Equilibrios sobre el parque

Equilibrios sobre el parque

Se observaban a lo lejos, de ventana a ventana, frente a frente. Bajo su mirada, la ciudad despertaba de la siesta de septiembre.  El calor hacía emanar todo tipo de olores en el parque que se extendía, como bosque infantil encantado, “del uno al otro confín” de la larga calle. Medían sus posibilidades, comprendían el deseo del otro.

Ángela, encerrada en aquella agobiante habitación, mantenía el pulso con el felino que, atrevido, jugaba con el equilibrio abalanzándose sobre la barra de protección y parecía querer lanzarse al vacío. Lo entendía. Ella, en parte, era como aquel desafiante animal: esquiva, reservada, cautiva. ¿Tendría, como él, más de una vida? Su juventud le planteaba arriesgadas preguntas, pero no llegaba a ser tan osada. Un tanto amedrentada por el planteamiento desesperado decidió perder el juego y mirar a otro lado.

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Allí, bajo los árboles podía entrever la vida que se desarrollaba natural, ajena a las prohibiciones absurdas de unos padres anclados en el pasado. Unos niños jugaban en los columpios, otros pegaban patadas a piedras o a una pelota esquiva que se empeñaba en caer en la carretera. También había quien pasaba la tarde tranquilamente comiendo pipas, hablando mientras dejaban constancia de su estancia sembrando el suelo de infinitas cáscaras que un desolado barrendero tendría que limpiar a la mañana siguiente, mientras ellos dormitaban sobre pupitres en el instituto que se alzaba, imponente, unas calles más atrás. Pero la mirada de Ángela se detuvo un poco más allá, en el banco recién pintado que nadie se atrevía a ocupar por miedo a mancharse. Y de pronto, lo vio. El chico que vivía cerca de ella, con el que se cruzaba a diario al volver de clase, estaba allí. Sus ojos felinos la invitaban a bajar, a compartir la tarde a su lado. También a él lo entendía.

Sorprendida por la invitación movió la cabeza en señal de negación. Si traspasaba la norma, si iba más allá, su padre volvería a castigarla a quedarse sola en el rellano de la finca y entonces, él tendría que aparecer, cogerla a prisa de la mano y llevársela escaleras abajo lejos de la vergüenza y de las preguntas de los extrañados vecinos. ¿Lo haría por ella? ¿Rompería con lo establecido? Si fuera así, escaparían del yugo familiar y, protegidos por el mundo de ensoñación que aquel paraje de cuento ofrecía, podrían sentarse en el banco, ahora vetado, y besarse con convicción.

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Enraizada a su imaginación de niña permanecía la ilusión de las historias de príncipes que encuentran torres, trepan hasta la ventana y rescatan princesas.

Anacrónica, desfasada por completo, la amalgama de normas estrictas y lecturas fantasiosas habían hecho de ella un ser, al menos, singular. Por eso soñaba tanto. Era una salida, una escapatoria, como la del gato insinuante en la ventana. Por eso creyó verlo tan cerca que, imbuida en el calor de la asfixiante tarde, se decidió. Abrió los brazos esperando aparecer en los de él y cayó.

FIN

PLAZA DEL CEDRO, VALENCIA

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