-Cómplice de muerte-

-Cómplice de muerte-

Miriam Talila

07/03/2016

«El corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando le da miedo aceptar las verdades que siempre acaban por imponerse.»

Se despertó de golpe.

Las 4 de la mañana. Con fuertes latidos golpeando su pecho, miró a un lado y a otro, rápido. Intentó controlar su respiración y dejar que el oxígeno relajara todo su cuerpo. Otra pesadilla. 

Mientras un Madrid sin estructura intentaba olvidar sus penurias sobre la almohada, sus fantasmas le susurraban al oído nanas espeluznantes, se negaban a dejarlo descansar y procesar los sucesos de la última semana. «Puedes intentar escapar de la realidad, no de los recuerdos«- cantaban burlonas. Incluso había empezado a temer a la oscuridad, como cuando era niño. Volvía a oír al viento liderando los terrores de la noche, desgarrando la atmósfera que se creaba entre las fachadas. Las sombras eran más reales de lo que le estaba permitido reconocer a un hombre racional e intelectual como él.

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Ni una tila, ni dos, ni el vino, ni su exceso, ni el desfogue del cuerpo, ni ninguna novela dramática rusa lo había conseguido adormilar, así que sacó los pies de la cama, buscando con ellos las zapatillas mientras se ataba la bata azul desgastada. Llegó hasta el ventanal de madera oscura antiguo situado a la izquierda de su habitación, a tres pasos de él, donde un hombre que rondaba los setenta años le devolvió una mirada cansada. Su reflejo decía mucho de él: surcos gruñones en el entrecejo, boca rígida y fina, abundante barba canosa, ojos pequeños de color gris. El tiempo se paralizó. Intentaba desligarse a sí mismo del hombre que tenía en frente. Si pudiéramos indagar en su mente, descubriríamos un acallado temor de bajar la mirada y así, volver a toparse una vez más con la nostalgia. Había desaparecido la estampa de la  aquel buzón de correos amarillo que lo había acompañado cada verano solitario, aquella librería donde, una vez cada dos meses, adquiría un nuevo ejemplar, aquellos felices balonazos a la pared… La calle que había acunado sus llantos de bebé y su primer beso adolescente, se había vuelto ahora cómplice de la crueldad de la muerte. Callada, amanecería pronto indiferente a que jamás volvería a escuchar la risa de su esposa, volvería a teñirse de marrón y blanco, se llenaría de gente ajetrada, humo y ruido, mucho ruido. Nadie le había dicho que la vida se escurre entre los momentos cotidianos, sin pausa, y que el mundo borra las huellas humanas pronto. La familiar piedra de la acera se le antojó fría y distante, cruel. Odió su calle iluminada por la luna. Odió la belleza de la niebla serena que mojaba las ramas de los árboles. Pronto sería rocío. 

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“No me quedan ni abrazos ni paciencia para una persona que ya no tenía nada más que aportarme”– se recordaba pensando a menudo. La culpa sacudió su cuerpo.

Por primera vez en años, clamó al Dios de su juventud por una última (primera) hora de descanso real.  

¿Fin?

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