“Mañana, mañana cuando amanezca, se lo contaré”, se repetía una y otra vez en silencio, a veces murmurando sin querer. “Mañana, mañana cuando amanezca, al fin lo sabrá”, resoplaba al son de un tenue suspiro, apenas un hilo de voz quebradiza y sumergida –fugitiva-, que pungía su ánimo, …de qué manera. Cazador de sueños, fiel mesita de noche junto a la almohada, terminal destello de luz artificial, traidor reloj que regala esa póstuma medición de tiempo, calmando la ansiedad del auge que devendrá. Lo siguiente… ceguera total, vigilia en narcosis sin identidad.

Pronto los colores del arco iris deslumbraron entre los monótonos orificios grises de la persiana del dormitorio, distorsionando la claridad más pura. El inhóspito almanaque auguraba el despunte del día. Ya nada sería igual en los posteriores números que encadenan al resto del cálido mes. El albo amanecer acechaba el temor al posible rechazo y perpetuaba lentamente la decisión tomada, al mismo tiempo que glorificaba un clima embriagador de felicidad aumentando la temperatura, inquietante bajo la posibilidad de dejar de fantasear –algún día…-

“Mañana, mañana cuando amanezca”, al tomar conciencia reparó en que la mañana acontecía ahora y que el mañana era ya hoy. No había dormido bien, la tristeza asomaba en el brillo de sus ojos castaños –preciosos-, la angustia se articulaba en cada movimiento –perezoso-, la incertidumbre en la comisura decreciente de los labios –carnosos-. Con mirada esquiva al desertor del tiempo apuró que casi era la hora, –detén el paso aguja hiriente, detén el paso-. Al principio los segundos parecían minutos, poco tardarían en ser segundos los minutos. Imposible congelar el tiempo: orto demasiado tórrido y abrasador en este caluroso día de bochorno.

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Llegó el momento, salió por la puerta e intentando andar, comenzó a deambular. El paisaje mostoleño le parecía distinto. Mil veces recorrido, esta vez era largo y eterno, corto y estrecho. Alcanzó la periódica meta. Ya no más, allí estaba. Era el lugar mágico, brillante puente de metal, hierro poderoso, entramado material. Subió los peldaños, con delicadeza, –pies torpes, culpable cabeza-, uno a uno parecían desvanecerse mientras profanaban la herradura que envolvía una arquitectura perfecta, perenne, esbelta, ferroviaria. Llegando a la cúspide, cuál alpinista a su cima, se detuvo a contemplar tanta belleza sobrevenida, enfatizando en el esbozo femenino del final, un encuentro intencionado por él, en ella casual, a la hora exacta en que la transeúnte solía a diario pasar, cuya convergencia delataría una nueva realidad. Tantas veces había atravesado la plataforma férrea sólo para cruzarse con ella: sentir su aproximación laminada y celestial, poder admirarla una vez más, percibir el soplo de brisa que dejaba al caminar, acariciar y saborear el instante de apresurarse al precipicio y por el que merecía la pena alimentar su pensamiento y frente a su ser… hablar. 

Habló, pero calló. Y pensó: “Mañana, mañana cuando amanezca, se lo contaré” . 

El joven autista se preguntó después, si acaso ella fue capaz también de escuchar el silencio como él.

FIN

CALLE ANDRÉS TORREJÓN, MÓSTOLES (MADRID)

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