AZUCENAS NEGRAS

Marino E. Cedillo

*AZUCENAS NEGRAS (fragmento)

I

La canción de Ricardo Arjona «Señora, no le quite años a su vida, póngale vida a sus años» se escuchaba dentro de la pequeña habitación de Octavio Bernal.

Amalia Granda había amanecido con él. Y así dijo en cuanto brilló el gélido sol por la ventana:

—Por mí que se mueran todos los hombres. Son unos pedófilos, unos sucios ¡Adiós! —levantándose bruscamente.

—Amalia, ven. Dijiste que no nos íbamos a levantar hasta medio día ¡Afuera hace frío! ¿A dónde vas? Dijiste que te quedarías una semana conmigo.

—Sé lo que prometí. Y no me remuerden las promesas que no cumpla, Octavio ¡Te odio! No debiste hacerlo sin mi consentimiento… Ya no quiero que me toques nunca más ¡Es el fin!

Octavio Bernal solo alcanzó a mirarle las nalgas suaves y redondas antes que ella se embutiera en su pantalón blanco, bien apretado, que daba forma a una cintura preciosa y caderas bailonas.

Pese a ser una mujer de 38 años, Amalia lucía como una de 25 primaveras. Ese cabello largo color castaño, esa espalda angosta, esas caderas anchas y esas piernas largas hacían de ella una mujer codiciada por muchos hombres; jóvenes y maduros. La piel de su rostro sonrojado, apenas tenía líneas de expresión. Y el brillo intelectual se notaba en sus ojos de mirada audaz y punzante; parecía un águila peligrosa.

— ¿Dónde está mi brasier? —Amalia volteándose con las manos sobre sus pechos, sin darse cuenta que uno de sus pezones largos y rosados se asomaba entre sus dedos de uñas bien recortadas.

—Déjamelos de recuerdo ya que no sé cuándo estaremos juntos otra vez, cariño mío —respondió Octavio oliendo y apretando entre sus manos el ergonómico sostén que abultaban los pechos de ella gracias al relleno de esponja—. Quisiera seguir la acción. Estoy loco por ti. Ahora que probé el sabor tu piel quiero devorarte a besos, Amalia.

—No me gustan tus comentarios ni la forma morbosa con que manoseas mi ropa ¡Entrégamela ya! —Gritó Amalia.

Al ver que ese rostro perfilado como el de una egipcia se encendía como una brasa del Inti Raymi, y que sus ojos color miel de pronto lanzaban chispas de odio, Octavio se alzó del lecho desordenado, sonriendo con lujuria en vez de obedecerle.

—Te ves más bella enojada, mi azucena preciosa. Déjame colocarte yo mismo el sostén, así como te lo quité. Qué linda eres, Amalia. No comprendo tu prisa por irte. Te quiero una vida conmigo. Tranquila… alza tus brazos.

— ¡No me toques! Aparta tus manos depravadas. No sé por qué en este mundo proliferan tantos pedófilos.

— ¿Por qué hablas así, Amalia…? Sé que no fuiste feliz con tu ex marido ¿Te duele el pasado? Si es así, ya déjalo pasar.

Y Amalia arranchó a Octavio el sostén, para vestirse en un segundo y salir como una loca de esa casa; odiando del modo más oscuro al hombre con quien ella creyó tener una atracción mística poderosa.

— ¡Quiero morirme! —Murmuró varias veces.

Y mientras Amalia conducía su auto gris, los recuerdos pulverizaban sus sentimientos. Hace un mes que decidió contactar a Octavio, ese viejo amigo de su pueblo natal, a través del Facebook. Lo había visto por última vez hace como un cuarto de siglo en Ecuador. Y ahora lo tenía en sus contactos. Se enteró que él estaba viviendo en Estados Unidos, en una ciudad cercana a su residencia.

— ¡Lo bloquearé de mi vida! —Se dijo, perdiéndose en recuerdos viejos.

Octavio rondaba los 40 años, pero ¡vaya!, si de adolescente le pareció atractivo, hoy le semejó el hombre más bello del mundo.

— ¡Maldito! No puedo perdonarle. Creo que estoy sangrando—, intercalando palabras con pensamientos que le remordían.

Y las publicaciones que Octavio solía hacer en el muro de su Facebook le daban ese perfil que lo hacía tan compatible con su ideología feminista.

«Qué interesante el tipo: defiende la liberación femenina. Y es rebelde, es idealista, es reflexivo ante el sistema religioso y político que yo aborrezco» pensó mientras miraba de una en una sus fotos.

Al informarse que él, al igual que ella, estaba divorciado, inmediatamente le envió un mensaje al chat. Y al recibir respuesta de él, le proveyó su número de celular.

Y cuando Octavio le llamó, él supo decirle:

— ¡Qué voz! Aún pareces una adolescente.

Y Amalia a él:

— ¡Huy! Y tú tan a mi medida.

Y desde aquel día las llamadas, los mensajes de textos, las palabras románticas de parte de ella fueron a diario. Amalia le envío hermosas fotos de su pasado y de su presente al email de él. Entonces con el transcurrir de los días, las canciones viejas de amor revivieron en ambos corazones como las malvas y azucenas que reviven después de una eterna sequía, al contacto con la primera llovizna. Ayer fracasaron respectivamente en sus matrimonios; ¿por qué no darse hoy otra oportunidad? Cada noche se quedaban pegados a los celulares hasta la madrugada. Y pronto las pláticas de amistad cambiaron a un tono romántico, erótico, tentador, atrevido y sin tabús.

—Quisiera tener una nueva pareja, un hombre con quien pueda compartir el resto de mi vida. Un hombre con quien vivir cada minuto la dicha de amar y ser amada. Necesito sexo, caricias y ternura. Mi ex esposo ya está muerto para mí. Tú eres mi presente, mi Romeo sin su Julieta; o bueno, eso puede cambiar muy pronto, si me dejas ser tu Dulcinea —le dijo Amalia.

Y Octavio le contestó que él también estaba en la misma búsqueda desde hace demasiado tiempo, desde que se separó definitivamente de su mujer. Y que ella era una dama especial en todos los aspectos. Pero ambos acordaron no incluir en su inevitable romance a su familia, especialmente a sus hijos e hijas porque esa relación que proyectaban debía madurar primero, volverse sólida como un suelo firme. Hicieron, por lo tanto, un pacto: mantener ese naciente amor como el más bello secreto.

—Aquí, en USA, yo solo he visto mujeres fracasadas, frías, materialistas. Encontrarte a ti, Amalia de mi alma, realmente es lo más extraño y hermoso que me ha sucedido; me siento un tipo suertudo; créeme —dijo Octavio por teléfono.

A lo que ella le dijo con una voz que más bien acariciaba los oídos y agitaba en él el fuego del deseo sexual:

—Octavio, te necesito. Quiero verte lo más pronto posible. Quiero pasarme un fin de semana contigo, en tu cuarto. No sabes cuánto te amo y te deseo, baby.

—Sí, Amalia, yo también te necesito y te deseo con locura, con pasión que te imaginas. Eres tan intensa, tan dulce. Se me derrite la boca cuando escucho tu voz atrevida. Dime cómo encontrarte; ¿cuál es la dirección de tu casa? Yo llego donde ti.

—No Octavio. Lo haré yo por esta vez. Dame tú tu dirección exacta, por favor.

Y en consecuencia hicieron planes para aquel primer encuentro amoroso. Y la verdad, ninguno de los dos sabía cómo iban a reaccionar una vez frente a frente. De niños solían divertirse juntos mirando los insectos y los petroglifos de Patrón Tadeo, su pueblo natal. Pero eso de no saber cómo iban a reaccionar después de un cuarto de siglo sin verse ni escucharse, era mucho más excitante, totalmente intrigante. Amalia estaba eufórica, Octavio contando los días para recibirla en su pequeño cuarto de divorciado.

II

Octavio, flaco, con el vientre pegado en la espalda, los cabellos quebrados en los ojos, el cuello torcido, ya sin sueño; las cobijas tiradas en el suelo, las almohadas en los pies fríos, las sábanas impregnadas del olor íntimo de Amalia y de él mismo, se martirizaba interiormente: «¿qué hice mal? Me dijo pedófilo ¿Soy pedófilo por acostarme con una abuela de 38 años?».

Amalia había salido corriendo de su cuarto sin darle tiempo a vestirse. Y aun así; desnudo, se botó de la cama, y trató de ayudarle con la pequeña maleta en la que apenas cabía una muda extra de ropa, una toalla y aquel vestidito íntimo color rojo que se puso anoche para él, pero ella le aventó la puerta en la cara. Y Octavio, tuvo que dejarla marcharse y volver a su cuarto.

— ¡Vaya! —Susurró Octavio—. Tantas horas habladas, tantas veces pronunciadas y oídas la palabra amor y la declaración te amo. Tanto preámbulo para este encuentro sexual que ahora se hace humo y me deja como un idiota fantasioso; con las ganas removidas y la piel más alborotada que antes ¡Amalia! ¡Crazy!

Octavio marcó varias veces al celular de Amalia, pero ella no respondió. Entonces hizo memoria, mientras miraba con aburrimiento y dolor el techo pálido de su habitación:

Casi a la media noche Amalia llegó a su casa, manejando su auto color gris.

«Ya estoy aquí frente a tu casa, mi amor. Ven a recibirme».

Octavio saltó de alegría al escuchar esa voz y esas palabras tan maravillosas; por un momento dudó que fuera verdad, pero Amalia, insistió por teléfono:

« ¿No oíste? Ya estoy afuera».

Y cuando él abrió la puerta y aquel viento glacial —pues era febrero— le bofeteó la cara, vio a Amalia sonreírle con delicadeza desde su carro, tal cual le sonreía cuando era una adolescente cubierta de rubor, si por la dichosa coincidencia ella se le cruzaba por algún sendero de su pueblo natal con ese cabello hermoso y largo, con esa figura esbelta y ligera. Con ese espíritu femenino que a él le hacía tartamudear de timidez. Pero entonces, también se intimidaba mucho cuando don Maloro, el padre de ella, le mostraba cara de pocos amigos o incluso le impedía, a punta de golpes, acercársele, por celos que parecían exagerar los límites paternales.

Sin embargo, alguna que otra vez pudieron evadir la vigilancia de don Maloro y encontrarse en aquella piedra colosal para mirar los petroglifos y atrapar las mariposas y los saltamontes. Y una tarde sucedió algo que él nunca olvidó… Tantos años sin verse desde aquel día.

Ahora los dos, maduros, casi ambos cuarentones, cada uno con un pasado diferente, volvieron a encontrarse después de casi tres décadas y en un lugar para nada semejante a aquel sombrío y amazónico pueblo ecuatoriano, llamado Patrón Tadeo. Estaban viéndose nada menos que en Washington DC, que era donde vivía Octavio Bernal.

—Amalia de mi alma, al fin nos vemos ¡La magia del Facebook! No te volví a ver desde aquella vez que tu padre me corrió a patadas. Por cierto, tengo una pregunta que nunca comprendí; ¿por qué me pediste quedarme en la puerta mientras te duchabas? Tu padre se asomó de entre las plantas y me dijo: “¡corre, ladrón de zapotes, o te mato y…!”

—No preguntes nada sobre aquello que pasó esa tarde —interrumpió, molesta, Amalia—. He venido a disfrutar el presente, no a revivir el pasado; ¿estamos de acuerdo o no?

—Ok, perdona —dijo Octavio con la voz emocionada y gruesa—. Mejor abrázame fuerte. Mírame, ¿soy el hombre que tú miraste en la página de Facebook?

Amalia se abrazó a Octavio. Y se quedó abrazada un minuto a él sin decir nada. Y ese abrazo duró hasta convertirse en un calorcito frío que le hizo estremecerse.

— ¡Octavio! ¡Sí, sí eres mi hombre auténtico! Sí eres el hombre que me encantó en el Facebook ¿Y tú crees que soy la Amalia que tú conociste en Ecuador? ¿Te parezco que lo soy? Dime ahora que me ves en vivo y en directo. Bueno, yo sé que ya estoy vieja; a punto de ser abuela.

— ¿Puedo besarte? —Dijo él, acariciándole los cabellos largos y fragantes.

—Espera —le contuvo Amalia—, ¿te gusto? ¿Te parezco la misma de antes? ¿Te gusta mi cuerpo? ¿Una vueltecita? ¡Mírame bien!

— ¡Más voluptuosa! Te luce el pantalón blanco; más aún cuando tienes esa figura. Me gustas mucho más que antes, Amalia —respondió Octavio uniendo su boca a la boca entreabierta de ella.

Y después del beso, ella le contestó:

—Dime que, a qué saben mis labios. No he besado en siglos… ¿Crees que soy la misma que imaginaste; la mujer dulce que quisiste besar esta noche que por fin se hace nuestra?

—Por favor entra. Hace frío. Adentro te beso más rico.

—Por favor, dime si me deseas como me deseabas por teléfono ¿Te gusto, te decepciono? —dijo ella resistiéndose a entrar.

—Eres mi Amalia, la chica más linda de mi pueblo. No has cambiado mucho en tanto tiempo. Bienvenida a mi vida, Amalia de mi corazón —respondió Octavio. Y Amalia lo siguió con pies decididos.

Octavio ayudó con la pequeña maleta. Entraron abrazados, subieron por las gradas tratando de ser discretos y coordinados en sus pasos. Era una casa compartida y los vecinos de las otras habitaciones dormían, ajenos a su tan esperado y expectante reencuentro. El cuarto de Octavio tenía una luz sombría encendida. Su computadora portátil tenía lista para tocar la canción de Arjona: «Señora de las cuatro décadas».

Una botella de vino y dos copas nuevas; fragancias chinas, chocolates y mensajes de amor dieron la bienvenida a esa mujer que él amaba virtualmente desde que empezaron a hablar. Tan poderosa como un sonido que quema la piel era la voz delgada de Amalia que se le había impregnado el pecho seco de un amor de lo más extraño y sobrenatural. Nada era comparable con esa experiencia. Y ahora tenía en vivo y en directo a esa diosa que él solo imaginaba.

—Eres la mujer que yo esperaba todo el tiempo. De niño me ilusioné contigo, de adulto me enamoré sin verte —dijo sacando de su ropero un atado de rosas para dárselo.

Pero la actitud de Amalia cambió repentinamente. Se puso algo tensa y esquiva.

—Gracias Octavio por recibirme con todo esto; gracias por tus apalabras bonitas, pero… ¿te puedo pedir algo en particular, algo que debes obedecerme, por favor?

—Claro, mi vida, qué cosa. Yo te obedezco. Tus deseos son órdenes para mí.

—Nunca me des flores, no me gustan.

Octavio se asombró demasiado por tan insólito rechazo.

— ¿Cómo? A todas las mujeres les halaga las flores.

—Pues a mí no, Octavio. Disculpa; debí decírtelo para que no compres nada de estas vanidades. Gracias por tu romántica intención, pero las flores no me gustan, no me causan sentimiento alguno. Para nada me emocionan; es más, las detesto. Por favor quítalas de aquí. Las flores son para la Virgen y para los muertos. Y yo no soy ni virgen ni estoy muerta.

Y Amalia, después de sonreír con crudeza, se quedó pensativa y seria, esperando que Octavio la comprendiera; mirándolo con dudas que iban colmándola.

Octavio salió del cuarto y tiró las flores al basurero. Nunca una mujer le había pedido deshacerse de la ofrenda más colorida y fragante que la naturaleza creó para elogiar o hacer trucos a su propia extravagante belleza.

Al volver al cuarto se encontró con el seguro puesto desde adentro. El volumen de la computadora se escuchaba más alto. Otra canción de Arjona se escurría como una mujer gorda por debajo de la puerta.

Octavio tocó suavemente.

—Amalia, abre, por favor —dijo bajito.

Amalia se tardó siete segundos en responder.

—Espera un rato; ya abro —se oyó tras un silencio sospechoso.

El suspenso se alargó demasiado.

Octavio comenzó a exasperarse. Un sentimiento de rabia y dolor le fue estrechando el aire que respiraba.

« ¿Qué estará haciendo esa mujer? ¿Viene y me saca de mi propio cuarto?» —pensó después que hubieron transcurrido tres minutos.

Iba a tocar más fuerte cuando la puerta se abrió dejando escapar todo el volumen de la música. Y un exquisito aroma femenino que se derramó inmediatamente por la casa.

Y ahí estaba Amalia; con el cabello suelto semejante a una diosa egipcia, con una gran sonrisa en sus labios delgados, luciendo su figura esbelta, ataviada con un vestido de dormir rojo, sin ningún diseño, casi transparente.

Octavio comenzó a salivar como un perro con ganas de aparearse. Y Amalia, demasiado sexi, seductora como ninguna otra mujer, disfrutaba viendo los ojos moribundos de Octavio. De esa forma ella superó las viejas experiencias visuales que Octavio pudo haber tenido en el pasado con otras mujeres; pues santo no era.

Octavio cerró la puerta con seguro; estaba enloquecido con el perfume y la hermosura de Amalia. Le pareció por un instante que era un sueño tenerla en su cuarto donde los últimos 12 meses hubo vivido completamente solo y sin amor.

Al abrazarla, toda la piel y los nervios de Octavio despertaron de su profundo sueño. Entonces le dijo al oído:

—Eres más bella de lo que yo supuse, Amalia mía. —Y la besó como un loco.

— ¡Stop, stop! No me agradan los besos con lengua. Nunca me han gustado. Ni de novios ni de esposo los he aceptado. No lo hagas tú. No quiero —respondió Amalia esquivando su rostro.

Octavio Bernal se quedó seco y torcido como una momia. No tenía armas o poder en sus ojos ni en sus besos apasionados para defenderse de una diosa que podía frustrarle todas sus ganas en un negro instante.

—Resiste un poco más; ¿cómo has hecho para estar sin mujer todo este tiempo? —dijo Amalia, sonriendo con picardía al notar un bulto más abajo del ombligo del pobre macho.

—Pornografía, masturbación —respondió Octavio de un modo irónico y crudo.

Amalia soltó una risita.

—Huy, pobrecito. Ven, bailemos un poco. Pon una bachata —dijo ella rodeándole el cuello con sus brazos, al tiempo que su sonrisa blanca se abría provocativa en sus labios rojos y humectados—. No pienses mal de mí, baby. Yo soy así. Nada de besos con lengua ni flores. No me gustan. No sé por qué.

Octavio rio forzadamente. No era un gran bailarín, nunca lo fue. Sin embargo accedió bailar con ella para no decepcionarla. Y sus movimientos de caderas fueron de payaso gratuito.

— ¿Tomas vino? —preguntó como para despejar sus dudas y calmar su vergüenza.

—Sí. Rojo o blanco. Ambos son buenos y malos.

Octavio agitó la botella. El tapón tronó y salió disparado como un cohete. El vino blanco y espumoso burbujeó gimiendo al recibir oxígeno.

—Espero te sientas cómoda aquí. Te estoy conociendo realmente ahora, Amalia; luces divina, no sé cómo puede haber señoras tan hermosas como tú y no tener un palacio para ofrecerte —dijo sirviéndole una copa.

—Y señores tan varoniles como tú sin una dama en su lecho —replicó Amalia— Estoy muy a gusto contigo, no te preocupes. Sí, más cómoda no puedo estar. Y estoy a tu lado de un modo indecente ¡Ah!, pero yo lo deseaba así. Yo vine con mi propia voluntad. Pero tú no harás nada que yo no quiera hacer. Has de seguir mi ritmo y el acorde de mis deseos, ¿verdad?

Y Octavio estrelló suavemente su copa con la de ella, aceptando el trato.

—Gracias, ahora sí bailemos ¡Qué relax! —dijo ella, apegando su rostro en el pecho de Octavio.

Y tras un par de copas más:

—Amalia de mi corazón, mira qué hora es. Descansemos.

—No, yo no vine a descansar. Voy a ducharme. Ya regreso.

— ¿Te acompaño? Dijiste que aceptarías que te frote la espalda, que te afeite, que te jabone los pechos.

Amalia se sonrojó.

—Sí, lo dije por teléfono. Pero mejor no. Mañana sí que sí, cariño. Mañana me puedes afeitar y ponerme crema para rejuvenecer.

Octavio dio paso a una risa abierta. Y dijo:

—Está bien. Yo te espero.

Amalia salió del cuarto con ese vestidito casi transparente.

«Qué deliciosa» —pensó Octavio al quedarse solo—. «Y es solo mía. Tiene volumen y encanto».

Al cabo de varios minutos, Amalia regresó más bella y limpia que hace un rato. Olía a un jardín recién regado.

—Una copa más de vino… Amalia, estás hermosa. Realmente no has cambiado mucho. Siendo honesto, estás mejor que cuando tenías 12.

—Gracias. Tengo grasa abdominal. Y antes yo era toda una sirena.

Octavio recorrió con sus labios el cuello seductor de Amalia y besó sus manos, algo secas y duras.

—Siéntate en la silla —ordenó Amalia con seducción, llevándolo de retro con una fuerza increíblemente poderosa, aunque solamente fuera su dedo el que presionara el hombro de Octavio.

Octavio se sentó en la silla, maravillado como si un rey se sentara en su trono, esperando su corona de diamantes. Y él deseaba con urgencia el cuerpo exquisito de Amalia.

—No, no, no. Primero quítate el pantalón. La camisa… Oh, tienes un buen cuerpo. Cuadritos y fibra. Very good!

Octavio con mucho gusto se quedó solo en ropa interior. Volvió a sentarse porque ella así se lo pidió con una mirada pícara y subyugante. Él simplemente no podía desobedecer una orden tan excitante de una mujer tan poderosa en seducción y hermosura, y tan sutil en astucia verbal.

Y Amalia, después de menear suavemente su trasero redondo al ritmo de una bachata, separando sus hermosas piernas, se sentó en el regazo de Octavio. Le dio un beso rapidito para luego agarrarse del cuello y arquearse hacia atrás, cual si fuera una acróbata de circo.

La bella mujer se retorció gimiendo como poseída por una pasión carnal, acumulada durante años. Y su cuerpo delgado era tan flexible como el de una gimnasta erótica. Se notaba que hacía ejercicio y que practicaba una dieta sana que se complementaba con una higiene pulcra.

Las manos fuertes de Octavio, aferradas a la cintura de ella, la sostenían con enorme placer. Y Amalia seguía retorciéndose, meneándose de un modo provocativo y fantasioso. Su vestido íntimo estaba totalmente arriba. Y él podía ver cuán hermosa y sutil era su ropa interior blanca, cuán espectaculares y limpios eran sus muslos largos y suaves. Y ese triángulo del encanto, ahí expuesto ante él como un tesoro codiciado por castos y pecadores, por sabios y mundanos, por hipócritas y sinceros. Ese triángulo exquisito, afeitado y prominente, estaba a milímetros de acoplarse y hacer contacto con su objetivo. Los sexos de los dos se tocaban generando un calorcito delicioso a través de los delgados tejidos.

—Amalia, yo… no resisto más —dijo Octavio con una voz ansiosa, inclinándose hasta posar su nariz en el ombligo; percibiendo el sexo de ella que le llamaba con su aroma de orquídeas vúlvicas frescas.

Él la levantó en vilo para recostarla lentamente en la cama. Pero en ese instante ella se quedó como desvanecida por algún lejano y torturante recuerdo.

—Espera, Octavio, espera ¡Detente, por favor! ¡No!

Y sin más explicaciones agarró su ropa de calle y comenzó a vestirse.

Octavio no podía creer lo que estaba viendo.

— ¿Pero qué es lo qué haces, Amalia? ¿Qué coños te pasa?

— ¿Qué no ves lo que estoy haciendo? Date vuelta por favor. Voy a quitarme este vestido. Lo asocio con algo malo y sucio. No quiero ser culpable de tu tentación. Mi madre me prohibía usar vestidos de dormir. Me dijo que era una sucia.

— ¿Qué tiene qué ver eso ahora? Ya no eres una niña. Dijiste que no hablaríamos del pasado ni meteríamos a nuestras familias en nuestra relación.

Amalia se limitó a responder:

—Es pecado. No mires.

Y al verla, cada vez más molesta, Octavio se tendió boca abajo sobre la cama. Tal vez a Amalia le gustaba este tipo de preludios amorosos. Y prefirió hacerle caso, esperando alguna sorpresa agradable.

—Ya te puedes voltear —dijo ella tocando la pared.

Amalia estaba totalmente vestida.

Apagó la luz. La imagen se difuminó en la retina de Octavio.

— ¡Diablos! ¿Qué pasa cariño? —dijo Octavio, con las ganas cortadas de súbito.

Sin embargo, la silueta sensual de Amalia aún se seguía divisando en la penumbra del cuarto gracias a una ventana sin cortina.

—Es mejor que me acueste con ropa ¿Me das espacio por favor? Voy a invitarte a una ceremonia del amor tántrico.

El pobre Octavio tenía la voz ahogada por la abrupta frustración. Sin decir nada abrió espacio para Amalia, y ella se acostó a su lado, temblando de frío, de nervios o de miedo.

—Abrígame un poco. Necesito tu calor, Octavio. No pienses mal de mí. Vamos a practicar algo que siempre soñé que haría con el hombre que llenase los requisitos sexuales. Será despacio, lentamente. Tendrás mi cuerpo pero si aceptas mis reglas. Harás tú el papel de sumiso. Yo seré quien te someta a mi lujuria —dijo acurrucándose de espaldas como una gata.

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