Un grupo de trabajadores pasaba en fila a la plataforma del salón de conferencias tras escuchar su nombre inflado por los parlantes y el crudo silencio. Tenían el anhelo de cumplir aquel sueño de su año aguerrido de trabajo. Si sonaba el nombre, habría la recompensa moral; pero más importante aún, la recompensa monetaria. Sin importar que estuviese avanzado el mes de diciembre, aún se olían entre las uñas de todos, el formaldehido, el amoniaco, los óxidos, el gozoso olor de la acetona.
Se habían matado en el año los premiados, convertidos en vehículos del veneno, en recipientes del peligro; dispuestos a morir para ellos mismos no tanto, pero sí a morir para la familia. La empresa de cosméticos tenía recientemente los permisos para comercializar sus rudimentarios productos. Y muy a pesar de lo que repercutía para el arca de la gerencia y la presidencia, ahora se abrazaba a todos los pobres trabajadores de un seguro que cubría la muerte dentro de la labor, y algunos accidentes muy detallados. Pero lo cierto era que todos trabajaban en ausencia plena de seguridad.
La reunión particular: una ceremonia hecha con cancerosos medio vestidos con elegancia. Muchos ignoraban la bestialidad que atacaba a sus cuerpos la exposición prolongada de este coctel mortuorio. Tosidos, rasquiñas, aplausos y chiflidos sonaban entre los pronunciamientos de cada uno. Ya se había popularizado una voluntad en los hombres: reclamaban distinguirse de otros por estar listos a morir por el puesto y de consiguiente, por sobrevivir. El salón, para este peculiar día, estaba lleno de algunos con la merecida distinción. Sin ser difícil de reconocer, eran todos aquellos que impedían el silencio con esos feroces estertores. Lo tóxico para el cuerpo convierte en insoportables a los cuales la química hace especiales. Cortados, tuertos, roncos, quemados, jodidos enteramente, muchos hombres especiales, sobre todo los talentosos que tenían experiencia y años acumulados en los servicios prestados a la compañía.
De pronto sonó su nombre cuando aquel que llamaba a lista casi terminaba con el recital.
Le felicitaban por sus jornadas extras. Nadie se quejaba porque le hubieran otorgado los pequeños beneficios que supone una distinción de fin de año. A todos en su momento había reemplazado, en días festivos, en la semana mayor, en las vacaciones, en los domingos de extenuado espíritu. Todos se le acercaron a felicitarle con palmadas duras en la espalda; con toda esa vulgaridad que subsiste en los aires que respiran los trabajadores inagotables, que nunca ven jamás a los ojos ni a la fortuna ni al descanso. Mientras se le estrellaba el estridente sonido de unos aplausos exagerados y burlescos, su espíritu se transformaba lentamente en un espíritu entregado a la paz. Un instante de todo su duro año se abría y dejaba entrar ese júbilo enloquecedor que produce lágrimas de alegría. Pensaba en sus dos hijos pequeños, y en que al día siguiente iría a comprarles dos pares de carros para que los hicieran añicos.
Una fiesta improvisada se dio a continuación, con lechona y vino del barato. Se comieron el cerdo como cerdos. Bebieron felices el trago ofrecido, y cuando ya estaba madura la fiesta, justo a media noche, un grupo de varios se formó para continuar con el desorden, pero fuera del salón. La idea arrastró a varios que ya estaban picados. Bebieron por la calle, derrocharon algunos billetes comprando más licor. Cantaban y se abrazaban los que fueran diez hombres de vidas pobres, inflados por una fea alimentación, por el vicio de la cerveza y por la edad. Se daban cachetadas en las mejillas enrojecidas por la comunión del frío y el calor. Se proclamaban el amor y el cariño común de los alicorados. Estaban jubilosos porque llegaba una semana de vacaciones donde el final alcanzaba a morder el fin de año y entonces una borrachera más.
Pero el grupo lentamente se iba desintegrando cuando a cada uno de sus miembros se le dejaba en la puerta de su casa, tirado como un animal al que se le ha quitado la vida a instantes de penetrar en su guarida. Ya que las bocas iban disminuyendo, la borrachera iba aumentando en los cerebros de los últimos, a quienes había quedado la valiosa herencia. Los últimos dos hombres, los que más habían soportado el remolino del sereno y el licor, aún conservaban el equilibro y más o menos la razón. De todos, eran los que mejor apariencia tenían, cerca de los cuarenta, no se les veía aún los efectos de lo tóxico porque entre juntos no sumaban más que tres años de trabajo.
Una cuadra los separaba de la estación de buses donde uno se subiría para regresar a su hogar. Y mientras caminaban con el paso descuidado, abrazados por los hombros, cruzaban por el frente de varias casas que no tenían una puerta sino una cortina y un bombillo rojo que colgaba triste, alumbrando el anden sucio de una casa donde yacía, en una sí y en otra no, una pareja de rameras fumando y murmurando en voces ahogadas.
El fin del trayecto llegaba a su cometido. Uno le decía al otro, al premiado, al suplantador, al admirado y querido de la noche:
—Afortunado jodido… Podría ya mismo gastarme mi prima con esas niñas, pero bah… tengo un hermano enfermo, ¿se lo conté no?, apareció hecho mierda hace unos dos años después de haber robado, con mi otro hermano, a mi mamá cuando teníamos como doce años. Ahora anda postrado esperando su calmante y su despido. El desgraciado la tuvo dura pero lo quiero, igual que al otro que no regresó. Dese el gustico a mi nombre. Créame, no todos los días la vida premia a los desgraciados.
Y al poco tiempo se despidieron temblando por la borrachera. Su amigo se subía en un bus pequeño para despedirse de aquella noche.
A pesar de que había bebido mucho, aún podía conectar los aspectos fundamentales de su ser. De todos era el que en mejor estado tenía sus facultades mentales y también el más joven. Carne fresca y sana, como la debe necesitar una empresa que contamina a sus obreros.
Una intranquilidad se le acomodó en el corazón después de despedir a su amigo. Respiraba con una tráquea entorpecida por el frío, por el cigarrillo y por los químicos que lo habían perfumado todo el diciembre. La debilidad de su cuerpo le dolía, le causaba un malestar que calmaba no obstante esa otra región inmaterial que nos forma. Tenía una vida triste. Desdichado y mareado hacía un gran esfuerzo por no tirarse al piso a retorcerse de dolor. La alegría es un manto de algodón en nuestros ojos, que se quema con ese fuego imparable al que llamamos realidad. Los postes en la mitad de las calles le servían de destinos sucesivos. Se esforzaba por alcanzar uno y luego el otro. Caminaba con ansiedad pensando en su mujer, en sus hijos…
La noche comía sus anhelos, hasta que solo le quedó una ausencia del todo completa. Y en esta soledad imparcial trataba de volver, aunque sus esfuerzos eran vanos porque estaba picado por la aguja del licor y por el veneno de la duda. Una pregunta urgía recurrente. Flotaba sobre el conjunto de sus inconclusas reflexiones una cuestión a la cual su pasivo ser se remitía. Cuidando el camino, y ahorcando los detalles repetía una oración, casi religiosa, ¿Qué habrá sido su vida?. Entonces las prostitutas anteriores, cerca de él ahora, se le burlaban y lo abrazaban, lo manoseaban y lo esculcaban velozmente porque daba la apariencia de haber perdido el sentido del espacio. Pero no tenía nada más que su ropa y una botella con un cuarto de líquido traslúcido, circulando en su interior. Un cuarto de líquido que pasó a manos de un vagabundo de la calle que se le acercó miedoso y en estado de agitación a pedirle dinero.
Hubo algo en su mirada que lo relacionaba con alguien. La mirada le hablaba con una voz débil que rememoraba una sucesión de eventos. Olía en su alrededor algo conocido, una cierta humanidad que le golpeaba el órgano de los recuerdos.
La noche estaba turbia y fría, no podía comprender qué era lo que este mísero agitado le pedía con tanta urgencia. Su atención imperfecta en los detalles del rostro impedía que pudiera relacionarlo con otro hombre que conociera, pero hacía el esfuerzo por una de esas sensaciones de conocimiento, de intriga fatal. Y como el hombre comenzaba a estrujarlo con más violencia, buscándole dinero a toda costa, entonces le entró un pavor horrible de que iba a morir allí mismo, sin saber por qué ni en qué momento de su día había terminado ebrio y en abandono.
En un instinto de supervivencia su estado alicorado se durmió y se sintió sobrio. Apenas alcanzó a soltarse de aquel otro burdo hombre mal oliente que lo trataba de robar con desespero. Lo miró al fondo de los ojos, acertando sólo hasta ese momento a una explicación real de por qué parecía conocerlo. Y al cabo de mirarle de aquella manera sacó la botella que traía consigo, y espetando con contundencia lo empujó diciendo:
—Tome… Pórtese bien, y piérdase de aquí.
A lo que aquel se dio media vuelta y se escurrió en la penumbra de la calle sucia.
Lúcido por unos momentos más, pero sintiendo de nuevo los efectos del alcohol, se le aguaron los ojos hasta dejar libre una corriente de lágrimas que bajaba hasta mojar sus vestiduras. Una idea turbia se empezaba a mezclar con su pensamiento, ya muy alterado por la angustia y los deseos de que alguien lo salvase aquella noche. Se sentía perdido, aturdido y desorientado, como un niño que se ha zafado de la mano de su madre en medio de una multitud. Y pensó en aquel amigo que se había despedido momentos anteriores en el bus. Pensó sobre todo en sus últimas palabras. Por un momento quiso salir a correr a ver si conseguiría de nuevo compañía, que lo llevase a su casa, que lo salvase de esa terrible noche de diciembre. Y no fue sino hasta ese momento en que se detuvo a pensar en ese tema espinoso de la familia y las relaciones que se ciernen en su formación. La cerveza y la comida, mezcladas en su vientre centrifugaban un cúmulo de malestar y vacío. No tenía más que una angustia terrible que permitía, no obstante, una oportunidad a su orientación de asomarse a ver el panorama que lo llevaría de vuelta a casa; a su cálido hogar.
Con gran esfuerzo arribó a un parque, a dos cuadras ya de casa y, echado en una banca de hormigón, expulsando la bruma de su aliento empezó a mirar con detenimiento la formación de aquella otra bruma más distante, flotando en el cielo; y las tres estrellas débiles que se veían, alejadas una de la otra por grandes espacios de negro vacío. Tenía un cosquilleo incómodo en los pies, en las córneas y las manos, por efecto del frío y el alcohol. Hizo memoria ahora de su vida entre risas y pérfido llanto.
En casa lloraba su mujer bajo el silencio, a su espera. Cuando una silueta atravesó la ventana lentamente mientras ella, rendida ya por el sueño, descansaba con los ojos cerrados y empañando el vidrio con su aliento largo entre el calor. Despertó y miró, en la penumbra de la noche, los ojos vidriosos de aquel despavorido ser que había dejado en el llanto las angustias y la pesadumbre.
—¿Te hablé de un hermano que desapareció cuando éramos niños? Me han hablado de él en la calle. Y le reconocí también. Aunque él a mi no… Está terriblemente enfermo. ¿Te conté el por qué de mi vida miserable?
—No has querido hablar de eso más que unas dos veces.
Con la voz quebrada por el tufo, habló así de su vida:
—Un día mi hermano y yo le robamos un dinero a nuestra madre. Después nos perdimos en mil vicios.
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