Yo tenía 16 años cuando hice mi primer viaje sola.

Había conseguido un trabajo como profesora a domicilio de una chica a la que las matemáticas se le habían atragantado, ella vivía en la ciudad; ir a Madrid era como viajar a otro mundo, además dudaba de ser capaz de enseñar a la niña, no dormí en toda la noche.

Me levanté muy temprano. Coloqué los libros de consulta en la mochila, me duché y desayuné como una autómata. Mi madre pululaba a mi alrededor, no se quién estaba más nerviosa, ella es una mujer miedosa y me despidió como si me fuera a la guerra, “no hables con nadie”. Todavía no se muy bien, conociéndola, como me dejó marchar.

La parada del autobús estaba muy cerca de casa, logré subir, pagar y colocarme en un asiento individual con ventanilla, cada latido de mi corazón retumbaba en todo mi cuerpo, intenté concentrarme en el afuera para no ver a la gente que iba en el autobús.

Fui dejando atrás el territorio conocido, la calle San Cipriano con el mercado, edificios donde vivían algunos amigos, la señora del quiosco, el cuartel de la guardia civil y por fin el espacio exterior. Entre campos secos comencé a ver una especia de ciudad de casas construidas con uralita, plásticos y cartones que se desparramaban desde la cima de un cerro hasta la carretera; en paralelo al carril se extendía una interminable exposición de váteres, lavabos y bañeras. Dos gitanos apoyados en sus bastones, curtidos en la resistencia, esperaban la llegada de algún comprador. A continuación se extendía un vertedero de crecimiento rápido atiborrado de escombros, flores secas, bolsas de basura, ropa usada…y en la cima del basurero cinco niños de distintas edades expurgaban en busca de tesoros, las velas que les colgaban de la nariz brillaban y desaparecían al ser relamidas con la lengua.

En todo momento intenté no perder de vista la calzada, imaginé que si no miraba a las personas del autobús, ellos no me verían; solo en una parada mis ojos, de forma automática, se giraron hacia la puerta, en ese momento me encontré con el golpe de vista de un hombre mayor, él olió mi miedo y se acercó para agarrarse de la barra de mi asiento, a cada bote del autobús se dejaba caer en mi hombro, yo me fui acurrucando en la ventana, sudaba tinta china y para matar la angustia comencé a rezar, a modo de mantra, señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero …, esta letanía repetida de prisa y sin descanso me aisló como una coraza.

A lo lejos comencé a ver un inmenso parque salpicado de tumbas donde se mecían árboles enormes, la ciudad de los muertos era la antesala de la urbe de los vivos. Para los que vivían en la capital el cementerio era el final, para nosotros el principio de nuestro mundo, la frontera entre la existencia y la subsistencia.

DEL SUBURBIO A LA CIUDAD

El_primer_paso6.jpg

CARRETERA DE VICÁLVARO A MADRID

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus