Mi calle es tan bonita, tan pequeña… con un enorme castaño y una madre presidiendo que amparándose en sus ramas, juega incansable con su precioso niño de bronce.

En perfecta formación,  guardando los flancos, altivas palmeras y arbolitos coquetamente recortados. Para que en esa hora perversa, cuando el día mira a los ojos  de la noche y abre la puerta a las penas, que tienen la fea costumbre de  pasear el vespertino aire, ella no se sienta sola.

A falta de tener uno, mi calle tiene dos nombres, para que nunca se olvide la cicatriz que lucía sobre piedras, entre helechos, bajo la atenta mirada de las flores cultivadas para otros.

Tajo de hierro y madera, vereda que recorrían aquellos trenes fantasma que ya tan sólo llevaban el aire que respiraron los viajeros cotidianos y aquellos ocasionales. Quizás también llevasen alguna pena olvidada o algún sueño  extraviado desamparado en su asiento; o el aroma de una rosa, polizón etéreo, ansioso de navegar otros vientos.

¿Quién pisaría su suelo?  ¿Qué alegrías y qué lágrimas ocuparon esos huecos? ¿Cuántos amores nacieron rodando sobre los hierros?

Fue creciendo la ciudad como crecen los chiquillos que a fuerza de tener hambre  van ampliando su espacio… y sobre campos de flores para enamorados, bautizos y bodas, enraizó inclemente el cemento y se alzó poderoso,  colmando sus entrañas con un puñado de hogares amueblados de futuro entre risas de los niños.

Y aquí me vine yo un día, a la calle con dos nombres,  a vivir donde vivieron hace ya tiempo las flores.

FIN

CALLE PICASSO  OVIEDO

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