Cuando nos mudamos a la nueva casa fue simplemente espectacular. El jardín era inmenso y completamente cubierto de césped. En el fondo había una extensa hilera de álamos que proporcionaban sombra fresca todas las tardes. Tomar la merienda allí era un placer. En cuanto a la casa en sí, era moderna, con amplios espacios, muy iluminada por grandes ventanales y contaba dos pisos. En la planta alta se encontraban las habitaciones de los niños y la sala de juegos. La planta baja constaba de un solo gran ambiente donde no había prácticamente separación entre la cocina y el living, precisamente allí me encontraba yo. Para ser franco el resto de la casa la conocía solo por los comentarios de la familia pues desde la mudanza yo había pasado mis días en ese lugar, el living, siempre quieto, siempre calmo, observando todo y a todos, siendo observado por todo y todos.
Justo enfrente mío a escasos metros de distancia había un viejo sofá color marrón gastado, con una cobertura opaca que simulaba ser cuero. Era común que la familia se reuniera en él a ver alguna serie televisiva después de la cena. Amaba esos momentos de paz en que yo no era protagonista y las miradas no caían sobre mí;Aunque poco duraba esa alegría, siempre era lo mismo, una vez terminada la serie el padre me miraba con notable desgano e inmediatamente después lanzaba un suspiro que dejaba notar el cansancio acumulado durante el día, luego se apagaban las luces y todos a dormir.
Así eran en realidad la mayoría de mis interacciones con la familia, siempre miradas rápidas, seguidas de reacciones de preocupación, nerviosismo, desesperación e incluso más de una vez los oía maldecir. Me gustaba creer que esos insultos iban a parar al aire y no a mí directamente, después de todo y a pesar de todo creo que mi familia me quería y yo a ellos.
Ese era precisamente el mayor problema, yo realmente los quería, entonces qué podía hacer para evitarles el disgusto al mirarme, si ni siquiera sabía qué es lo que les disgustaba.
¿Era acaso algo en mi aspecto que les molestaba? Muchas veces creí que podría tratarse del hecho de tener un brazo más corto que el otro, o tal vez mi cara redonda; Aunque sinceramente siempre dudé de que esa fuese la razón ya que nunca nadie lo había mencionado y si ese era el caso, ¿qué podía hacer yo para cambiarlo?.
¿Tal vez yo era el portador de alguna mala noticia?. Otra hipótesis sin sentido a mi parecer, pues yo apenas emitía sonido. Sólo podrían escucharme cuando la casa quedaba sola o por alguna razón completamente en silencio.
Las mañanas eran lo peor, por Dios, cómo odiaba las mañanas.
El primero en levantarse era mi padre. El se vestía rápido y prendía de inmediato el televisor para ver las noticias mientras tomaba café. Siempre se lo veía muy tranquilo hasta que por casualidad, o no, cruzaba su mirada con la mía y de repente todo su mundo se alteraba, ni siquiera terminaba de desayunar que apagaba el televisor y salía corriendo, otra vez había logrado perturbar su paz sin saber por qué.
Luego seguía mi madre, ella era quien más me miraba, era profesora en la Facultad de Ciencias Exactas, por tanto siempre preparaba su maletín con exámenes corregidos o por corregir y dos o tres libros de esos en los que se ven más números que letras. Mientras hacía esto, a cada rato me lanzaba fugaces miradas cargadas de preocupación. Cada mirada era peor que la anterior.
Los últimos en despertarse eran los niños. Ellos, felizmente para mí, apenas eran conscientes de mi presencia. Desayunaban con tranquilidad en el sofá viendo dibujos animados y solo se levantaban al oír la bocina del transporte escolar, que esperaba para recogerlos.
A veces creo que el único que comprendía mi pesar era Tom, la mascota de la familia, parecía ser el único al cual mí presencia no perturbaba en lo más mínimo. En la mañana, cuando nos quedábamos solos, simplemente se limitaba a mirarme a veces esporádicamente y a veces me sostenía la mirada durante largas horas; Pero esta mirada era distinta, no me pesaba en lo mas mínimo, era una mirada cargada de ternura e inocencia; pero sobre todo de paz, esa paz que tanto ansiaba ver en los ojos de mi familia pero nunca sucedía.
Y así transcurría mi existencia, siempre la misma rutina, siempre esa sensación de culpa de ser el responsable de afligir a todo aquel que notaba mi presencia, siempre la misma pregunta; Si tan perturbadora era mi presencia, ¿por qué seguía ahí?, ¿Por qué nadie se deshacía de mi?, ¿Será que acaso me necesitaban? Preguntas sin respuesta que ahogaban mi mente día tras día.
Una noche, durante la cena, todo transcurría con normalidad, hasta que escuché que uno de los niños decía señalándome:
-¡Mamá! ¡Papá! Miren, está descompuesto. Ese día, por primera vez en mucho tiempo, nadie salió corriendo tras mirarme; Por el contrario, mi madre se acercó con cuidado mirándome fijo y por primera vez desde la mudanza, me tocó. Para ese entonces ya había olvidado la calidez del contacto humano, una sensación increíblemente placentera y satisfactoria, sobre todo en comparación con sus frías miradas.
Ese día abandoné mi sitio en el living por primera vez. Me recostaron sobre una mesa, me taparon con un paño suave y ahí pasé la noche. Al otro día recuerdo que un hombre vino a verme, un doctor creo yo, era un hombre bastante mayor, recuerdo perfectamente todos sus instrumentos, pequeñas pinzas, lentes y lupas, sus manos eran ásperas, pero extremadamente precisas. Cuando me tocaba, sentía que me estaban tratando con el mayor de los cuidados.
Pasaron algunas horas en que me examinaron por completo. Recuerdo la conversación cuando el doctor le comentaba a mi familia que yo no podría continuar cumpliendo mi función. Incluso recuerdo que este hombre preguntó si yo podía irme con él, a lo que mi padre contestó, para mi sorpresa, que prefería conservarme aún descompuesto. Insistía en que yo era un regalo muy preciado de su madre.
Así fue que desde ese día yo estoy aquí, reposando dentro de un baúl, entre recuerdos y otros artefactos viejos o descompuestos. Seguramente otro esté ocupando mi lugar en el living y aunque acá está oscuro y ya no pueda ver a mi familia, yo estoy feliz. En este lugar no le generó disgustos a nadie, nadie me mira con fiereza y ya no siento en mi cabeza ese insoportable tic, toc, tic, toc, que me acompañó siempre, que marcaba el ritmo de vida a las personas y les recordaba que su tiempo pasa y es finito.
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