Sucede en noches como ésta. Cuando la luna llena del invierno resplandece al paso del furgón de residuos que me lleva por el viejo barrio del Plantinar. Cuando la humedad ya aturde mis huesos y me impregna un hedor insoportable que narcotiza mis sentidos. Para entonces, los naranjos que flanquean las calles proyectan sombras que parecen invocar un universo perdido. Y enseguida, apareces ante mí. En ocasiones, saliendo de la droguería de Celso, el argentino que hizo pintar su fachada a franjas azules y amarillas, para que todos participaran de su pasión por Boca; otras veces, plantado frente al escaparate de la Librería Valforte, disimulando mientras contemplas el reflejo de unas chicas que desfilan por el cristal. Y así vas recorriendo mi memoria, hasta que descubro mi propia voz durante una mañana soleada, repleta de azahar, en la que apuramos unas cañas donde el gordo Flores.
«Serás grande, chaval», solía decirte. «No malgastes tu tiempo en pequeñeces. Lárgate de aquí. Tu sitio está lejos de este mundo decadente». Pero eras terco y arrogante, como todos los tuyos. A los Perdomo os enorgullecían vuestras renuncias. Erais yonquis de la oscuridad de aquel piso bajo, donde el miedo corrompía vuestra visión del mundo.
Te dije que serías grande, Adrián; pero que debías alejarte de ellos. Aunque nunca me escuchabas. Y lo entiendo. ¿Quién era yo para aleccionarte? ¿Acaso no sucumbí también a esta crisis? ¿No sigo pudriéndome cada noche en este trabajo miserable? No, yo no era nadie para darte consejos. Sin embargo, me duele que me ignorases. Me jode que entrases en el juego de aquella mujer.
Mariela Verdel no te convenía, chaval. Ella disfrutaba con tus miradas detrás de la barra. Jugaba contigo. Le divertía saber que te volvía loco y se conformaba con eso. Dudo mucho que buscara que la follase nadie. Y aún menos que la enamorasen. Para esos menesteres se bastaba con el borracho de Ricky Rojas. Sí, ya sé que te resultaba imposible no subestimar a ese cabrón. Pero aquel tipo no era tan imbécil como para no advertir lo que escondía el relato que te publicaron en la gaceta del distrito. Todos a este lado de la Avenida Danglars, adivinaron que la hembra que codiciaba aquel licántropo de tu historia era la misma que le calentaba la cama al mafioso del barrio.
Cuentan que aquella noche de luna vieron a Ricky dibujar con sus dedos una cruz en el aire antes de asestarte la última cuchillada; y que luego, él y el loco Hernández te arrojaron a un contenedor de la plaza Montego. Y allí, mientras los perros de la taberna Flores no paraban de aullar, tu vida se fue desvaneciendo para siempre.
Qué pena, chaval. Qué pena de tanto talento arruinado. Y qué jodido esto de no conseguir deshacerme del abatimiento que me invade cuando, en noches como ésta, sujeto a la trasera del furgón de residuos, veo tu recuerdo esparcido sobre las calles del viejo barrio del Plantinar.
FIN
BARRIO DEL PLANTINAR (SEVILLA).
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