—-¡Ole,ole y ole! Sus dedos chasqueaban al ritmo de su cante. Arturo. Así se llamaba. Portero del edificio de la calle Soriano. Digo «del» edificio, porque el nuestro era un universo aparte,completo en sí mismo y Arturo,su alma.
Su piel mulata, lustrosa, relucía sobre todo cuando cantaba canciones de Carmen Amaya. La Bailaora.
—-Que sí, que lo digo yo doña Luisa :¡Carmen era la más grande!Y taconeaba con sus zapatillas de lona medio rotas como si calzase botines de bailaor. En esos momentos su rostro se iluminaba pero nadie lo percibía.Nadie excepto yo.
—-¡Ay mi niña! Usted – me trataba de usted a pesar de mis once años- sí que sabe. Será porque sangre española corre por sus venas.
Homosexual,vivía con Ramón, un hombre ajado bastante mayor que él con quien las peleas eran constantes. Lo amenazaba con echarlo de la portería porque en realidad,era él el contratado pero Arturo, había logrado que Ramón pasara a un segundo plano.
Los chicos del barrio se burlaban:¡Arturo! ¡Maricón! Él los miraba con altanería,mientras apuraba el paso de esa manera tan peculiar que afeminaba su figura estilizada. Porque Arturo era alto. Alto,delgado y grande. Por fuera y por dentro.
Como buen mulato uruguayo practicaba ese sincretismo religioso difícil de entender para los que le son ajenos. Rezaba a Yemayá, a Changó, y les hacía ofrendas.
Un día tocó en casa. Abrió mamá y le dijo:
—Doña, le traigo este regalo para la niña – como él me llamaba –
Mi madre, asombrada, le preguntó qué era y él orgulloso, sacó del envoltorio arrugado un imagen grande, preciosa, de la Virgen del Carmen con unos lazos de colores. Siete lazos. Y le dijo:
—-Para que siempre acompañe a la niña, le traerá suerte.
Mamá se lo agradeció y cuando cerró la puerta dijo: » A ver qué hacemos con esto,me da pena, es la Virgen,pero brujería en casa no».
Pasé mi mano pequeña por la imagen y me dije que no me separaría nunca de ella.
Pasaron años. Diez mil kilómetros y muchos acontecimientos me separan de aquellos momentos. Mucho después, ya integrada en otra ciudad,otro barrio, otra calle, otro edificio con otro portero, recibí una carta desde Montevideo. La abrí y vi un recorte de periódico con una foto grande del derrumbe de un edificio y una nota de una amiga: «Lo siento, ocurrió hace quince días».
La crónica decía que habían muerto casi todos los vecinos. Fue de madrugada. El portero, un mulato llamado Arturo, de apellido desconocido, se había portado como un héroe. Pudiendo salvarse relataron que entró una y otra vez a sacar gente y con sus brazos empujaba dos columnas de la entreplanta con el ingenuo deseo de que no siguiesen cayendo pedazos de su mundo y así, logró salvar unos cuantos. Él quedó dentro. Seguro que en brazos de Yemayá y Changó. Grande Arturo, grande. Por fuera y por dentro.
Victoria
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