El día que exhumaron el cuerpo de Franco comprobaron lo que más de alguno de sus seguidores intuía desde hace años, que estaba intacto. Y no solo intacto, sino que mucho más joven de lo que era cuando lo enterraron, como el Franco de sus mejores años. Al ver esto, los seguidores y detractores del equipo de exhumación hicieron lo único que en ese momento creyeron posible hacer: ponerse de rodillas y rezar un padrenuestro.

Tras esta reacción inicial, la mayoría de los que presenciaron el milagro se pusieron a llorar. No eran capaces de comprender lo que veían, pero eso no importaba, Francisco Franco estaba una vez más ahí, al alcance de sus manos y era el mismo, el que comandó las tropas sublevadas, el que por tantos años decidió la vida y la muerte de demasiados, el de la calva y el bigote recortado, el de la panza de buen comedor, el metro sesenta y tres de estatura y los galones ganados a fuerza de trabajo y metrallas.

Los forenses que acompañaron el cuerpo en el helicóptero fueron los primeros en pronunciar dos frases que, sin que pudieran imaginarlo, serían dichas y repetidas, siempre una después de la otra, por todos los que tuvieran la suerte o la desgracia de ver el cuerpo. «Parece que estuviera durmiendo», dijo uno de ellos. «Sí», afirmó segundos después el otro «como si en cualquier momento fuera a despertarse». Luego de esto, continuaron el viaje, rígidos y en silencio, con una sensación que no pudieron entender ni explicar en ese momento.

El primer paso que realizaron fue llevar el cuerpo al laboratorio. Tras el análisis anatómico, las pericias forenses y luego de que un taxidermista refutara la tesis del embalsamamiento y el maquillaje, hasta los más escépticos empezaron a considerar plausible la posibilidad, minutos atrás remota, del milagro.

El segundo paso fue decidir qué harían con el cuerpo. Algunos insistían en que era imposible que eso estuviera pasando, que era un engaño. Otros afirmaban que había temas más urgentes por los cuales legislar o que no era parte de la agenda. La mayoría guardaba silencio, esperando que otros se comprometieran o tomaran una decisión para luego criticar. Sin embargo, a pesar de la reticencia generalizada, se impuso la que sus seguidores, partidarios y familiares consideraron como la más obvia, elegante y, en palabras de muchos, única alternativa: enseñárselo a sus compatriotas.

El tercer y último paso, por lo tanto, fue exponerlo con bombos y platillos en el ayuntamiento de Madrid. El cuerpo y el uniforme estaban tan bien conservados que no fueron necesarios los servicios de taxidermistas, sastres, ni maquilladores. Solo bastó con blindar una urna de cristal, darle un toque de rubor en las mejillas y dejar que el cuerpo y todo lo que él significaba, hicieran su trabajo.

Se fijaron turnos para custodiar el cuerpo. Al llamado de las autoridades no solo acudieron militares deseosos de cumplir la que consideraban su más noble misión, sino que también civiles voluntarios que asistieron en caravanas provenientes de todo el país.

La gente empezó a acudir al ayuntamiento como si se tratara de un lugar de peregrinación. Muchos entraban arrastrándose, otros de rodillas y más de alguno llevaba a sus bebés y lo acercaban a la urna. A pesar de las medidas de seguridad, no pudieron evitar que la gente comenzara a dejar papelitos con peticiones primero y con el paso del tiempo, con agradecimientos.

Los detractores se quedaron rígidos y en silencio, incapaces de levantar la voz que venían tratando de levantar hace tanto tiempo. La mayoría de ellos vio el cuerpo por televisión, pero hubo algunos que se atrevieron a ir hasta el ayuntamiento y mirar desde lejos a ese que años atrás había mandado a matar a su padre, o a su madre, o a sus abuelos, o a sus hermanos, o a sus hijos, o a sus nietos, o a sus sobrinos, o a sus amigos. Cada uno vivió ese momento de manera particular, pero coincidieron al pronunciar las frases dichas por los forenses y al adoptar el silencio y la rigidez a los que de apoco se sumaba un escalofrío intenso.

Cuando se difundió en el mundo la noticia de la exposición de Franco, se propagó una pregunta que comenzó a quitarle el sueño a más de alguno. Era una pregunta que siempre había estado ahí, en el inconsciente de muchos, pero que nunca se habían atrevido a verbalizar; una pregunta que esperaba el momento propicio para concretarse, y que tras la noticia de Franco tomó forma, rebeló su contenido y terminó por encontrar respuesta.

Tres meses después de la exhumación de Franco comenzó una oleada de exhumaciones en todo el mundo. No fue por envidia, como más de alguno podría pensar, fue más bien por inquietud y curiosidad, pero sobre todo por esperanza, una profunda e inquebrantable esperanza.

Se exhumó a Stalin, a Mussollini, a Amin Dada, a Gaddaffi, a Hussein, a Primo de Ribera, a Odría, a Trujillo, a Díaz Ordaz, a Pinochet, a Videla, y una lista que sobrepasó por mucho las predicciones de los acérrimos defensores de la libertad y la tranquilidad post mortem.

Alegría y estupor sintieron seguidores y detractores el día que se comunicó que los cuerpos estaban en las mismas, y en algunas ocasiones, mejores condiciones que el de Franco. Se pidió la opinión de científicos, médicos, antropólogos e incluso veterinarios y zoólogos para ver si existía algún precedente en el reino animal, pero todos coincidieron en que era algo que estaba ocurriendo sin más, y que desafiaba toda lógica, toda posibilidad de análisis o respuesta racional.

Se siguió con ellos el mismo procedimiento antes descrito y se los expuso, después de fuertes discusiones y debates, dentro de una urna de cristal blindada, con uniforme de gala y rubor en las mejillas, en el edificio más emblemático de cada país.

Está de más decir que millones de personas peregrinaron hacia esas ciudades, los vieron por televisión o en fotografías de periódicos. Ninguna de ellas pudo darle una respuesta a lo que estaba ocurriendo, pero todas, sin excepción, repitieron, una detrás de otra, las frases que meses atrás había propiciado el cadáver de Franco: «Parece que estuviera durmiendo», «sí, como si en cualquier momento fuera a despertarse».

Lo que no está de más decir es que luego de pronunciar esas frases intentaron continuar su vida con normalidad, pero no pudieron evitar percibir el silencio que los rodeaba, el escalofrío intenso, las dificultades para respirar y la rigidez cada vez más parecida a la muerte que solo comprendieron días después, cuando esos ojos, cerrados por la vejez, la enfermedad o las balas, se volvieron a abrir y a posar sobre la tierra para acabar con su misión y, ahora sí de manera definitiva, con todo lo que en ella tuviera la facultad de respirar y dejar de hacerlo.

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