Era un día lluvioso. Carlos se encontraba sentado en su cama mientras observaba la foto que tenía en la mesita de noche. Era de su octavo cumpleaños. Cada vez que la observaba revivía ese día tan “especial”.
¡Era la tarde perfecta! Mamá estaba preparando la tarta de mi cumpleaños. Era un pastel muy grande relleno de nata, cubierto de chocolate y, por encima, estaba decorado con unas cerezas y unas letras grandes, donde estaba escrito: ¡Feliz cumpleaños! Era tal y como me gustaba a mí.
Como cada año íbamos a celebrarlo en el jardín. No era muy grande, pero tenía el tamaño perfecto para podernos reunir toda la familia. Los laterales derecho e izquierdo estaban decorados con muchísimas flores. A mamá le encantaban. En la pared del fondo, la hiedra empezaba a enredarse por las predes. La verdad que estaba precioso.
La fiesta la celebramos en el porche del jardín. Lo decoramos con muchos globos, entre ellos uno de color plateado con el número ocho. A este le atravesaban por el techo dos tiras cruzadas de guirnaldas en forma de triángulos.
Papá estaba preparando las sillas, mesas, los platos, juegos y, sobre todo, no se podía olvidar de colgar la piñata. Esta tenía forma de cara de payaso con una nariz roja, ojos azules y unos pelos rizados de muchos colores. Debajo de la piñata, en el suelo, yacía el bate de baseball. Este se utilizaría unas horas más tarde para romperla junto a mis primos.
Todo estaba quedando genial: la mesa tenía puesto un mantel de papel azul claro y con el estampado de unas estrellas blancas. Las sillas blancas estaban puestas en su alrededor y los juegos y juguetes permanecían en una esquina de la casa.
Mamá y papá no paraban de entrar y salir a través de la puerta que conectaba el jardín y la cocina para hacer los últimos preparativos. Los dos me preguntaron: ¿Te gusta cómo queda, hijo? A lo que yo les respondí: ¡Sí, muchas gracias!
Todo estaba hecho y en su sitio, cuando de repente se escuchó un ruido de coche y un claxon. Miré a través de la reja. Mis tíos, Ana y Santi, llegaron junto a sus hijos Hugo y Elvira.
Aún faltaban por llegar dos personas más.
Mis tíos entraron en la casa y se dirigieron al jardín. Nos saludamos, me felicitaron y me dieron el regalo. No lo abrí. Quería esperar al resto de invitados.
Los adultos se sentaron y empezaron a hablar de sus cosas: del ascenso a director del departamento comercial que le ofrecieron a mí tío, del partido de futbol Barça-Madrid que iba a disputarse esa misma noche, del coche nuevo que se habían comprado mis padres, …
Mientras tanto, yo me quedé jugando con el balón en un lateral del jardín y mis primos saltaban la comba cerca de la piñata, la cual se encontraba justo al girar la esquina de la casa.
Jugar a la pelota solo era muy aburrido, así que me dirigí hacia ellos para jugar juntos. En cuanto giré la esquina…
¡SUSTO!
Llamaron al timbre y mamá fue a abrir la puerta. Eran ellos: el abuelo y la abuela. ¡Por fin habían llegado! La verdad, he de decir que eran muy modernos: la abuela llevaba el pelo teñido de color castaño oscuro. Además, llevaba las gafas de sol polarizadas que le regaló mi padre por el día de la madre. Por otra parte, mi abuelo, iba vestido un tanto deportivo: llevaba un polo básico de color rojo y unos tejanos ceñidos. ¿¡Quién iba a decir que tienen setenta años!?
Entraron, me felicitaron, me dieron el regalo y dos besos. Cuanto echaba de menos esos besos llenos de cariño de los abuelos, particularmente el de la abuela, ese que siempre me dejaba marca de su pintalabios rojo en mi tierna mejilla. ¡Hacía mucho tiempo que no los veía!
Por fin llegó ese momento tan deseado para todos los niños, y no tan niños, que cumplimos años: el de abrir los regalos. Empecé por el de los abuelos.
Cuando empecé a estripar el papel que envolvía el regalo, me pasaron mil ideas por la cabeza de que podría ser: ¿quizás unas zapatillas?, ¿una camiseta?, ¿un puzle?, … eran tantas las ideas que pasaban por mi cabeza que mi ansia para abrirlo aumentaba por segundos. Cada vez iba más rápido, hasta que por fin terminé. Debajo de ese papel de mariposas se escondía una caja de color negro. Era tal mi curiosidad que la abrí. De ahí dentro salió una luz blanca resplandeciente que me cegó, simultáneamente con una voz muy fina que me decía: ¿Estás bien, Carlos?, ¿Estás bien?
Abrí los ojos y empecé a analizar la situación. Me encontraba tumbado en lo que parecía ser la cama de un hospital, rodeada por todos los que asistieron a mi fiesta de cumpleaños. Estaban expectantes y tenían los ojos clavados en mí. No entendía nada. ¿Qué estaba pasando?, ¿Cómo había llegado ahí?
En esos instantes una mano muy suave me acarició el brazo, giré la cabeza y vi que era la de mi madre. Muy extrañado le pregunté: ¿Qué hago aquí?
Ella me respondió: Carlos, tu primo Hugo te dio sin querer un fuerte golpe en la cabeza con el bate de baseball y te quedaste inconsciente. Este es el motivo por el que estás aquí.
Todavía no podía creerme lo que había pasado. Además, había una cosa que no me cuadraba: ¿y los abuelos?, ¿dónde estaban? No los veía por ninguna parte… Lo pregunté en voz alta: ¿Dónde están?
La respuesta a mi pregunta fue: Carlos, los abuelos hace 4 años que nos dejaron para siempre.
En esos instantes entré en shock. No podía ser, si los había visto… Segundos después me di cuenta que todo había sido fruto de mi imaginación, causado por el golpe.
No hay mal que por bien no venga. A pesar de todo, me alegré mucho de tener esa visión en la que aparecían mis difuntos abuelos, a los que tanto echo de menos.
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