Los que se fueron

Los que se fueron

D Carles ML

03/08/2017

En uno de mis viajes, di con parar en un pueblo pequeño, de esos olvidados en medio de la llanura, que sobreviven de las labores agrícolas para un terrateniente, y de los animales que tienen como propiedad.

Quedaba poca gasolina en el tanque del coche y viendo que había una al costado del camino, me paré para repostar y estirar las piernas.

Pregunté dónde se podía comer y me dijeron que si tomaba el camino de la derecha, que era consolidado, podía llegar a un pueblo pintoresco, amable y donde comer buena comida de la abuela. También si quería pasar la noche, en lo de doña Juana alquilaban una habitación completa, limpia y con desayuno incluido, de los que me harían recordar a mi madre. Con esos datos y pensando que en realidad haría un viaje al pasado, encontrando la familia ya fallecida, me dejé llevar por una senda, más que un camino. El polvo de meses de sequía se acumulaba en los bancales y los arcenes, dejando tras mi paso una polvareda increíble, pero a la vez una capa del insistente polvillo en todo el interior, por más cerradas que llevara las ventanillas.

Cuando había pasado tres cuarto de hora, divisé a lo lejos el caserío, insinuándose tras unas dunas coronadas de pajonales duros y tiesos.

La entrada de todo pueblo comienza por la calle mayor que indefectiblemente da con la plaza central, y donde hay plaza, hay movimiento de gente.

Aparqué con los ojos puestos sobre mí, de todo el que por allí estaba. Se respiraba un ambiente tranquilo, de esos personajes acostumbrados a los ciclos de la naturaleza, y no con los horarios, calendarios y agendas a que nos somete la sociedad cosmopolita. Allí todo estaba regido por las cosechas, las lunas, las estaciones del año, las épocas de parición de los animales y las llegadas de las lluvias; no hay minutos, segundos, ni nanosegundos, el tiempo se mide de una manera mucho más práctica y natural.

Las construcciones típicas, mezcla de argamasa y techos de chapa, o de madera; con pocos cimientos y paredes gruesas que protejan del calor y del frío por igual. Por supuesto que había un bar y restaurante, una escuela, la comisaría, la infaltable iglesia fundada hacía varios siglos, el taller mecánico, las tiendas de alimentos y la farmacia. Las necesidades básicas cubiertas por el comercio interno. Luego me enteré que corría en el pueblo una moneda paralela, una especie de billete de trueque o libreta de apuntes, una mixtura entre ambos. Esto debido a que no siempre había dinero corriente en circulación, ya que los días o meses de pago de las labores de labranza, por parte del terrateniente, eran cada vez que él personalmente se acercaba a la estancia y pagaba en efectivo, por lo que dinero como el que conocemos, se veía cuatro o cinco veces al año, el resto se las arreglaban con el circulante de los salarios de los empleados públicos y los pocos productos que se vendían fuera del poblado, y también si caía un comercial, un viajero de paso o una visita que dejaba sus billetes en el comercio local. Apartados de todo, no tenían más comunicación que la red de telefonía y una vez por semana llegaba un periódico de la zona, junto con los correos y los impuestos a pagar. El banco más cercano estaba a dos pueblos más al sur.

Me dirigí al bar, lugar para todo paseante que quiera información, pedí una cerveza para aplacar el polvo del camino que atosigaba mi garganta, y pregunté por el horario de comida y el alojamiento en lo de doña Juana. Me dieron la información y mucho más, me hablaron de lo que le sucedió a la Irene (que no sé aún quién es), de lo mal que está el tiempo, del estado del camino y que el cura era nuevo, recién llegado de nombre Agustín, que había estado enredado en un caso de pedofilia con un tonto de un pueblo de montaña y yo que sé más, porque entre los tres parroquianos y el dueño del bar, me acribillaron a cuentos y diretes de su amado poblado.

Fui a lo de doña Juana, (no se puede golpear la puerta porque sencillamente está abierta como si no existiera, día y noche), tras algunos gritos de salutación, apareció una señora entrada en años y en carnes, y por alguna de las dos razones o ambas, caminaba muy despacio.

– Buenas tardes, busco a doña Juana.

– Sí, esa misma soy yo. ¿qué es lo que busca?

– Busco alojamiento, me dijeron que usted lo daba.

– Así es. ¿quién lo manda?

– Eh… ¿es importante saberlo?

– Para usted no sé, pero para mí, sí.

– Vale, el de la gasolinera.

– ¡Ah! Sí, uno de mis hijos, el Pancracio, es el número siete, acá jovencito se tienen hijos por docenas, como los huevos.

– Sí, claro. Bueno, ¿tendrá aojamiento para esta noche?

– Claro hombre, venga y le muestro la habitación, ¿quiere baño común o privado?

– Me va privado, si no es molestia.

– No es molestia, solo que más caro.

– Claro, es de suponer.

– ¿Qué lo trae por aquí?

– Nada… pasaba por la carretera, tuve que repostar y se me ocurrió hacer noche en la zona. Vengo viajando desde hace más de doce horas y estoy algo cansado.

– Me imagina, lo primero que va a hacer, será poner los pies en un baño que le prepararé con hierbas y sal de la gruesa, para deshinchar los pieses.

– ¡No! no se preocupe.

– No, si no es que me preocupe, es parte del alojamiento, ya me lo está pagando. Luego le serviré un aperitivo, porque supongo que ira a lo de Manolo.

– ¿Manolo?

– El restaurante hijo. El restaurante, ¿ya le avisó que iría a comer? Sino le aviso yo misma.

– No… eh, sí, que no avise, que ya pasé por allí.

– ¡Ah! Bueno. ¿Y se quedará varios días?

– No… solo hasta mañana.

– Porque aquí es muy tranquilo, uno viene por una noche y se queda toda la vida, o… bueno, que el pueblo es bueno, buena gente.

– Claro, no pienso quedarme más que hasta mañana. Gracias.

– No hay por qué darlas. Pero si por esas cosas se le ocurre quedarse un par de días, le puedo recomendar algunas atracciones del pueblo, no son muchas, pero le pueden resultar interesantes.

– Vale, le prometo que mañana me las cuenta en el desayuno.

– Muy bien jovencito, pero recuerde que aquí se desayuna a las seis de la mañana, después me tengo que ir a hacer las compras del día, y como camino despacio, se me va la mañana en eso. Es que una se vuelve vieja y me olvido de lo que tengo que comprar, entonces estoy dando vueltas como la calesa al trigo, no paro. Y a las once no es hora para desayunar, no es hombre el que lo hace,

– Claro, bueno, me instalo, bajo la maleta y… ¿puedo aparcar el coche aquí delante?

– No, la calle es estrecha, usted da la vuelta a la manzana y los fondos de la casa dan a la otra calle, hay un portón sin candado que dice Pase, usted entra y aparca dentro.

– ¡Ah! Vale, gracias.

– No hay por qué darlas, ya se lo cobro.

Al fin pude meterme en la habitación y relajarme sin tener que responder cuestionarios. A la media hora doña Juana me llamó:

– ¡Joven! Está lista el agua caliente para los pieses. Tome, póngalos en remojo una media hora, para cuando el agua se enfríe, se le habrá relajado todo el cuerpo, yo le llamo para que se tome el aperitivo y vaya a comer. Porque seguro que se queda dormido.

– Mmm… no creo que me duerma, empiezo a tener hambre.

– Haga lo que le digo y luego veremos.

Resignado puse los pies en la tina enlozada y fue maravilloso lo que sentí; un relax completo, ni el mejor yacusi podría haber sentido tal confort. Me dormí.

A las doce y media me despertaron los gritos de doña Juana, llamándome. Me levanté sobresaltado y tiré la tina con el agua por el suelo.

– Dígame doña Juana, ¿qué pasa?

– Nada m’hijo, es hora del aperitivo, ya se lo he servido en la mesita de la galería que está más fresca.

– Gracias doña Juana, me asusté y tiré la tina…

– Sí, sí, ya lo veo, no se preocupe, despabile y vaya a la galería, que yo me ocupo.

– Gracias doña Juana.

– No hay por qué darlas, ya se lo cobro.

Me resultó cómica la respuesta, pero me alertó por lo que iría a gastar en ese pueblo. Por otro lado, la atención de la mujer me hizo retroceder en el tiempo y vi a mi abuela en los últimos años, me enterneció.

Me senté en una cómoda silla con asiento de paja, delante de mí había un aperitivo digno de un hambriento náufrago. Un pan recién horneado cortado en grandes rodajas, aceite de oliva verde oscuro, sal, embutidos con una tabla y un cuchillo grande, olivas, queso, encurtidos, una tortillas de maíz aún humeantes, miel, agua y un licor amarillo pálido que abre el apetito de un elefante. Y como final un chupito (solo de chupito era la copa, porque estaba la botella completa) de un aguardiente más cercano a los 98 octanos.

Degusté todo, y como dijera el Pancracio, hijo de doña Juana, me recordaría a mi madre, hermana, abuela, tía y demás mujeres de mi infancia.

Ya cerca de la una, di las gracias (que no debo darlas porque me lo cobra) y fui a restaurante y bar.

Manolo me tenía una mesa tendida con mantel a cuadros, servilleta de tela, porrón con vino blanco y otro con tinto, allí no hablemos de marcas ni de denominación de origen, allí se bebe lo que hay, vino a granel de una cooperativa. Que no están nada mal.

El primer plato me lo sirvieron cuando aún estaba asentando el culo en la silla.

Sopa de hongos con tocino y morcilla. Es un potaje que levanta muertos.

Luego antes de terminar la sopa, se acercó el Manolo,

– ¿Lo está pasando bien?

– Sí, sí muy bien, la sopa está muy buena.

– Ya habrá tomado el aperitivo en lo de doña Juana, por eso no le he servido otro, y fui por el primero directamente.

– Le agradezco, porque ese aperitivo, además de bueno, era muy abundante.

– Y aquí se come así, no hay mucho que hacer, así que comemos y bebemos, jejejeje, todo directamente.

– Claro.

– ¿Y se queda por varios días?

– En realidad solo a pasar la noche y descansar esta tarde, mucho viaje hace que necesite un resuello.

– ¿Y de dónde viene?

– Del norte, de las montañas.

– ¡Ah! ¿Y dónde va directamente?

– A la capital.

– ¡Uh! Le queda un trecho largo, como doce horas, directamente.

Me llamó la atención, cada dos frases ponía el “directamente”, era un latiguillo de esos que uno no se saca fácil de la lengua.

– Y sí, un viaje largo.

– ¿De negocios?

– Voy a hacer alguno, sí.

– Qué bien. Aquí no pasa gente directamente. Pero el pueblo es bonito y se vive tranquilo. Tal vez quiera quedarse un tiempito, directamente.

– No creo que pueda, tengo muchas responsabilidades que cubrir.

– ¡Ah! Claro. Aquí hubo gente que se quedó y solo había visto por una noche directamente, claro que también hubo quiénes se fueron…

– Y sí, es la ley de la vida, unos se quedan y otros se van.

– Sí, directamente. Ya le sacó el segundo.

El segundo plato era una barbaridad, un puchero de carnes porcinas, vacunas, de aves, hortalizas de las que se busquen y las que se quieran inventar. Todo en una gran fuente y con dos tipos de aderezos, uno verde y picante y otro rojo y más picante que el anterior.

Manolo me recomendó que bebiera el vino tinto con este plato y la verdad que le acertó en la elección. Comí como un animal desnutrido y llegó el postre. Me lo sirvió la hija de Manolo, una veinteañera muy mona que se desvivió por hacer bien la tarea de explicarme como estaba hecho el postre y que habían sido sus manos las que lo cocinaran.

Era un biscocho de chocolate con frutos de la zona, nata montada, garrapiñada de nuez, helado de limón y un crujiente de caramelo muy dulce. Digno de un confitero o repostero de primera línea. Se lo hice saber y se puso roja, lo que la hizo más bonita aún.

Como no debía faltar al final el café con el chupito de aguardiente. No sé cómo llegué a lo de doña Juana, porque el estómago me pesaba y el sueño podía más que las fuerzas de caminar.

Al llegar, doña Juana no estaba, pero en la mesilla de luz de la habitación, había una tetera con una infusión digestiva que vino caída del cielo. Me dormí una generosa siesta hasta las seis de la tarde.

Recuperado, me di un baño y salí a conocer algo del pueblo.

En cuanto salí a la plaza, desde el bar me llamaron:

– ¡Jovencito! ¡Venga y tómese una cerveza que hace calor ya!

Era muy cierto, el calor del verano que llegaba se hacía notar con crudeza.

– Gracias doña Juana, pero estas las pago yo,

– No me dé las gracias que ya se lo cobro.

– Jajajaja… me gusta su contestación doña Juana.

– No se va a reír igual cuando le pase la cuenta.

– Pero ¿no es que son todos muy amables aquí? jajajaja.

– Amables sí, pero tontos, no.

– Y dígame, que puedo ver aquí. es viejo el poblado ¿no?

– Mire, este pueblo y sus tierras era de mis tatarabuelos y los tatarabuelos de los que aquí vivían. Un día apareció un señor muy bien puesto, con su traje y sus zapatos relucientes, dijo que se quedaría unos días y que le gustaba jugar a las cartas. El caso que esa noche, la de su llegada, el tío sacó de su bolsillo un mazo de cartas nuevecitas, e invitó a jugar a quién quisiese. Allí se arrimaron los que estaban en el bar, mis tatarabuelos y sus vecinos, y en ronda de cuatro se fueron jugando durante toda la noche, hasta lo que tenían puesto. A la madrugada, este señor tan limpio se había quedado con todas las tierras de alrededor. Todas las casas con su hacienda y labranza, fueron a sus manos, menos la casa de Emerencio, solo él le ganó una partida y fue cuando el extraño le agarró sueño y fue a dormir, dejando la partida para la mañana siguiente. Por la madrugada, el borracho del pueblo vio un bulto, era el tío este, de las cartas, que había muerto de un ataque al corazón. Los herederos reclamaron lo que el tío había ganado en buena ley y se apropiaron de todo, desde ese entonces pertenecemos al pueblo de Valenzuela Torres, el dueño de las tierras.

– Todo fue a manos de Valenzuela y ¿una sola no?

– Así es, la de Emerencio. Los tatarabuelos de él no jugaban a las cartas y por eso se salvó y la casa quedó hasta su nieto Irineo. Compadre y vecino… hasta que se fue.

– ¡Ah! Así que Irineo se fue! Uno que no se quedó como dicen que ocurre con los que llegan.

– No, el acaso de Irineo fue diferente m’hijo, muy diferente.

– ¿Por qué? ¿Acaso se murió o algo así?

– Digamos que algo así.- doña Juana le ponía suspense a la narración, haciéndola interesante a quién la escuchara, y eso era lo que perseguía, que le preguntase por el caso de Irineo.

– ¿Cómo es algo así? ¿Hay algo raro en ello?

– Le contaré jovencito. No soy de hacerlo hasta que me siento fuerte para recordar aquellos días.

– ¿Fueron duros por lo visto, para usted?

– Sí, muy duros, se fue parte de mi familia adoptiva.

– ¡Ah! Comprendo, le quería como un hijo a Irineo.

– Más, él era un hijo bastardo que crie de pequeño, la madre vino al pueblo a morir prácticamente. Ella estaba muy enferme y buscaba un lugar en paz para irse al otro lado, ella sabía que moriría pronto y por eso se alojó en mi casa, con la esperanza que el hijo que llevaba en el vientre, tuviese una familia como la que no tenía.

– Interesante historia, y ¿qué pasó a Irineo?

– Él fue creciendo, estudió, se fue a terminar sus estudios de farmacéutico y regresó casado con María José, una excelente mujer. pusieron el negocio y trabajaron ambos a la par. Ella tuvo dos hijos, una niña y un niño, tan parecidos a ellos, que daba cosa verles juntos a los cuatro.

– ¿Por lo parecidos?

– ¡Claro! Eran una copia de ellos dos. Formaron una de las mejores familias que hubo aquí, lo que necesitara se lo podía pedir a ellos, que buscarían la manera de cubrirle con lo que requiriera la emergencia. Y no solo de remedios hablo, de todo lo que usted pueda llegar a tener en falta. Incluso en las navidades no había nadie que lo pasara solo, si ellos lo sabían; se lo llevaban a su casa y le hacían sentir un rey o una reina.

– Buena gente.

– ¡Buena es poco, buenísima gente! Cuidaban su casa, la que fue de Emerencio y que el comisario les dio en cautela, con un esmero que era envidia de los demás. Su jardín con flores todo el año, su huerto con las hortalizas de la estación, los juegos de los niños siempre bien pintados al igual que las paredes de la casa. Y por dentro una pulcritud admirable; cuando tenían algo de tiempo, los podía ver a los cuatro, aun cuando lo críos apenas se levantaban del suelo, arreglando la casa, limpiando, pintando, haciendo manualidades, no se quedaban quietos y siempre juntos. La casa es la que usted ve al aparcar el coche, está al lado de la mía.

– ¡Ah, sí! La he visto al ir al coche hace un rato, está bien, ¿vive alguien allí?

– No, no vive nadie desde que se fueron.

– Y ¿por qué hay un grafiti en la pared?

– ¿Un qué?

– Como un mensaje o un escrito que dice… Aquí viven… no recuerdo que más

– “Aquí viven los que se fueron”, eso lo pintó con un carbón alguno del pueblo después que se fueron.

– ¿Y dónde se fueron?

– No se sabe. Un domingo, después de ir los cuatro a misa de once, prepararon la comida, pusieron la mesa, los niños se cambiaron las ropas de salir y las dejaron en sus camitas; ellos hicieron otro tanto, ella se puso el delantal que usaba para cocinar y se puso a la tarea, mientras él sacó un tarro de pintura verde y comenzó a pintar la verja mientras estaba la comida. Los chicos jugaron a la pelota, porque yo lo vi ese mediodía, en el jardín. Como a la una, la madre llamó a comer. Se sentaron en la mesa y comieron el primer plato, que era una sopa muy especiada. Luego algo ocurrió. No se los volvió a ver salir de la casa.

– ¿Y eso?

– Eso es lo que nos preguntamos todos. Pasó la tarde, y al anochecer me sobraban una tortillas recién horneadas y fui a llevárselas a los niños que le gustaban mucho. Preparé una fuente y agregué miel y dulce de tomates. Golpee la puerta y nadie respondió; luego de varias veces golpeando, la puerta se abrió como si alguien lo hubiese hecho desde dentro, entré y mi sorpresa fue tremenda.

– ¿Qué?- dije metido de cabeza en el relato.

– Todo estaba en perfecto orden, como si estuviesen aun comiendo, incluso el tarro de pintura verde y las ropitas de los niños, todo en su lugar. La comida humeaba como si recién ella hubiera llamado a la mesa. Solo faltaba lo que comieron, la sopa, y ellos mismos. No había nadie, como si se hubiesen levantado todos rápido por algo que sucedía y dejaron lo que estaban comiendo o haciendo y se fueron.

– ¡Qué extraño! ¿no?

– Sí m’hijo, muy raro, muy raro. Nada estaba fuera de lugar, todo acomodado perfectamente. Al día siguiente di conocimiento a la policía de lo que había visto y fueron rápido a cerciorarse que no mentía. Era ya media mañana y no se sabía en el pueblo nada de ellos. Todos nos pusimos a buscarles por los alrededores y nada, no aparecieron. Pasaron los días y seguíamos con el alma en hilo, se empezaron a relatar fantasías pero nada cierto y comprobable. Así fue pasando el tiempo, yo albergaba la esperanza que regresaran, que se hubiesen ido porque alguien por un apuro los viniera a buscar, pero nada. Como tengo un juego de llaves de la casa iba todos los días, pero no era necesario limpiar nada, estaba todo limpio. Solo recogí la comida para que no se pudriera y lave los trastos dejándolos en su lugar. Después no toqué nada. Al pasar los dos primeros meses le dije al comisario que había algo extraño en la casa, me acompañó y vimos con nuestros propios ojos, que nada estaba sucio, ni polvo dentro de la casa, y eso que habían pasado dos meses. ¡Imaginate hijo! ¡Dos meses!

– Mucho tiempo ¿no?

– Claro que sí. Demasiado para que estuviese limpio y con el polvillo que hay aquí en la seca. El comisario, que no me deja mentir, comprobó algo muy raro, el pincel y la pintura estaban frescos, como si recién se hubiese dejado de usar. Allí fuimos viendo otras cosas, como que las plantas del interior crecían sanas y estaban regadas, los cristales relucían, las tulipas de las luces no mostraban una mota de polvo. Me asusté y por unas semanas no volví a pisar la casa, pero después me armé de coraje y fui. Todo seguía tal como lo dejáramos con el comisario, igualito. Y ocurrió lo otro.

– ¿Qué ocurrió?

– Eso mejor te lo cuento en mi casa m’hijo, mejor allá.

Intrigado por lo fantasioso que parecía el relato, acompañé a doña Juana a su casa. Una vez sentados en la galería y con la casa de los que se fueron a la vista, me contó:

– Mira esta carta.- me dijo extendiéndome un papel amarillento.

Lo leí y era una carta que firmaba Irineo dirigida a doña Juana en su cumpleaños, nada anormal.

– Bien ¿Y qué quiere que mire?

– Ahora mira la letra de este papel.- y me dio otro papel cuadrado, de esos que se usan para las notas, también amarillento. En él decía: “Estamos bien, somos felices” y firmaba Irineo.- ¿ves alguna diferencia entre una letra y otra? ¿en la firma?

– No, no veo diferencia, ¿por qué habría de haberla?

– La primera es una cartita que me enviaron junto a un regalo que me hicieron los cuatro; pero la segunda llegó a mis manos el día que regresé a la casa después de varias semanas. Una vez adentro, me puse a mirar las cortinas y pensar en ellos, me entraron ganas de llorar y lloré. Miré al techo como buscando el cielo m’hijo, y no lo creas, cayó del mismo techo la nota, como apareciendo de la nada, hasta mis manos. No lo podía creer, me respondían a mis lágrimas. No sé dónde está mi hijo con su familia, no sé qué pensar, pero juro por el cielo y la luz que me alumbra, que esto es cierto.- se tapó la cara con ambas manos y lloró en silencio.

– No se ponga mal doña Juana, le creo y sí ellos dicen que están bien, así debe ser.

– Miro la casa y pienso que ellos están aún dando vueltas por allí, que limpian y mantienen todo en orden porque piensan en volver.

– Tal vez sea así. No pierda la esperanza de volver a verles.

– Ya estoy vieja, no creo que lo consiga, estén dónde Dios quiera que estén. Mucho he rogado por el descanso de ellos.

– Pero usted piensa que han muerto…

– ¿Y qué otra cosa puedo pensar?

– No sé, hay tantos misterios en el mundo, es tan difícil creer que esta es la única realidad… no sé, no se sabe qué ocurre un paso más allá.

– Sí es cierto, pero no sé… me destrozó la vida su ida.

– Me imagino, no es para menos. Si al menos hubieran encontrado indicios de lo ocurrido, usted estaría mucho más tranquila.

– Sí m’hijo, claro que sí.

La conversación quedó en un silencio total; al fin opté por darle un beso en la frente tal como si se tratara de mi madre o mi abuela y me fui a la habitación. Al caer la noche no vi a doña Juana y fui a cenar al restaurante. Manolo me preguntó por ella y le dije que no la había visto, le extrañó y me sirvió el primer plato luego de unos embutidos de aperitivo. Iba por el postre cuando vi entrar a Pancracio, el hijo de doña Juana que atiende la gasolinera; preguntó a Manolo y a la hija de este, por su madre, luego se bebió una cerveza y se fue.

Al traerme el café, Teresa que así se llama la hija de Manolo, me dijo que estaban preocupados por la ausencia de doña Juana, pero que sabían que a veces pasaban horas sin verla y era que iba al cementerio donde se estaba un buen tiempo. Teresa luego me preguntó:

– ¿Le ha contado lo de la casa embrujada?

– ¿Cuál? ¿La de los que se fueron?

– Sí, esa.

– Sí hoy por la tarde me contó toda la historia y me mostró unos papeles.

– ¿Y usted qué piensa?

– No sé realmente, es un caso extraño tal como ella lo cuenta. ¿Sucedió así?

– Sí, ella no agrega ni quita nada, esa es la historia, nadie sabe qué pensar, pero yo tengo una idea.- la invité a que se sentara conmigo y me contara.

– ¿Qué idea?

– Yo creo… que Irineo y su familia fueron secuestrados

– ¿Secuestrados, por quién?

– No es fácil… pero ¿usted cree en los platos voladores?

– No, sinceramente no.

– Pues yo sí, y creo que ellos se los llevaron. He leído mucho sobre varios casos similares. Incluso que ellos pueden estar viviendo en un mundo paralelo.

– Has leído mucho, ya lo veo. No sé qué decirte.

Seguimos conversando sobre los diferentes hechos sin resolver de desapariciones y fantasmas hasta que se hizo tarde y no quedaba nadie en el bar, más que Manolo seguía la conversación desde el mostrador, con cara sonriente por alguna razón que se le cruzaba en la cabeza y yo no podía comprender.

Regresé a mi habitación y las luces de la casa estaban todas encendidas, Pancracio seguía esperando a su madre. Le dije un par de palabras de aliento y me fui a dormir, entre la cena y los chupitos que tomara con Teresa, solo la cama era importante.

Por la mañana me desperté a las seis con un ruido a pisadas y voces en el resto de la casa. Me di un baño y me vestí sintiendo ese ir y venir. Salí a desayunar y me encontré de frente con el comisario.

– Buenos días, soy el comisario Argüelles, usted es el huésped.

– Sí señor, soy el huésped.

– Usted fue la última persona que vio a doña Juana. Cuénteme cómo la vio.

– Estaba triste cuando la dejé en la galería, me había estado relatando lo de la casa de al lado y se puso a llorar, eso es todo lo que puedo decirle.

– Está bien, ya corroboré que estuvo hasta tarde en el bar. Pero le voy a pedir que no abandone el pueblo, por cuestión de la investigación que llevo a cabo.

– Está bien, llamaré que no me esperen en la capital, entiendo que es importante esto.

– Sí, puede decir que es testigo de una investigación policial, yo le respaldo en su ausencia a sus tareas.

– Bueno… no es un trabajo en sí, pero bueno, se lo agradezco.

– Le mantendré informado si se requiere de su testimonio.

Me quedé de una pieza por lo que estaba sucediendo ante mis ojos. Decidí ir a ver si el bar estaba abierto y por supuesto que sí, con Manolo en la barra sirviendo a los pastores y parroquianos tempraneros.

– Buen día… bueno no sé si serán así, pero es la costumbre.- saludó Manolo.

– Buen día Manolo, parece que me quedo un día más.

– Jejeje. De un día a otro se pasa la vida. Aquí es bienvenido.

– Gracias Manolo.- la sonrisa del hombre y sus ojos achicados me decían que pensaba en otra cosa, pero no quise averiguar más.

Desayuné opíparamente y me instalé en la tarraza con mis notas y demás apuntes del trabajo.

– Ahora es doña Juana… ¿has visto que no crees en los marcianos?

– Hola, buen día Teresa, qué madrugadora.

– Buen día, perdón por no saludarte, pero estoy conmocionada con lo de doña Juana.-

– Sí, ya veo que estás nerviosa, hasta me tratas de otra manera.

– Jijiji… sí, perdón por tutearte.

– No sigas pidiendo perdón mujer, que no hay nada que perdonar. Que si sigo así, ya me estoy quedando aquí a vivir.

– ¡Huy! ¡qué lindo sería!

– Sí, jejeje, no apresuremos los hechos.

El filtreo tonto siguió por unos minutos más, y que la niña era bonita de verdad, además parecía dispuesta a la conversación conmigo, por algo se sonreía Manolo detrás de la barra.

A media mañana ya me había recorrido el pueblo y no quedaba mucho que ver, por lo que recalé nuevamente en el bar de Manolo.

– ¿Sabe ya que el comisario entró en la casa de los que se fueron y salió de allí muy preocupado?

– No, no sabía nada, estuve caminando y no me enteré de nada.

– Pos sí, parece que hay algo que no le cuadra directamente al comisario.

– Iré a verle para saber si puedo ya marcharme o si me necesita un tiempo más.

– ¡Ja! ¡Ha dicho un tiempo más! Ya no dice directamente que se va hoy, ¿le gusta el pueblo?

– Bueno… tiene su encanto, es muy tranquilo y me vendría bien salir de la ciudad, solo en estas horas que he pasado aquí, han sido más intensas que las que vivo allá.

– Perdón que le pregunte directamente, pero ¿a qué se dedica usted?

– Soy escritor de artículos de famosillos y esas cosas, escribo para un par de revistas importantes y voy ganándome lo diario,

– ¡Ah! Escritor y periodista, lo que se dice directamente usted es también algo famoso.

– ¡No! qué va, solo escribo algunos artículos, lo que ocurre es que pagan bien y en tiempo.

– Y ¿está casado o de novio?- la pregunta la venía venir.

– No, no estoy casado ni de novio. Vivo solo, un solitario más.

– Mire usted. Tal vez encuentre motivo directamente para quedarse en el pueblo, bien que nos vendría tener un periodista aquí.

– Bueno, primero voy a ver al comisario, luego seguimos hablando Manolo.

Me despedí justo cuando la charla se volvía íntima, y para eso sé cómo escapar. Fui hasta la casona que sirve de comisaria y pregunté por mi situación, le comisario me hizo pasar a su oficina y conversamos.

– Bueno,- comenzó el comisario colocándose bien el sillón.- esto está complejo. Usted dice que la dejó en la galería de la casa, allí no encontramos nada más que un par de papeles que ya conoce porque ella se lo había mostrado ese mismo día. Lo curioso es que haya dejado esos papeles a la vista, haya lavado y acomodado los trastos de lo que estuvieron bebiendo, limpió la casa, o al menos la repasó, se da cuenta uno que así lo hizo, y desapareció sin que fuese vista salir ni merodear por los alrededores. Doña Juana es una mujer que se para en cada puerta y echa un párrafo, no es posible que haya salido afuera del pueblo, caminando con la lentitud que lo hace y que no se cruzara con nadie. Esto me hace sospechar que hay algo más que no me ha contado, o que doña Juana se ha volatilizado.

– ¿Cómo los que se fueron?

– Solo creo en lo que veo, palpo y analizo.

– Yo no digo que sea una segunda parte de aquello, pero ¿cómo desaparece una anciana y por qué?

– Es lo que me pregunto y no doy con la pista. Tal vez usted me pueda decir algo.

– ¿algo de qué? No conozco a nadie en el pueblo, solo vine a pasar la tarde y noche por descanso y no hay nada más. Voy camino a la capital para una entrevista que debo hacer antes de fin de semana. Puedo dar todos los datos necesarios.

– Ya me ocupé de preguntar por usted y todo lo que cuenta es cierto. Pero ¿Qué fue lo que hizo que la anciana desapareciera después de la conversación con usted?

– Allí no llega mi conocimiento, empieza a ser un misterio.

– Para mí no hay misterio posible, todo se debe a una razón y un propósito.

– ¿Cómo los que se fueron?

– Vale, me gana por cansancio, ese caso no se resolvió, pero llegará el momento en que tenga solución.

– ¿Me tengo que seguir quedando?

– Sí, para su desgracia, sí, es el último que la vio con vida. Ya llamé al juzgado y di parte a la Guardia Nacional, vienen en camino a hacer un reconocimiento y búsqueda, mientras tanto quédese en el pueblo, la comisaria correrá con los gastos.

– Está bien, me quedaré, e informaré sobre esto a un amigo abogado por las dudas.

Salí medio mosqueado por la situación que me tocaba tan de cerca. En el camino a la casa de doña Juana, me encontré con Teresa que iba en la misma dirección.

– ¿Y, pudiste hablar con el comisario?

– Sí, me pide que me quede un día más, que los gastos corren por su cuenta, que avisó a la Guardia Nacional y que iniciarán un rastreo.

– ¡Uh! Te veo mal, estás cabreado por quedarte…

– No, por quedarme no, es por la situación extraña en que me veo envuelto.

– Pero eso debe ser bueno para un escritor, estar en medio de la noticia,

– Viéndolo así tienes razón. Puede ser que saque algo que publicar.

– Además te has hecho de amigos… como yo por ejemplo.

– Bueno, eso es muy bueno, no lo pongo en dudas. Y como amiga, ¿hay otro lugar dónde comer que no sea en lo de tú padre?

– ¿No te gusta la comida?- puso cara de triste en demasía.

– No, no es eso, es que pensaba que podríamos ir a cenar a otro lugar, tú como invitada.

– Aquí no hay más que el bar, pero… siempre se puede ir a otro pueblo.

– ¿Aceptas para esta noche?

– Sí, por qué no. me gusta salir un poco del pueblo.

– Vale, ¿a las nueve está bien?

– Sí, quedamos a las nueve.

– Vale, eso si no encuentran que yo haya hecho desaparecer a doña Juana, jejejeje.

– Jajajaja… ¡Qué bueno! No creo que la encuentren, ya sabes lo que pienso y cada vez con más certeza.

– Lo hablamos en la cena, ¿sí?

– Sí, hasta ahora.

– Hasta ahora.

Entré en la casa de doña Juana como pisando huevos, tontorrón y adolescente. Al pasar por el pasillo a mi habitación, vi a Pancracio en el salón cabizbajo. Me acerqué a consolarle.

– Mira Pancracio, sé del dolor de este momento, la angustia y la desazón por la que estás pasando, pero no te caigas, ella no lo querría.

– Sí, es cierto, pero no dejo de pensar dónde estará, cómo es posible que haya desaparecido.

– La encontrarán Pancracio, el comisario está poniendo todo para hallarla. Ya sabes que ha llamado a la Guardia Nacional.

– Sí, lo sé pero por Dios, que la encuentren ya y viva.- levantó los ojos hacia el cielo y vi cómo se le abrían cada vez más, tanto que miré en la dirección que él lo hacía, al techo.

Cayendo como una leve hoja de otoño, mecida por un suavísimo viento, un papel del tipo de los post-tips caía sin prisas.

– ¡Apareció de la nada! ¿Lo has visto, lo has visto?

El papel terminó su vuelo al lado de la mano derecha de Pancracio, con letra temblorosa decía: “Estoy bien hijo, soy feliz”.

A tres años de llegar al pueblo.

Hace tres años que vivo aquí, me he casado con Teresa y como los que se fueron no tenían familia ni herederos, el comisario como autoridad del pueblo nos concedió vivir en la casa de ellos.

Somos felices, Teresa está embarazada de gemelos, sigo escribiendo en la revista y le ayudo a Manolo, mi suegro, en algunas tareas del bar como pasatiempo. Estamos arreglando la habitación de los niños por venir, también he terminado de pintar la verja… con la misma pintura que Irineo dejó abierta hace tanto tiempo, sin embargo estaba fluida.

Los casos de Irineo y doña Juana siguen sin ser resueltos.

Nosotros hemos dicho a todos que si nos vamos dejaremos una nota más extensa, todos se han reído por la ocurrencia.

Ha tres años y diez meses de haber llegado al pueblo.

Hoy hace dos meses que los gemelos han nacido. Son una niña y un niño. Es domingo, hemos ido a misa de once, luego Teresa se puso a cocinar y yo quería pintar una puerta de la habitación, pero hemos sido interrumpidos cuando estaba la comida lista.

Nos han venido a buscar.

Somos felices y estamos bien.

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