Felipe partió para Cuba joven. Regresó mayor, justo a tiempo de no ver cómo el que había sido su hogar dejaba de ser España, con dinero ganado con esfuerzo y el recuerdo dulce y doloroso de haber conocido el amor demasiado lejos. 

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No tuvo hijos, dicen, pero sí muchos sobrinos. Tantos que si les hubiera repartido sus ahorros, aquel dinero se habría esfumado antes de que sus huesos tocasen tierra. Decidió que Dolores, la más cabal de todos, administrase los cuartos y les diera un buen fin. De algún modo aquellos años vividos en Cuba debían perdurar y la manera de conseguirlo fue el Hotel París. 

El dinero dio para construir un edificio, ni muy grande ni muy pequeño, en la calle que representaba la apertura de aquella ciudad de provincias a la modernidad: a Rúa do Progreso. La amplia avenida contrastaba con las callejuelas de trazo medieval del centro. Hacia un lado a Praza, a Alameda y As Burgas, hacia el otro o Campo da Feira, o Miño y a Ponte romana. Las aceras de grandes losetas de granito y la calzada de adoquines se llenaban cada día del bullicio de los aldeanos que llegaban a la capital en coches de línea aún tirados por caballos, de futuras maestras de camino a la Escuela Normal, de burgueses y señoritos con algún asunto que resolver en Diputación.

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Dolores se puso al cargo mientras Nicasio, su marido, hacía las veces de chófer, cocinero y animador de festejos. Ella firme y austera, buena administradora, seria. Él todo chanzas y risas, algo chafalleiro, bueno como el pan de trigo del país. En un simón tirado por una faca galega iba a buscar a los clientes a la estación. Agasajaba a las vedettes del momento que llegaban para cantar en la Bilbaína o en el teatro Principal, recogía a los toreros y acarreaba pesados equipajes con la ayuda de algún rapaz. En las caballerizas situadas en la planta baja, ejecutaba su número de transformismo y se convertía en el cocinero ante el asombro de los huéspedes que preguntaban -¿No era usted el chófer que nos recogió esta mañana? – ¡No señor! Yo soy el cocinero.

Jugando en la huerta se entretenía Luz. Alegre como su padre, soñadora y algo farandulera, crecía viendo ir y venir a cupletistas, actrices elegantes y toreros llenos de empaque. Mientras las criadillas levantaban camas y refrescaban las habitaciones, Luz se colaba en ellas. En una caja de puros atesoraba lentejuelas arrancadas a escondidas de los trajes de torero y plumas de boas, mientras soñaba con ser cantante. Gracia no le faltaba, voz tampoco. En cierta ocasión se la quisieron llevar a recorrer los escenarios de aquella España aún alegre. Mamá Dolores temía ese mundo de libertinaje más que a la gripe española, así que el Hotel París duró lo que duró la infancia de Luz. Muerto ya Felipe, cerró sus puertas, no fuese a ser que por ellas entrase O Demo vestido de artista.

FIN

PROGRESO 131 – OURENSE

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