ALBÓNDIGAS, MILANESAS Y COMPAS

ALBÓNDIGAS, MILANESAS Y COMPAS

 Vi a la mujer tirada en el suelo y a un tipo encima de ella sosteniendo un puñal. Estaban inmóviles. Luego noté a los demás. Uno sostenía un reflector de luz y otro una cámara fotográfica, disparando el obturador como ametralladora. Otra vez estaban tomando imágenes para una fotonovela. La esquina de Unión y Avenida 10 Oriente era el epicentro de la colonia, o eso me gustaba imaginar cuando era pequeña.

Cada martes a las cuatro llegaba la patrulla. Me acuerdo que el Negro era alto, bien guapo y siempre estaba puntual a la cita. Los policías lo dejaban robar a cambio de una cooperación ‘voluntaria’, pero antes de irse, siempre lo golpeaban, que dizque para hacerlo hombre de bien. Hasta que un día se les pasó la mano y dejaron medio tarado al Negro. Pero eso sí, lo amable nunca se le quitó. “Adiós güerita”, saludaba cuando pasaba con mi bicicleta rumbo a la clase de catecismo, que por alguna extraña coincidencia  se llevaba a cabo al mismo tiempo que la reunión semanal de alcohólicos anónimos. Así es que queriéndolo o no, nos volvimos amigos de los teporochos de la  concurrida cantina “¿Aguantas la otra?”

Cuando regresaba de la escuela me apuraba a comer. Mis preferidas eran las albóndigas en chipotle y las milanesas con puré de camote, pero cuando a mi papá no le pagaban sus comisiones a tiempo, comíamos sólo verdolagas. Luego hacía la tarea para poder salir a jugar futbol con los otros niños de la colonia. Con unos tambos llenos de cemento que usábamos como porterías, cerrábamos el paso de los autos. Otras  veces, sacaba mi bicicleta para prestársela a los que no tenían. “Pero se me andan todos por la banqueta”, decía mi mamá, “no vaya a ser que atropellen a alguno y me lo cobren como nuevo”. Así era ella. Sabía que teníamos un poco más dinero que los vecinos, pero no lo suficiente para vivir donde a ella le hubiera gustado que creciéramos.

Cuando falleció mi padre, fuimos a quedarnos con una tía y conseguí trabajo en Almacenes Astor. Ahí conocí a Ricardo, el hijo del dueño. No tardó ni una semana en invitarme a una fiesta. Pasó por mi bastante tarde y encontramos estacionamiento un poco retirado de la entrada. Íbamos caminando por el callejón, cuando de la oscuridad salieron unos tipos amenazándonos con sus chacos y cadenas. “Coopérense con los compas o se los carga la fregada” amenazó uno que comenzó a patear a Ricardo, mientras  otro me jaloneaba la bolsa. “Eh, párenle compas, que yo a esta güerita la conozco”. Y se me heló la sangre. “¿Que tu no vivías en la esquina de Unión y Avenida 10 Oriente?” Asentí, sin saber si lo que hacía me convenía o no. “Ah pues entonces a estos dos me los dejan en paz, porque esta güera es mi compa”. Y en la oscuridad creo que pude reconocer al Negro.

FIN

CALLE UNIÓN, COLONIA ESCANDÓN, CIUDAD DE MÉXICO.

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