La verdad era que después de cinco meses de la mudanza, aún no sacaba las libretas. La vista a la ciudad, las conversaciones desde el piso de abajo, el olor a cigarrillo de vecino entretenían las mañanas y retomaban las rutinas.
El viento era suave cuando la ciudad despertaba. La lluvia corría desde el tercer piso a retrasar las horas de entrada. El café se mantenía caliente con el murmullo de los peatones. Lo curioso de la ciudad es recordarla.Se llamaba Minerva la primera. Jugaron a las complicidades un tal marzo, donde apostaria al café de la mañana para ver a Paula. Ella también pertenecía a la mitología.
Estuvo muchos años tras la pista de despistes en las palabras. Aun así, la calle Belaval había sabido de muchos cuentos y le daba vueltas a los asuntos de los escritores. Supuso hacer corazones en el piso, supuso invitaciones a besos en las paredes, supuso sonrisas dando vueltas en la madrugada, fomentando el turismo bajo las faldas. Recorrerla es recordarla, recordarla es vivirla, vivirla es extrañarla.
Termina la calle evocando a la primera, la panadería de la esquina, el colegio a veinte minutos, su figura reclinada al signo de pare, el deseo de encontrar los colores de nuevo. El cuento invitaba a ser autor de flores en la calle.
Mientras tanto, otra calle repite una historia que lee en una libreta negra.
FIN.
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