UNA CALLE, UNA RONDA. UNA CASA, UN ÁRBOL

UNA CALLE, UNA RONDA. UNA CASA, UN ÁRBOL

Un cruce literario: El carrer de les Camèlies (Mercè Rodoreda) y Ronda del Guinardó (Juan Marsé). Y en la encrucijada, la casa. El número 49 de Camelias. Barrio de La Salud, Barcelona.

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La niña de la foto se asomó al mundo nueve días después de mudarse sus padres y vivió allí hasta 1962. Pero sus recuerdos siguen vivos. Entre ellos, los aromas florales. Apuntaba Marsé (Si te dicen que caí): «En la calle Camelias, la noche o la nostalgia de otras noches menos inhóspitas derramaban un olor a jazmín desde las verjas hasta la acera». A jazmín, y a alhelíes, rosas, claveles, mimosa, glicina, tilo, azahar… En primavera, estallaba de blanco el cerezo: la primera flor de la que tiene constancia visual.

También, recuerdos sonoros: el cacareo de las gallinas cuando ponían huevos, con cuya venta la madre soñaba que compraría un piano para cada uno de sus cuatro hijos.

Contrastando con esta paz, el vocerío del mercadillo callejero de los días laborables, cuando, ya escolar, regresaba a casa al mediodía: “¡A pela el quilo!, ¡barato, barato, de regalo!” “¡Sardina fresca, reina!, ¡mira que tiesa…!” –y luego, algo incomprensible para la pequeña–: “¡…es de novio!”.

Entre esa algarabía caracoleaban alegres las notas del organillo de manubrio con su chotis característico: Madrid…, Madrid…, Madrid… La cantilena del charlatán de turno anunciaba un ungüento de serpiente que todo lo curaba –“No lo vendo por cien, ni por noventa, ni por ochenta”… y así hasta: “…se lo vendo por ¡dos pesetas!”–, y otro ofrecía un anillo metálico “¡que devuelve la vida a un muerto!”. Para demostrarlo, despellejaba una rana viva, le acercaba el anillo y, al contacto, la rana desnuda pegaba un brinco tal, que el público crédulo del corrillo se lanzaba a comprárselos ¡por un duro! Entretanto, “el hombre de las palomas” exhibía sus aves de alas pintarrajeadas que sostenía en una percha de varios brazos: la agitaba, las palomas echaban a volar, y a un silbido suyo regresaban a la percha, no sin antes recoger una arveja de la boca del dueño.

De pronto, alguien chillaba: “¡Que viene el grabao!” –un inspector de abastos con la cara picada de viruelas– y unas mujeres que exponían en la acera la codiciada mercancía de unas barras de pan blanquísimo –años 1940, cartillas de racionamiento–, levantaban sus largas faldas y, visto y no visto, los panes desaparecían dentro de amplias faltriqueras cosidas en sus enaguas…

…  …  …

La apertura de la Ronda del Guinardó, en 1972, arrasó la casa de la calle Camelias y de ella sólo quedó un árbol, plantado por sus padres: un falso pimentero, entonces de largas ramas y aspecto de sauce llorón. Sin moverse del sitio, el árbol cambió de calle, que ahora es parte de la Ronda.

La niña de ayer, encanecida ya, lo visita alguna vez. Acaricia su corteza viva, cierra los ojos y rememora, en plena calle, rincones perdidos de su infancia.

FIN

Calle de las Camelias, nº 49 (Barcelona, España)

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2010, pimentero

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