta rutina; estaba sentado en su cama palpando un revólver que no tenía balas. Lo había robado a su padrino cuando lo visitó horas antes. El viejo Angelo lo tenía guardado en un cajón para protección personal. En manos de Eudor, el propósito era totalmente opuesto. Era casi medianoche y acariciaba el arma con dulzura, como si el metal fuera la piel suave de una persona que extrañaba. Pasó un tiempo considerable hasta que decidió no esperar a la mañana para ir a conseguir las balas ya que, en el cajón de donde lo sacó, no había ninguna. «Con una sola basta», pensó. Así que se levantó e intentó salir pero, al girar la manija de la puerta, se dio cuenta de que estaba encerrado. Una situación bastante extraña ya que él siempre salía y entraba sin dificultad a su humilde morada. En intentos vanos por abrir, utilizó desde herramientas como destornilladores hasta objetos sin sentido como las tarjetas plastificadas que lo identificaban. Nada de eso funcionó, ni las llaves, ni los golpes, ni los gritos de desesperación, ni siquiera su enorme deseo de salir, había quedado frustrado. Mientras Eudor empujaba y golpeaba la puerta de forma violenta pero inútil, al otro lado, estaban los dueños de la residencia bloqueándola, estaban llenos de miedo pero lo hacían ya que llegaron a un acuerdo con el señor Angelo, les dijo que lo hicieran tan solo por esa noche porque al siguiente día llegaría una fundación psiquiátrica a llevárselo. «¡Abran, maldita sea!», gritaba Eudor. Su esencia autodestructiva tomó forma y decidió lanzarse con toda su fuerza contra la puerta, aun sabiendo que eso lo lastimaría gravemente. La rompió.
Los dueños de la residencia, un par de hermanos obesos y ociosos, no pudieron hacer nada para detener a un hombre que les apuntaba con un revólver descargado. Obviamente, no lo sabían. El miedo hace que hasta un lápiz sea peligroso en las manos equivocadas. Es curioso el hecho de tener un instrumento mortal que no puede ser utilizado, es como tener muchas cosas importantes que decir pero no tener a quien. Sin decir una palabra, Eudor llegó a la salida de la casa caminando de espaldas sin dejar de apuntar a los hermanos que estaban pasmados. Abrió la puerta y, al salir, la cerró suavemente, como si fuera esa una situación habitual. «El viejo Angelo nos va a matar», pensó el más gordo de ellos.
Una vez afuera, la noche era más noche que nunca. Estaba extremadamente oscuro por fallas en la mayoría de los faroles del barrio. El frío se adhería a todo e ingresaba por cualquier orificio, principalmente, por las fosas nasales del desesperado Eudor. Por lógica, no había nadie por ahí, solo un sujeto armado corriendo de manera agresiva pero veloz en busca de un lugar más peligroso. Sus fuertes pisadas irrumpían la armonía nocturna de decenas de hogares, en los que se despertaban los niños preguntando a sus padres por el ruido de afuera. Sin duda, si se definiera la noche de un modo popular, aquella sería la definición más acertada.
Eudor corría sin parar y no sabía dónde conseguir la bala, sin embargo, sabía que a esa hora se encontraba lo que sea, así que su suposición encarnó y, al fondo de un callejón, vio a lo lejos a un grupo de maleantes conversando y se acercó con cautela. Con esto, sin duda, se confirma que la noche no es solo tiempo sino también, es un lugar. «Ellos deben tener balas», pensó. Se acercó más y vio a cinco sujetos indiscutiblemente peligrosos. Todos eran corpulentos y enormes con un aspecto nórdico. De repente y sin pensarlo, Eudor los abordó apuntando con su inservible revólver. «¡Las manos donde las pueda ver, basuras!», dijo. Los ladrones voltearon y, al ver a un tipo escuálido e inofensivo, sacaron sus armas. Solo uno tenía pistola, el resto, cuchillos de diferente tamaño. «Somos cinco contra uno imbécil, veremos si eres ágil disparando», dijo el único con arma de fuego y que parecía un genuino vikingo. Un segundo antes de que apretara el gatillo, uno de sus colegas le dijo que no disparara. «¡No lo hagas! —dijo—. Es policía». Tres de ellos salieron a correr al escuchar dicha falsedad. En efecto, el peligro omite cualquier verdad o cualquier mentira, solo se busca escapar de él, como lo hicieron los tres cobardes ladrones que no sabían la inutilidad del supuesto policía. Solo se quedaron los únicos dos que habían hablado. «No es policía, ¿no lo ves ahí quieto?, ya habrían llegado más de ellos», Dijo el de aspecto vikingo. Eudor seguía apuntando y lo único que se le ocurrió fue tirar el arma al tipo distraído que seguía insistiendo en su falsa afirmación al otro. Por suerte, este cayó aturdido ya que recibió el golpe directo en la sien. Antes de que el sujeto armado reaccionara, Eudor ya estaba encima de él, le dio un golpe en la nuez de adán que lo dejó indefenso. En verdad que fue una maniobra sorprendente y habilidosa para venir de un hombre apagado como él. «De esto tengo que encargarme yo», dijo Eudor mientras agarraba la pistola semiautomática del piso.
Los dueños de la residencia llamaron al señor Angelo para decirle que Eudor había escapado, que no pudieron hacer nada para detenerlo ya que estaba armado. «¿Armado? —dijo—, ¿de dónde carajos sacó un arma», y antes de que estos pudieran responderle con un obvio «no lo sabemos» el viejo Angelo soltó el teléfono y fue corriendo a revisar el cajón donde guardaba su revólver. Por supuesto, este no estaba allí. A pesar de las altas horas de la noche, no dudó en agarrar su chaqueta e ir a buscar a su ahijado en su automóvil clásico antes de que cometiera una locura, a lo peor, que lastimara a alguien…
Mientras tanto, Eudor iba regreso a casa. Ya no tenía un revólver sino una pistola, el calibre era mayor pero el resultado sería el mismo. A comparación de como estaba antes de encontrarse a los «ladrones», iba mucho más calmado, ya no habían niños que se despertasen por sus ruidosos pasos que rompían el silencio de la noche mientras corría. Esta vez, iba lento y sonriente. Acariciaba la nueva arma como a la anterior, aunque lo consideró un acto de infidelidad, no dejaba de hacerlo porque sabía que era la única manera en que lo deseaba. Tenía que ser un escenario repulsivo. De pronto, pasó una patrulla de policía a su lado y, obviamente, se detuvo. Eudor sabía que venían hace dos calles por el reflejo de sus luces rojas y azules en medio de la oscuridad, aun así, estaba tan perplejo que no reaccionó de ningún modo y seguía caminando, estaba sumergido en un éxtasis inquebrantable que ni el «¡Suelte el arma ahora mismo!» del oficial que se había bajado de la patrulla, lo detuvo. Fue entonces cuando cayó en cuenta que nada ni nadie podía detener dicho anhelo que había planeado hace años y que construyó en un solo día, así que comenzó a correr sin darle la oportunidad a los policías de reaccionar; fue como el ataque de una cobra, estatismo total y… !zap!, una mordida que lleva a una muerte segura.
Huía como todo un profesional, la patrulla era obsoleta ante su habilidad de escape, no era tan rápido como el auto pero sabía hacer maniobras en el momento indicado. La persecución duró poco, a lo que llegaron refuerzos a buscarlo por todo el lugar. Entonces, eran muchos más reflejos azules y rojos que adornaban la oscuridad del momento, aun así, Eudor se las arregló para esconderse y avanzar al mismo tiempo hacia su departamento, una habilidad adquirida en un día. «Malditos, no arruinaran esto, tengo que hacerlo», pensó. Pasaron unas dos horas, ya iba llegando a la residencia cuando de repente un policía lo encontró caminando recostado sobre la pared, «¡Deténgase!», dijo. Eudor respondió con una corrida. Ahora era perseguido, de nuevo, por un policía y cada vez se hacían más fuertes los sonidos emitidos por las sirenas de las patrullas. Ya estaba cansado pero su deseo le daba a su cuerpo la resistencia suficiente para llegar a la residencia. Le sacó muchos metros de ventaja al oficial debido al golpe de voluntad y entró a la casa, esa vez, la puerta no estaba bloqueada.
Tenía por lo menos unos dos minutos para subir a su habitación y lograr su cometido antes de que entraran por la fuerza. Subió y, efectivamente, la puerta del cuarto no estaba, solo estaban los pedazos de madera regados por el piso, lo que le alegró ya que no tenía que romper una nueva puerta puesta por los dueños; para su fortuna, ese par de obesos, eran demasiado flojos. El sol ya estaba iluminando y desvaneciendo la noche, sin embargo, en su habitación sin ventanas, seguía oscuro, quizá toda su vida ha vivido en la noche. Afuera ya habían llegado tres patrullas y varios oficiales que intentaban derribar la entrada principal, la cual estaba hecha de titanio. Para su mala suerte, los hermanos dueños del lugar habían escapado en la noche por miedo a lo que les diría el señor Angelo por no haber retenido a su ahijado. Seguían llegando autos al sitio, desde otras patrullas, hasta el viejo Angelo en su auto clásico que, por cierto, dio vueltas por horas a la mitad de la noche en vano. Al instante, llegó el vehículo de la fundación psiquiátrica para llevarse a Eudor como se había pactado. Sirenas, gritos, golpes y demás ruidos se dispersaban pero no intranquilizaban a Eudor, que estaba a poco tiempo de cumplir su objetivo.
Eudor se sentó en su cama y sacó la pistola del bolsillo, se apuntaba a la sien. Tenía una sonrisa enorme y estaba agitado por la reciente persecución, el sudor se mezclaba con las lágrimas de felicidad y antes de apretar el gatillo miró el espejo que colgó frente a él a propósito antes de sentarse. «Se acabó el sufrimiento, Eudor», se dijo a sí mismo con un tono de voz que sobrepasaba la satisfacción. Apretó el gatillo sin dejar de mirarse y… ¡Click!, el arma tampoco tenía balas, al parecer, el sujeto nórdico, la utilizaba solo para producir pánico. La puerta principal al fin fue derrumbada.
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