Junio.

Sopla un viento cálido en la azotea, las sábanas tendidas se agitan a modo de saludo. Me acerco al muro, pero no me apoyo, porque tizna de cal. Mi calle está inundada de sol, es mediodía, y al fondo, allá lejos, el mar reverbera en puntitos brillantes, cegadores. Pronto serán vacaciones, y fiestas en la ciudad. En el ambiente de la calle se masca esa impaciencia, esa prisa,  hasta el afilador toca su armónica de un solo soplido. Unos operarios colocan las luces de las fiestas con escaleras muy largas, gritándose entre ellos. La vecina del edificio de enfrente asoma el moño por detrás de la persiana, curiosa, pero su atención se desvía a las carantoñas de unos novios al abrigo de un portal, dos números más arriba. Abren la puerta, y toca disimular, pero el perro que baja con la doña se lía a ladridos con el chico.

Mi compañera de clase, que vive en el primero de enfrente, me saluda desde su balcón. Yo la ignoro porque ayer escribió con tiza en la fachada de ladrillo de mi portal que yo tenía miedo a los ovnis. Unos chiquillos bajan a toda velocidad  calle abajo con sus monopatines, dejando a su paso un ruido ensordecedor. Mi hermana va con la troupe, la última vez apareció con una brecha en la cabeza. Mi madre, que se acaba de asomar a mi lado, contiene un exabrupto. Si algo enseña esta calle (como buena calle con nombre de maestro) es que las cuestas muy pronunciadas son peligrosas.

Octubre.

Desde la ventana, entre cortinas de tela y agua, mi calle llora desconsolada ladera abajo, arrastrando el tedio a su paso. El otoño, estallando en haces de luz cada cierto tiempo,  ilumina  fachadas desconchadas y ajadas por el paso del tiempo. Mientras, dibujo un corazón  en el cristal con el vaho de mi aliento, con la punta de la flecha que lo atraviesa apuntando a la acera. Como tantas veces en octubre, el cielo se desploma repentinamente sobre nuestras cabezas, atacando a traición a los transeúntes, anfibios correteando por las aceras intentando protegerse con periódicos o bolsos. Poco dura la batalla: Al cabo, el sol de la tarde se derrama, iluminando las fachadas, y los canalones quedan lagrimeando acompasadamente.

Ayer.

Cuando pienso quien soy evoco esa calle, con sus casas sin calefacción, sin nórdicos…. Y con el sonido de fondo del patio de luces, las vecinas tendiendo y cantando coplas a pulmón. Paso por allí, pero la gente se torna gris ante mis ojos, el tecnicolor sólo existe en la infancia… Aunque esas letras, pintadas con tiza, siguen ahí.

FIN

INSPIRADO EN CALLE MAESTRO CABALLERO, ALICANTE (CAPITAL).

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