En medio de la calle cayó un ángel, desvalido, indefenso. Una a una las plumas de sus alas se desprendieron quedando a los pies de los transeúntes que caminaban apresurados por la acera, por calles y callejones arrastrando sus pies por el asfalto, sin apreciar el silencioso gemido de los restos de aquel plumaje pegándose a las suelas de sus zapatos . Envueltos en la prisa gris del día a día que como la neblina de un largo invierno, enfriaba sus corazones. Y el ángel elevó sus ojos al cielo y lo vio lejano, muy lejano sobre las altas columnas de cemento donde vivían aquellos seres que pasaban a su lado sin verle. Cerró sus ojos y lloró. Abrió sus brazos deseando que sus alas se extendieran con ellos, pero nada ocurría y permaneció así minutos, horas, con los brazos extendidos hasta que uno de aquellos seres con prisa lo vio, se detuvo, e interpretó aquel desesperado gesto como una invitación al descanso y acercándose al ángel lo abrazó, disipando así parte de aquella prisa gris que lo envolvía. El ángel sintió calor y temeroso de perder aquella sensación, continuó con los ojos cerrados. Aquellos seres iban deteniéndose a su lado y uno tras otro, abrazaban aquel cuerpo que pintaba una sonrisa en su prisa gris. Y en cada abrazo, una nueva pluma crecía en las alas heridas. Tantos fueron los espontáneos abrazos que pronto aquellas alas fueron reparadas. Solo entonces abrió los ojos el ángel descubriendo el color que llenaba aquellas calles y aceras, aquellas torres de hormigón, aquellos seres que le sonreían detenidos frente a él, y los elevó al cielo. Ahora lo sentía cercano siendo capaz de alzar el vuelo para regresar a su lugar de origen.
(Cualquier calle de una gran ciudad)
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