«Éramos basura … Vino el viento y nos alevantó».

Nací en el seno de una familia campesina, empobrecida enormemente por la revolución. La única forma que mi padre encontró para mantenernos fue vendiendo sotol entre sus amigos, pero ellos lo compraban a condición de que lo consumieran juntos. Naturalmente crearon un clima muy negativo para mi mamá. Sin embargo, la paciencia y otras virtudes de la mujer mexicana, hicieron que ella saliera avante, o más bien sacara avante a sus cinco hijos.

El día que cumplí nueve años, tuvimos que emigrar a Zacatecas, después de veinticinco años de vida en cantinas. Mi padre, por aquel entonces, tenía una pequeña cantina, de esas de pueblo, con mesas de lámina con el logotipo de «Corona» en alto relieve, sillas con posaderas de madera redonda pintadas de rojo y patas y respaldo de alambrón trenzado, y por supuesto, con piso de aserrín, lo que facilitaba su limpieza, pues los vómitos y escupitajos de los borrachos desaparecían con tan solo barrerlo, sustituyéndolo por uno nuevo. Afortunadamente, al otro lado de la calle había una carpintería, por lo que solo bastaba atravesar para pedir regalada una cubeta de dicho aserrín, el cual de otra forma terminaría en costales esperando que el camión de la basura se lo llevara.

Se acabaron para mí ese día, las largas noches dormitando debajo del mostrador, construido por mi padre con madera de embalaje, sobre pedazos de cartón colocados sobre el frío piso, aislado únicamente por una fina capa de aquel aserrín, y tapado por una tullida y sucia manta que le hacía de cobija, esperando que el último borracho terminara su bebida, o que mi padre, con ayuda de algún compañero de copas, tuviera que sacarlo jalándolo por los pies, pudiendo cerrar así el changarro, lo cual nunca ocurría antes de la una o dos de la madrugada.

A esa hora, el frío en las solitarias calles era ya insoportable, y recorrer, a pie, el poco más de un kilómetro que nos separaba de nuestro humilde cantón, era toda una proeza. Y entonces, comenzó para mí el trabajo, pues aunque todavía era muy pequeño, cargué con la parte que me correspondía, y puedo asegurar que fue muy duro en todos sentidos.

Mi padre siempre fue un hombre muy trabajador, aunque tenía un gran defecto: era gallero de corazón . Y digo que era un defecto porque las apuestas eran su perdición. En más de una ocasión llegaba de madrugada borracho a nuestra casa apresurándonos a empacar en viejas y sucias cajas de cartón las pocas pertenencias con que contábamos, pues según él, esa noche la suerte se le había volteado y «El Pinto» había masacrado a «El Colorado», su favorito, por lo que teníamos que desalojar la casa, presentada como apuesta después de un par de botellas del tan valuado sotol.

Por aquel entonces, empezaba a ayudar a mi padre a las cuatro treinta de la mañana. A esa hora nos íbamos a hacer cola para comprarle el pan a unos chinos, al otro lado de la ciudad. Luego, corríamos a venderlo hasta el otro extremo, en el mercado «El Laberinto».

Hacía muchísimo frío, como parte de la helada que a diario cae sobre Zacatecas. Transportábamos el pan lo más rápido que podíamos, mi padre con dos canastos y yo atrás sin poderlo alcanzar, llevando uno más pequeño, que sin rodaja arriba de la cabeza, me hacía pensar que algo me podía suceder. Afortunadamente nunca me pasó nada.

Mi canasto contenía tres pesos de pan, que con un treinta por ciento de ganancia, producían noventa centavos de utilidad, lo que equivalía a cuatro salarios mínimos. Era negocio negociar.

Éste trabajo se le ocurrió a mi padre, pues él sostenía, como algo muy cierto, que era capaz de ganar dinero «hasta sentado sobre un hormiguero».

Todo lo hacíamos con tal de no servirle a otro. Mi padre aseguraba que la peor desgracia que puede tener un hombre, es trabajar para otro.

Después de algo más de un año de estar acarreando y vendiendo pan, mi padre pudo ahorrar lo suficiente para comprar una pequeña tiendita de abarrotes, medianamente surtida.

Como yo asistía a la escuela de ocho de la mañana a dos de la tarde, disponía del resto del tiempo para ayudarlo.

Una vez terminada la primaria, entré a trabajar con mi cuñado en una imprenta. Y por las noches, estudiaba inglés.

Al poco tiempo, nos fuimos a vivir a Torreón, y ahí seguí estudiándolo.

El último libro lo repasé, un par de años después, ya viviendo para aquél entonces en Puebla.

En aquellos días estudiaba yo de cuatro a ocho de la mañana.

Después, entraba a trabajar en una ferretería, donde me explotaban mucho.

Empleé en aquel entonces, todo mi tiempo libre en cultivarme, en acercarme los pocos conocimientos que yo mismo me podía proporcionar.

Con todo esto, hijo mío, quiero decirte varias cosas:

Primero. Nunca trabajes por Amor al dinero, trabaja por Amor al trabajo. El trabajo nos lo dio Dios para que nos purifiquemos. El dinero llega por añadidura.

Segundo. Pon cariño en todo lo que hagas. Así sea el trabajo más humilde, hazlo con toda dedicación, como si en ello se te fuera la vida.

Tercero. No desperdicies ni un minuto de tu tiempo, no te des tiempo libre para nada. Busca siempre aprender algo nuevo y aprende todo lo que puedas.

Cuarto. Nunca se te ocurra trabajar para otro. No hay patrón mejor ni más estricto que uno mismo.

Quinto. Siempre es mejor un metro de mostrador que mil hectáreas de labor. Desde tiempos inmemorables, el comerciante ha sido el dueño del mundo.

Esto me escribió mi padre en una carta que encontré, en el cajón de mi escritorio, poco después de que falleció. Nunca se atrevió a entregármela en mi mano…

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