Esta es la historia de un momento de mi vida que cambiaría para siempre el destino de mi futuro. Fue la última vez que sentí esa sensación de felicidad plena y de escuchar a mi propio corazón palpitar a su máximo nivel. Recuerdo mis manos tan temblorosas, sudadas y sin reflejos. Mi mente, en paz y brillante, expectante y ansiosa por el devenir de los hechos. Estaba enamorado y Juliana, me miraba con sus ojos hermosos y llenos de lágrimas, sosteniendo el resultado de los análisis mientras dejaba caer una risa leve de nerviosismo. Nos tomamos un instante antes de abrir el sobre. Agradecí los dos cafés y medialunas dulces que no consumimos. Juliana dio la gracias al mozo por la servilleta, su emoción la pedía a gritos. Luego de decirnos lo mucho que nos amábamos, leímos el resultado en voz alta. Fue esa la imagen que quedará grabada para siempre en mí. ¡Íbamos a ser padres! Lloramos aún más. Nos abrazamos durante un tiempo eterno. Nos besamos y volvimos a reír. Pagamos la cuenta y nos fuimos del Café San José, en la esquina de la plaza del pueblo. Siempre pensé que esa cafetería sería el lugar de mis sueños, el lugar al cual iba a regresar constantemente para recordar esa felicidad pura que me regaló la noticia de que iba a ser padre. Tiempo después regresé, pero no con la misma sensación que me imaginé.
Al día siguiente recibí en mi casa un correo sin remitente. Se trataba de una caja pesada envuelta en papel color madera. Mis días como escritor estaban pasando un tiempo de crisis. Hacía tiempo que no podía volver a escribir esos textos que me llevaron a ganar la confianza de los editores de Buenos Aires. Terminé de abrir el paquete y me encontré con una hermosa máquina de escribir, importada y reluciente, y una pequeña llave que la acompañaba. No fue Juliana quién me la obsequió, no sabía quien me la había enviado, pero eso no impidió que la empezara a usar. A los pocos día la inspiración volvió como por arte de magia pero todo fue un detonante. Las semanas subsiguientes la máquina se había apoderado de mí por completo, cambió mi personalidad y mi relación con Juliana empezó a romperse. Finalmente, el vínculo entre ella y yo terminó por estallar aquella noche que chocamos el auto mientras discutíamos fuertemente en la ruta. Ese fue el punto final de nuestra relación. Tras largos días internado y con múltiples fracturas, volví a casa. Juliana había perdido al bebé y estaba en la mesa llorando, esperando el divorcio, que firmé con culpa aún sabiendo que la amaba. Comenzó entonces el período mas triste, depresivo y ermitaño del resto de mi vida. Decidí mudarme al día siguiente. Dejé mis pagos y traté de comenzar mi vida de nuevo en otra ciudad, pero mi alma pesaba mas que mis ganas de vivir. A los pocos días la realidad me sacudió para terminar de comprender que estaba en un pozo. Había tocado fondo y eso fue lo que me llevó a abrir las cajas viejas de papá, tomar el revolver calibre 38 que mi padre me había obsequiado antes de morir, dirigirme hacia el baño y disparar.
Nada ocurrió. Volví a repetirlo tres veces más. Solo el ruido de gatillo. Podría haber jurado haber visto cargado el revólver, pero quizás mi estado anímico me confundió. En ese instante escuché que alguien tocó la puerta de mi casa. No esperaba visitas. Otro correo extraño, sin remitente. Leí la carta y la guardé para siempre:
«Unica via aeterna. A key est Fatum – 15 de Julio de 1963 – 15 de Julio de 1978 – 15 de Julio de 1993 – 15 de Julio de 2008″
Mi única certeza en esas fechas, es que yo tenia 28 años el 15 de Julio del ´63 y que estaba todavía casado con Juliana. Habían pasado sólo unos meses de aquella fecha. Gracias a que en la escuela había aprendido latín es que pude traducir el mensaje al castellano: «Un viaje eterno a un único lugar. Una llave al destino». No entendí nada. Guardé la carta en mi cajón de la mesa de luz y me acosté a dormir. Me había olvidado también, que ese día, me quise quitar la vida.
Pasaron quince años. Jamás volví a ver a Juliana. Supe que se casó tiempo después de nuestra separación y que tuvo familia, pero nada más. Mi vida siguió su rumbo sin un camino claro. Para esta altura había escrito decenas de novelas, muchas de las cuales se hicieron famosas. En este tiempo me volví más introvertido que nunca. Fue cuando encendí la radio y escuché al locutor que daba la bienvenida al programa en «este 15 de Julio de 1978». Recordé la carta y la fui a buscar, la volví a leer, me acerqué a la máquina de escribir y coloqué la pequeña llave, giré hacia la derecha y todo cambió para siempre: No estaba en mi casa. Ese lugar lo conocía bien. Era el Café San José y esa columna a mi derecha sostenía un calendario de Julio. Era el 15 de Julio de 1963. Quince años después, volví al único lugar donde fui feliz. La máquina era, una máquina de escribir y una máquina del tiempo a la misma vez.
Desde donde estaba pude observar esa esquina del fondo y a ellos dos sentados, Juliana y mi yo del pasado, tomados de la mano, esperando conocer el resultado de los análisis. Me tapé la boca con mi mano derecha. No podía entender lo que estaba sucediendo. ¿Me estaría volviendo loco? Me acerqué a la barra, una anciano de barba blanca me miraba sin decirme nada, me ofreció un trago de agua, sin que se lo pidiese, sabiendo que lo necesitaba. Suspiré profundamente varias veces sin poder correr la mirada a esa pareja tan feliz que mis ojos veían. Me quedé inmóvil hasta que decidí marcharme, no sabía si mi yo del pasado debía verme y tampoco sabía yo si en realidad quería hacer algo para revertir los hechos. Me asusté mucho. Giré la llave de la máquina y volví a casa.
Pase mucho tiempo de mi vida intentando volver al pasado. Quizás estaba a tiempo de recuperar a mi esposa y de evitar la separación y la pérdida de nuestro bebé. La carta misteriosa tenía un mensaje corto y contundente. Marcaba las fechas exactas en donde se podía regresar en el tiempo: un mismo lugar, cada quince años. Todavía faltaban siete años para el 15 de Julio de 1993, era momento entonces de soltar esos pensamientos y poder construir mi vida de una vez por todas. Nunca pude.
En mi cumpleaños número 58 me encontraba solo. Para entonces vivía en una hermosa casa con un extenso jardín donde podía cuidar de mis plantas y alimentar a mis perros, únicos amigos de mi vida. Mi profesión había tenido un salto al éxito. Tras publicar mi vigésima sexta novela, mi nombre se había hecho popular en Europa y mis textos comenzaron a traducirse en nuevos idiomas. Ese año recibí el máximo galardón que un escritor pueda tener: El Premio Novel de Literatura. Mirando el almanaque colgado en la cocina esperaba ansioso que llegase el 15 de Julio, solo faltaban 30 días, para poder viajar en el tiempo. Estaba decidido a cambiar todos los premios, las novelas y mi nombre en la historia por recuperar a mi mujer y mi hijo.
Volví a 1963, al Café San José. No tuve miedo pero sí me emocioné. Esta vez quería ver de cerca las miradas nuestras, tenía que volver a verme a mi mismo y así recuperar recuerdos que se van borrando con el tiempo. Me acerqué al hombre de barba blanca que se encontraba detrás de la barra y le pedí permiso para llevarle el pedido que esperaban: dos cafés y 3 medialunas, que no iban a consumir. Me hizo una seña de no importarle demasiado, así que me puse un repasador en el brazo, como para disfrazarme de mozo y les baje el pedido. Ya tenía preparada la servilleta que Juliana necesitaba. Ninguno de los dos me miró a los ojos, pero yo me quede un instante contemplando sus miradas. Decidí irme del Café y esperar a que esa pareja feliz se retirase para ganar tiempo. Mientras me iba del lugar, logro vislumbrar a mi yo del pasado, que viajaba por mi primera vez, con mucho miedo e incertidumbre. Evité el contacto con él. Mis planes eran otros. Con mi máquina del tiempo entre mis brazos crucé a la aplaza a esperar. A los pocos minutos observé la despedida de ambos, aunque Juliana se quedó en esa esquina esperando. Me acerqué unos metros para poder ver algo que nunca había visto. Un auto blanco estacionó delante de ella. El conductor bajó, le dio un beso y un abrazo, le abrió la puerta del auto y se marcharon juntos. Juliana tenía un amante. Mis planes habían cambiado por completo.
En mi cumpleaños número 73 no me encontraba tan sólo. Marta y Norma eran asistentes que trabajaban en casa junto a un mayordomo y un amo de llaves. Ya estaba grande y viviendo en Madrid, por lo que necesitaba de ayuda en casa. Para entonces me había dejado crecer la barba, hacía años no me la recortaba, de color blanco brillante me la peinaba todas las mañanas mientras tomaba té en el jardín. No fue una mañana común y corriente. Al parecer, un sujeto fuera de mi residencia se presentó diciendo que era hijo mío. – Imposible – Le había dicho a Norma. Sin embargo mencionó algo que me dejó pensando: – Dígale al Señor que viajé desde Buenos Aires y que soy hijo también de Juliana Balmaceda.- Hice pasar al muchacho, quería escuchar su historia. Gracias a Dios lo hice. El hombre, alto y elegante venía acompañado de mellizos de unos trece años de edad, se quitó el sombrero. Lo pude ver bien de cerca, su parecido con el mío era asombroso. Tras invitarlo a merendar, me comentó que Juliana había fallecido de una enfermedad y que antes de morir le manifestó que no era hijo de su padre sino de su anterior esposo: Juan Antonio Magallán. Yo. El sujeto me dijo que se llamaba Daniel y que su madre me había escrito una carta explicando los hechos.
Juliana nunca perdió el bebé, decidió criarlo con su amante a quien reconoció en su carta. No pude creer que esa mujer que tanto amé en mi vida y que tanto quise recuperar me haya mentido con esa crueldad. Todo era confuso, pero Daniel me acaró el panorama tras abrir un pequeño obsequio que tenía para mí: una máquina de escribir reluciente, idéntica a la que tenía pero nueva. Luego de mirarla por un instante, había entendido todo. Deje esperar los 30 días, sabiendo que iba a ser mi último viaje en el tiempo, para hacer lo que tenía que hacer.
Entré al Café San José y esta vez me metí detrás de la barra, era yo mismo el que estaba de barba blanca ahí parado, ese era mi lugar. Le dí el vaso al Juan del ’78 y le acerqué los cafés y las medialunas al Juan del ´93 para que pueda llevarlo a la mesa. Esa noche dormí en el hotel del pueblo. Al otro día me dirigí hasta la casa de Juan y le obsequié un hermoso regalo. La máquina de escribir que Daniel me había regalado. Como viajé con esta máquina, no tenía forma de regresar. Había tomado la decisión de quedarme atrapado en el ´63 para salvar a mí mismo de la muerte, un par de semanas después, retirando las balas del revólver antes de que ese triste hombre tomase la decisión de quitarse la vida, dejando una carta con las fechas importantes en latín.
Desaparecí de mi mundo sin dejar rastros. Le había dejado a Daniel y a sus hijos mi hermosa mansión y una herencia importante. Finalmente me decidí a escribir mi última novela, en el pueblo que me vio nacer. Ese otoño pude finalizar: «Un Encuentro En El Tiempo».
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