La casa de la puerta verde

La casa de la puerta verde

Lucia Juliá

05/04/2016

Huele como si estuviese encendido el fuego ahí bajo. En cambio, es más fuerte el olor fresco que desprenden las paredes de piedra aquí arriba. Las mantas de lana siguen encima de la cama donde un día se quedaron; suaves, dobladas, guiando mi mirada hacia el aparador de la entrada. Hoy está vacío, pero aun puedo ver lo que había en su pasado: los joyeros de mi madre, sus pendientes de perlas, los collares regalos de papá, las pulseras de cadena en oro. Incluso observo su rostro reflejado en el espejo, probándose cada uno de sus brillantes, escogiendo el más acertado para cada situación. ¿Hoy?, ¿cuál escogería?. El espejo me muestra la realidad escondida en mi espalda. Detrás de mí, el ventanal me abre la vista al exterior. Hace sol. Por la calle no pasea, ni juega, ni asoma nadie. Está vacía, como el aparador. Cierro los ojos, suspiro. “Mamá, mamá”. Ya los oigo. Los chillidos de los niños en el parque, corriendo, columpiándose, haciendo carreras de sacos, jugando a la rayuela; yo tirando del brazo de mi madre, “¡quiero beber de la fuente!”; mi abuelo sentado en el banco del parque, tambaleando su bastón, de un lado a otro, apoyándolo firme en el suelo y ajustándose el sombrero. ¿Habrá ganado la partida de cartas?, ¿qué estará imaginando?. Ese pensamiento escapa de mi mente en unos segundos, los mismos que tardo yo en soltar el brazo de mi madre para llegar a la fuente. Ya la tengo delante. ¡Que fresquita está el agua! “Vuelve aquí, Leonor”. Corro unos pasos más. “Allí mamá, al lavadero”. Echo a volar dejando atrás el banco con mi abuelo, la fuente lloviendo agua, la plaza del pueblo, la puerta verde de la casa. Mis trenzas desaparecen de la vista de mi madre y de la mía.

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Hoy, en mi regreso, en la plaza no hay gente, mi abuelo no descansa en el banco y la fuente no salpica agua. Me ha costado reconocer la casa, el portón de entrada ya no es verde. Sólo sé que hace sol. Un sol brillante, como las perlas que llevaba ese día mi madre. Parece que el tiempo es el único que no ha cambiado.

“Leonor baja, tenemos que coger más leña”.

La voz retorna mi mirada, fijada más allá del cristal. Ahora veo mi imagen dibujada en él. Melena larga y suelta. Definitivamente, el tiempo es lo único que no ha cambiado, al menos aquí. 

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CALLE PEÑUELAS, LA GALLEGA, BURGOS

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