La fortuna de Valentín

La fortuna de Valentín

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Aquí les presento a Valentín en la única fotografía que consiguió captarlo con una media sonrisa de resignación, el hombre con mayor estrella y peor fortuna que hayamos conocido jamás, ambas suertes en igual cantidad y medida.

La calle Torquemada, como recuerdo del inquisidor, no auguraba felices promesas, pero era allí donde se encontraba la administración de lotería número 262 del barrio de Hortaleza.

Valentín compraba lotería nacional todas las semanas.

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En una ocasión, ajeno a su destino, se acercó a la ventanilla y entregó el boleto a la lotera. En la cara de ojos como platos que esbozó la mujer, Valentín adivinó lo que había sucedido antes de tiempo. La pidió que lo mantuviera en secreto, agarró los siete millones de pesetas con ambas manos y sin dejar de observar el número con la cabeza agachada, salió del establecimiento. De repente, un golpe de viento lo golpeó de soslayo y el décimo se le escurrió entre los dedos. Su cara mientras éste se bamboleaba en el aire era una auténtica elegía, y su gesto, después de perseguirlo desesperadamente y ver cómo se colaba por la rendija de la ventanilla de un coche que pasaba a toda velocidad por la Carretera de Canillas, se arrugó en una mueca de indescriptible terror. Cuando entró en la administración de lotería y gritó lo sucedido nos quedamos estáticos, sin saber si debíamos reír o llorar.

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Años después ganó unos cuantos miles de euros. Escondió la octavilla en su mesilla de noche, y se marchó a trabajar. Al regresar, después de haber pasado toda la tarde imaginando los viajes y proyectos en los que se iba a embarcar, el rostro se le quedó lívido al descubrir que el boleto no estaba en su sitio. Manuela, la señora de la limpieza que acudía los miércoles a su casa, tampoco volvió a aparecer.

Pasó un tiempo insignificante estadísticamente hablando, como para que por tercera vez le tocara la lotería. En esta ocasión fue la radio quien lo hizo partícipe de su suerte mientras sacaba dinero de un cajero del banco. Entusiasmado y nervioso, mientras regresaba a su casa, se guardó el billete de cincuenta en el bolsillo junto al comprobante de la operación, y rompió el boleto pensando que era el extracto bancario, en mil añicos como tenía por costumbre. Fue sentado en el sofá, tratando de adivinar qué había sucedido, cuando con pavor rememoró la sensación que había tenido entre los dedos, de que el papel del cajero le había resultado demasiado duro al rasgarlo.

Ya era muy anciano cuando recibió la bendición del gordo de Navidad. En esta cuarta y última ocasión, después de celebrarlo junto a los demás vecinos en la puerta de la administración y de ser entrevistado por las cámaras de televisión, se apartó, se alejó, y cerca de la puerta de la iglesia, sonriendo, le entregó el décimo al mendigo que la custodiaba.

—¿Se siente afortunado? —le preguntó la periodista.

No supo qué responder.

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