Huir. ¿Qué es, sino fallar en la destrucción del peligro? La vida es un reto y escapar no nos sirve de nada cuando tenemos al enemigo reflejado en las superficies acuosas. Yo lo entendí aquel día en el que llovía a ratos y la tregua dejaba entrever un sol tímido en el cielo sucio de Madrid. Apretaba el paso por la calle de Bailén como si tuviera rumbo alguno, igual que si escapara de algo o como si hubiese cometido algún delito más. 

A lo largo de mi vida he sido malvada, cruel e inconsciente pero nunca me he visto obligada a recorrer tan deprisa un camino. La cocaína había curado mis miedos cuando el frío de la ciudad era lo más cálido a lo que podía acceder. Recuerdo cómo aquel día pisaba rabiosa los adoquines que conducen hasta el Viaducto de Segovia. El puente está protegido ahora por unos gruesos cristales debido a su pasado de oscuridad. 

Podría ser el reflejo del mío.

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Cuentan que en los noventa se contabilizaban al menos cuatro suicidios por mes en este lugar. Parece mentira que un entorno de tan aparente calma, burguesía y racionalidad pueda guardar una historia pintada con tonos tan grises. 

Llegué al comienzo del viaducto, del lado del que se llega al Palacio Real. Por unos segundos ralenticé un poco el paso y observé. En el lado en el que me había postrado había edificaciones y un vacío que invitaba a saltar. En lo que alcanzaba a ver del otro lado, un bosque de casas infinitas. Al viaducto lo alumbran farolas que seguramente sean el faro guía de los que huyen de su cometido. Vidas truncadas, como la mía, que tardaron demasiado en pensar y muy poco en socorrerse. Miré a la gente que cruzaba el macizo de piedra de un lado a otro aquella tarde de octubre, mientras la lluvia volvía a caer finamente.

Aquel que nos vigila regaba de nuevo.

Vi un chico en bicicleta, varias parejas y algunos abuelos en solitario. Me detuve en la mitad, justo en el punto en el que confluyen la calle Bailén por encima y la calle de Segovia por debajo. En este epicentro escudriñé el cristal que protegía al barrio del ruido de la carretera, o al barrio de las ideas cobardes, y me vi. Estaba agitada, despeinada y vieja. Soy tan poco mayor como benévola, pero nadie adivinaría nunca el año en que nací.

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A veces deseo desdoblarme y encontrar otro yo, idéntico a mí, que me comprenda, piense y sienta como yo lo hago. Aquella tarde lo había encontrado: por primera vez sentí que había dos yo. Aunque mi imagen duplicada no estaba sola. Un coro de una decena de personas nos acompañaba en aquel espejo.

Nunca supe si las que me miraban eran vidas arrebatadas por el puente o por mí.

—-FIN—–

CALLE DE BAILÉN, VIADUCTO DE SEGOVIA (Madrid)

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