Suicidas.
Hallo en el presente los recuerdos del ayer
que se desvanecerán en un futuro.
Pérdida en el tiempo del concepto de la realidad,
pérdida del tiempo en los sueños,
pérdida de los malos sueños en la muerte,
muerte, descanso eterno.
No quiero vivir,
no quiero vivir,
no quiero vivir.
Eso es todo en lo que pienso,
mientras miro el mundo que se extiende a mis pies,
mientras contemplo la posibilidad de volar y caer
y sentir dolor,
un dolor insoportable
una fuerte opresión en el pecho,
mas no más fuerte que la que en este instante siento.
Y después,
después nada,
después todo acaba.
La sensación de infinita congoja,
eliminada en un suspiro.
Arrebatado el sentimiento de la irrealidad,
de los espejismos, de las sombras,
de las ánimas, de los fantasmas,
que me visitaban noche tras noche,
que me atormentaban,
que en vida creía que me mataban.
Confundí el concepto de muerte,
ahora lo comprendo.
Aquellas sombras me protegían de la luz,
de sus juegos,
de sus gentes.
Aquellas sombras me concedían una salida,
aquellos fantasmas del pasado tropezándose en mi mente,
alterando cada rincón de ella.
Aquellos fantasmas enfurecidos, alegres, tristes, melancólicos.
Aquellos, solo velaban por mi sueño.
Pesadillas que rezaban por el fin de sí mismas
y me lo repetían una y otra vez,
«Tírate, tírate».
Y ahora que caigo hallo al fin en mis miedos mi consuelo,
encuentro al fin en la muerte, descanso eterno.
Observo bajo mi ser el suelo,
cada vez más cerca
y escucho sus gritos, gritos del olvido,
que desea protegerme en su manto
que se extiende y envuelve a todo a quien perece.
Está ahí, con mi nombre ya borrado en esta vida, entre sus sábanas.
Está ahí, sonriendo, mientras llego,
y escucho sus estridentes risas,
instantes antes de fundirme con el suelo,
momentos que preceden a la realidad que acontece,
y en la que me convierto en una sombra,
en una voz destinada a torturar o a salvar a aquel que me escuche,
a quien, como yo hice con otra persona,
finalmente me oiga.
Recuerdo.
No había nada que me enterneciera más
que verte dormido,
susurrando en sueños,
pero tampoco había nada
que me quitara el susto
hasta que veía tu pecho,
subir y bajar
al compás de tu respiración.
Y es que no había nada
que me diera más miedo que perderte,
salvo quizás el saber
que ya lo estaba haciendo.
Te perdía poco a poco,
por minutos,
por segundos.
Y por eso rompí todos los relojes del mundo,
con la vana esperanza de que se detuviera el tiempo
como habían hecho estos.
Y poder quedar así congelados para siempre,
tú en el dulce gozo de tu sueño,
y yo callada, observando, sonriendo.
No quiero que te vayas,
pero ya te has ido.
Y ahora solo me queda el dolor de tu recuerdo.
Sólo me queda imaginar tu olor pues ya se ha desvanecido.
Sólo me queda recordar tu sonrisa y tu mirada,
aquellas, aquellas pequeñas cosas tuyas
que se me han quedado en el corazón clavadas.
Te perdí aún sabiéndolo,
sabiendo que te ibas a ir,
pero no fui capaz de encontrarte, no fui capaz de buscarte.
Aún te recuerdo dormido,
como aquella vez,
susurrando mi nombre para que no me fuera,
cuando eras tú quién se alejaba con cada suspiro.
Perdías tu vida al compás de estos, como tus latidos,
cada vez más lentos.
Recuerdo haberte mirado,
pero no haberte visto,
pues estaba demasiado obsesionada con recordarte.
Recuerdo querer recordarte,
pero no tu cara.
Recuerdo tu sonrisa,
pero no qué la provocaba.
Creo que fui yo,
o al menos mi recuerdo,
no lo recuerdo.
Me acuerdo de cómo me comportaba contigo
pero no de quién era.
No recuerdo quién soy.
Te he perdido para siempre
y yo me perdí en el instante en el que,
como otras veces,
te observé dormir,
pero no escuché tu necesidad,
no escuché tu falta de aliento.
No escuché a tu corazón apagarse
con el leve suspiro de quien se va para siempre.
No sentí el fuerte dolor en el pecho, que se cree que se siente
cuando alguien se marcha en silencio,
a escondidas,
en el breve instante en el que los demás no miran.
No sentí nada.
Recuerdo,
-esto sí lo recuerdo-,
que aquella vez te vi dormir,
de verdad,
no recordándote, sintiéndote.
Pues te vi en un sueño,
del que, sin embargo,
instantes después desperté, dándome cuenta de que el tuyo
era un sueño eterno.
No se dan cuenta.
Cada risa esconde un llanto,
cada palabra esconde un miedo,
cada grito esconde un silencio
entre susurros del alma
que hace ruido
para no escuchar su falta.
Risas que son emitidas
entre rechinar de dientes
y sonrisas amargas,
buscando evadirse de la realidad que mata.
Míralos, no se dan cuenta de lo que escondes
celebran contigo aquello por lo que te rompes,
y que se va llevando el viento
con cada suspiro con el que respondes
-entre irónicas palabras-
«No sucede nada, amigo;
brindemos por el mañana».
Él bebe por el futuro y recrea buenos momentos.
Tú lo haces para olvidar un pasado,
tan incrustado en tu pensamiento,
que con cada copa en vez de ver doble,
los que se duplican son tus recuerdos.
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